Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– ¿Dónde cree que está, Etchenaik?

– Es probable que lo tenga la policía pero le conviene igual revisar la casa de algunos familiares.

La respuesta pasó a través de los rasgos del empresario como la luz por un cristal, «como el Espíritu Santo por María», pensó Etchenaik.

– Déjese de joder, Berardi -estalló de pronto-. Usted sabe todo. En qué anda su hijo y lo de sus parientes. Lo que me pone nervioso, para no decirlo de otra manera, es no saber de qué juego yo.

El gordo le puso la mano en el hombro.

– Digamos que yo sospechaba algo, Etchenaik. Y que su meritoria gestión me ha sido útil para verificar algunas hipótesis. Perdone el vocabulario muy específico pero no se me ocurre otra forma.

Cada uno volvió a su asiento y poco quedaba por decir que no fuera puteadas, humillaciones o hipocresías. Etchenaik esperó que el gordo eligiera el camino.

– Le daré el doble de lo convenido -dijo Berardi optando por la hipocresía, el trámite veloz y limpio.

– En efectivo, por favor. Tuve experiencias jodidas con cheques y bancos -dijo el veterano sin agradecer.

– Como quiera.

Vicente Berardi echó mano a una billetera voluminosa con ángulos dorados y entreabrió los pesos como quien palpita una mano de truco. Había mucho para orejear ahí.

– Lo siento -dijo finalmente, mintiendo sin disimular-. No tengo efectivo aquí. Será mejor que lo atienda el señor Sayago.

Con las últimas palabras señaló el ángulo derecho de la habitación. Sentado en un sillón junto a la puerta, y quién sabe desde cuando, estaba el ex boxeador desparramado pero firme como una gota de lacre.

96. El aire del interior

Al verse señalado por su jefe, el Negro Sayago le dedicó a Etchenaik una de sus mejores y únicas sonrisas. El veterano paseó la mirada de uno a otro, se quedó en el empresario. Berardi empezó a armar una rápida retirada.

– Ha sido un placer, Etchenaik. Y discúlpeme. He de salir ya.

Cerró un portafolios que había aparecido imprevistamente entre sus manos con la expresión de alivio de quien acaba de romper con una amante vieja y pedigüeña. Le extendió la mano.

– Lo tendré en cuenta para una nueva oportunidad. Gracias.

Retiró la mano apenas Etchenaik la estrechó y salió por la puerta como si se tirara en paracaídas. Sayago fue tras él.

Cuando se quedó solo, Etchenaik volvió a caminar hasta la ventana. Abrió una de las hojas y el sonido monocorde de las máquinas creció pleno. De pronto se oyó el timbre agudo y largo, y el ritmo del golpeteo fue decreciendo hasta apagarse. Los hombres se apartaron de las máquinas, buscaron los pasillos. Alguien abrió la puerta a sus espaldas.

– Acá está la mosca. Y apúrate que me voy.

Sayago le alcanzaba la guita con el brazo derecho extendido, con el otro le indicaba la salida.

– ¿Vos no laburás abajo? -dijo Etchenaik sin inmutarse-. ¿Hace mucho que subiste la escalera?

– Unos años. Hacía calor allá. Una cuestión de salud.

– Claro, hay que cuidarse -Etchenaik giró y quedaron enfrentados.

– Me dijeron que no te quieren mucho los muchachos.

Sayago no contestó pero ahora fue él quien caminó hasta la ventana.

– Es un laburo de mierda -dijo mirando hacia abajo.

El veterano se paró a centímetros de su mentón partido.

– ¿El tuyo o el de ellos?

– Todo.

Apoyado en el vidrio, con la cabeza hundida, parecía como si se hubiesen desinflado algo los neumáticos de Michelín. Etchenaik lo vio sentido y apuró para arrinconarlo contra las cuerdas.

– Vos tenés el papel más jodido, Negro. Ni arriba ni abajo. Los muchachos te putean y Berardi te usa. El día que no le sirvas más, te raja.

Vio que Sayago se llevaba la mano a la axila por debajo del saco y se replegó hacia el marco de la puerta.

– Mirá.

El Negro sacó unos papeles viejos doblados en cuatro y sostenidos por una gomita. Los desató y desplegó sobre el escritorio con dedos torpes e infantiles. Había recortes de Crítica, toda una hoja de Democracia, un comentario de Fraseara en El Gráfico. En las fotos aparecía un Sayago menos sonriente que perplejo saludando desde la escalerilla del avión o trenzado en un cambio de golpes en el centro del ring.

– Te vi perder con Ansaloni -dijo Etchenaik, hombro con hombro los dos inclinados sobre los papeles.

– Ahí empezó la cosa. Me pegó demasiado.

– A llorar a la iglesia. Vos la ligaste arriba del ring y con guantes. Hay otros que no tienen esa suerte.

Sayago fue recogiendo todo con cuidado, doblando los pliegues que marcaban el papel una vez más. Cuando terminó, su rostro había recuperado la expresión habitual.

– Bueno, flaco… Agarrá la mosca y hacete humo.

– Hay temas que te molestan.

– Hay tipos boludos -replicó Sayago dando un paso al frente-. No se dan cuenta cuando les están perdonando la vida.

El veterano agarró la guita lentamente, la contó, husmeó el aire como un lebrel.

– Es cierto, la verdad está en el interior. Uno cruza el Riachuelo, sale de la Capital y ya se respira un aire diferente. No hay corrupción y suciedad en el aire, la gente es más simple y hospitalaria. En fin…

– Aire, viejo -interrumpió el Negro amagando una guardia abierta y baja-. Aire o te empato los ojos.

Pero Etchenaik no tenía ganas de pelear. Se le habían ido de golpe.

97. Gancho al hígado

Miró detenidamente al Negro corno si fuera la primera vez. Estiró la mano hacia adelante para tocarlo mientras el otro no entendía nada.

– ¿Qué haces, qué te pasa?

– Pelo corto… -dijo Etchenaik como si delirara.

– ¿Qué te pasa, flaco?

– Date vuelta, Negro… tranquilo que no te voy a tocar el…

– ¿Qué te pasa, lechuzón? ¿Querés que te haga un desfile de modelos? -dijo Sayago tironeándose las mangas.

– Date vuelta y anda para allá, dale…

El Negro, sorprendido, lo hizo como quien le da los gustos a un pibe, un loco, un condenado a muerte.

– Qué boludo fui… -dijo Etchenaik, derrotado.

Se fue levantando, despacio, el gesto inexpresivo.

– Qué boludo fui… -repitió caminando hacia la puerta. Sayago lo dejó pasar, lo siguió a un paso.

– Lo que usted diga, maestro -concluyó el pesado con un humor estúpido, innecesario.

Bajaron haciendo sonar los tacos contra la madera. Cuando llegaron a la puerta de calle, Sayago se hizo a un lado pero no demasiado. Lo suficiente. Al pasar Etchenaik junto a él, flexionó violentamente el brazo y le clavó un tremendo gancho al hígado, como si supiera o se acordara al menos de esas sutilezas de Sandy Saddler. Etchenaik se dobló y una mano cariñosa y firme lo empujó por las nalgas, le hizo cruzar la vereda y clavarse como un ariete contra la puerta del auto estacionado con un tipo adentro.

– No te pasés de vivo, veterano. Si sos pura parada… Berardi te jodió y vos no te diste cuenta, otario.

Sayago le hablaba sobrador pero sin burla. Sin ensañamiento le pisaba los dedos, así, junto a él, paternal se diría.

– No te metás más con los que tienen mosca, gilito.

Le pateó el tobillo casi con desprecio, como quien empuja un pucho para que caiga del cordón a la calle y subió al auto.

Etchenaik estaba sentado en el suelo, apoyado en la puerta del Peugeot blanco -qué otro iba a ser- y cuando arrancó tuvo que manotear para no caer. Estaba terriblemente aturdido pero la imagen que tuvo al volver la cabeza fue exactamente la que había visto Tony en Tucumán y Talcahuano: Peugeot con chapa de la provincia que se va con dos hombres de pelo corto, uno de bigote y otro más joven.

Se hubiera quedado allí esperando que alguien lo rematara como a un caballo herido si no hubiera sido por la voz y una mano.

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