Etchenaik descubrió dos pares de pies más en la semipenumbra de la puerta.
– No entiendo -dijo-. Por qué otra vez yo… Estamos en otra historieta, ahora.
– Queremos conocer mejor al tío de Vicentito, al tío del campo. Sabemos que no viajó a Santa Rosa.
El del FAL hizo un gesto con el arma.
– Vamos, tire el revólver y acérquese. ¿Quién es ése que está ahí?
El veterano hamacó el arma en la punta del índice y la arrojó al pecho del que estaba frente a él mientras tiraba el manotazo para agarrar el caño del fusil.
Como la vez anterior, no tuvo suerte. No llegó a tiempo. El de la media levantó el caño con una puteada y lo descargó vigorosamente contra su hombro.
– ¡Quieto, imbécil! -gritó.
Sintió el dolor y se fue de costado, tambaleándose. En el entrevero los dos de la puerta se le abalanzaron y uno lo retuvo por el cuello mientras el otro lo palpaba de apuro. Hubo un ruido de puerta a sus espaldas, empujones y la carrera por el pasillo, los gritos.
– ¡Déjalo, no le tirés! -ordenó el que lo acogotaba.
Comprendió que Fretes había aprovechado la oportunidad, escapaba como podía escaleras abajo, entorpecido por el miedo, la oscuridad, los escalones trabucadores y el cable añadido que le retenía los brazos.
– Agárrenme a ése, no me lo dejen ir… -se desesperó.
– Tranquilo, botonazo. Tranquilo. Quédate quieto ahora, que el que tiene que contestar algunas preguntas sos vos.
Lo dieron vuelta, lo pusieron en el centro del sillón doble, se instalaron en su escritorio: el de la media sentado, el Pato Donald de pie cerca de la puerta; no estaban ni el Llanero ni la mina del último día de su secuestro anterior. Sintió minuciosamente lo mismo que habría experimentado su prisionero minutos antes. Al pensar en él, recordó al otro enano, a Alicia y Marcelo a su merced.
– Escúchenme, es urgente: dos tipos pueden matar a mi hija, secuestrar a mi nieto, cualquier cosa.
Nadie lo oía. El Pato Donald le alcanzó al de la media un rectángulo rosado que Etchenaik inmediatamente reconoció. El otro levantó la mirada.
– Así que laburabas para ellos nomás, hijo de puta… Te aseguro que hasta el secuestro de Vicente en la cúpula todavía había dudas. Siempre podías ser un chabón que trajera a la cola al resto. Pero estás a sueldo… ¿Qué cifra pensabas poner?
Etchenaik comprendió que no había nada que hablar por ese lado, que estaba todo cruzado, confundido, que se mezclaban personajes de dos historietas, que él era el único que pasaba de una a otra pero sin saberlo. Se sintió repentinamente fastidiado, harto.
– Demasiados fierros para mi gusto -dijo provocador, señalando las armas largas, desmesuradas en ese cuarto chico, esa presa menor y poco deportiva que era él mismo.
– Me tienen repodrido con sus misterios y sus capuchas. No entiendo un carajo pero no quiero que me fajen de nuevo o que le pase algo a mi hija: les digo todo lo que sé.
– Hable, tío -dijo Donald-. Después veremos.
90. Agítese antes de usar
La promesa estaba echada, como la suerte. Etchenaik debía hablar si quería ganar tiempo, perder golpes, avanzar en cierto sentido dentro de esa maraña. Recordaba que en alguna novela de Spillane o de Charles Williams el protagonista, confundido entre bandos e intereses que desconoce, empieza a morder y lamer manos al azar, no apostando ni siquiera a la intuición sino apenas al deseo animal de entender algo, escapar o saber al menos de quién debe defenderse.
– Hablaré -dijo teatralmente.
– Eso. No se agite antes de pensar.
La voz del tercer encapuchado volvió a recordarle aquélla que había oído en el departamento de Boedo y en algún momento del largo fin de semana encanutado: el mejicano. Se prometió secretamente que le reventaría los bigotazos alguna vez; los bigotazos y sus aledaños.
– Vamos… Empecemos por la historia del tío.
Y habló, dijo todo lo que sabía, inclusive tiró hipótesis, aventuró conexiones, mezcló intereses, los involucró a ellos mismos en una teoría que improvisó sobre la marcha pero que tenía la coherencia de lo disparatado y novelesco.
– ¿Por qué te llamó a vos el viejo Berardi?
– Es una buena pregunta.
Lo era. Estaba en la base de la cuestión, como la piedra que sostenía todo aquello, enredo incluido.
– Es lo único que conecta, además de ustedes, el caso de Marcial con este despelote… No entiendo, compañeros o lo que sean. No puedo saber si Berardi estaba al tanto de qué hacía Vicentito o suponía que yo lo sabía antes por conocerlos a ustedes. No lo sé, no me lo pregunté, no me interesa. Yo les repito lo que le dije hace un rato al hijo de puta de Huergo: me borro, arréglense entre ustedes, sean los bandos que sean. Pido una única cosa: proteger a mi hija. No me da para más la solidaridad, que hasta los lazos de sangre. -Se detuvo-. Es una buena frase.
– Vas a tener que venir con nosotros, botón -dijo el Pato con la pistola cerca de su sien.
Se sintió rodeado por más armas que gente, una densidad de violencia excesiva, capaz de desencadenarse en cualquier momento.
– Voy, pero ayúdenme a cazar al otro Fretes. A ustedes les conviene: es un hombre de don Mariano.
– Lo siento mucho -dijo el de la media con el tono del locutor que saca del concurso al participante número cuatro que contesta sobre los fenicios y no sabe dónde quedaba Sidón-. Lamentablemente no nos queda tiempo para otra cosa. Simplifiquemos.
Y en ese momento, precisamente, se cortó la luz.
– ¡Cerrá la puerta, Pato! -gritó el mejicano.
Etchenaik se movió hacia la puerta de la mampara que daba a su cuarto. Había un revólver bajo la almohada. Pero el arma en manos del de la media fue más rápida. Hizo un disparo alto, nervioso, intimidatorio, que reventó sobre la cabeza del veterano y lo paralizó.
– ¿Qué hacés, animal? ¿No ves que es un corte de luz nomás? Si igual no puede escapar -gritó el mejicano.
Etchenaik se jugó la heroica y comenzó a gemir y a retorcerse.
– ¿Qué le pasa a ése, Pato? Si no le pegué…
Los gemidos continuaron en la penumbra, el cuerpo cayó al piso, rodó.
– Guarda que te puede madrugar… Déjalo ahí, no te acerqués, patealo. Patealo y vas a ver…
Etchenaik le manoteó el tobillo al que se acercó y mientras tironeaba sintió el grito en el pasillo:
– ¡No es un corte, hijos de puta!… No es un corte. Están atrapados, señores. Etche, salí que no te van a hacer nada. ¡Salí!
El gallego. Era el gallego providencial:
– ¡Tomen, mierda!
Y disparó.
Hubo treinta segundos de fuegos artificiales. Cinco, siete tiros con sus respectivos fogonazos. El gallego, desde el pasillo, tiraba y no dejaba de hablar, gritaba, negociaba de apuro.
– Déjenlo salir y rajen… ¡En cinco minutos más está la cana acá!
En medio del estruendo, Etchenaik se arrastró hacia la mampara y en seguida se oyó un portazo.
– ¡Guarda con el otro, que se metió en la pieza! -dijo el Pato, que era el más cercano.
Mientras el gallego volvía a disparar a los gritos, los mantenía a raya, el veterano se apoderó del revólver.
– ¡Ahora van a ver, hijos de puta! -dijo enfático, ostentoso.
Un disparo que se clavó sobre su cabeza lo acurrucó junto a la cama.
– Hay que salir ahora, como sea -dijo el de la media.
Etchenaik apeló a su miedo, al sentido común, a una necesaria racionalidad agarrada con alfileres, semi intoxicada por el olor de la pólvora:
– No van a salir los tres, mascarita… Somos menos pero están flanqueados. Y ya hay ruido de cana en la calle. Si intentan pasar, con suerte se salva uno. No les conviene.
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