Pero en un momento dado Etchenaik volvió a reflotar todo, casi convulsivamente, otra vez. Iba y volvía hablando como un oleaje que no progresara, no hiciera mella en una costa indiferente.
– ¿Quién crees que tiene al pibe? -lo paró Tony.
– No sé. Pueden ser los Huergo, por el auto, aunque no está confirmada la chapa. Puede ser la cana, como dicen seguramente los de la pesada; o lo temen, mejor. Lo que no creo es en la extorsión. No puedo tragarme tampoco las lágrimas de Nancy Reagan.
– Largá todo. Lo llamás a Berardi y a cobrar.
– Es lo que pienso hacer. Después me voy a encargar de ajustar algunas cuentas.
– Te entiendo. No estoy de acuerdo.
– Voy a hablar por teléfono con él. No hay por qué esperar al viernes.
El aparato estaba en el living, sobre las guías de tres años atrás, sobre una carpetita al crochet. Mientras discaba, Etchenaik miraba a través de los vidrios del patio. Prácticamente no tuvo que esperar.
– El señor Berardi, por favor.
– Lo siento, pero el señor ya se retiró.
– Es importante, tengo que verlo ahora.
– Debe estar en la fábrica.
Etchenaik imaginó a la secretaria de mirada bovina junto al conmutador, la voz tan cansada y aburrida como su cara.
– Déme la dirección, por favor, la perdí.
Era cerca de la estación, a tres cuadras de Pavón, sobre una transversal que cambiaba varias veces de nombre y había que tener cuidado de no confundirse.
Colgó y aceptó un mate, un beso de la señora de García que se afligió porque se iba tan temprano.
– Sí, me voy a Avellaneda -le confirmó al gallego que no se había movido del sillón de esterilla-. Pero a la noche me acompañas a desparramarles la cara a un par de hijos de puta.
– Estás loco. Yo cuido la retaguardia -dijo Tony plácidamente, con toda la tarde bajo la parra por delante.
***
94. La mirada de los osos
Al cruzar el puente Pueyrredón, le revisaron el auto. Un oficial de modales corteses e irónicos le dio vuelta al Plymouth como un guante, miró cinco veces la autorización para portar armas que justificaba su revólver, lo dejó ir con un golpecito cargador en el guardabarros trasero que era casi una palmada en el culo.
Por Pavón también había movimiento policial pero la gente andaba con naturalidad. Había pibes subidos a los carros de asalto estacionados mientras los de la guardia de infantería acariciaban distraídamente sus bastones.
Al llegar a la estación dobló a la izquierda en la primera transversal y a las tres cuadras encontró el paredón largo y blanco con dos hileras de alambre de púas. En el extremo del paredón había un edificio también blanco e inexpresivo con tres ventanas altas, rectangulares y un portón por el que salía un camión. En el portón decía Establecimiento Metalúrgico El Triunfo.
En realidad, la fábrica no tenía ese aspecto de monstruo antediluviano echado, con el lomo en escalera y las chimeneas humeantes que recordaba el membrete. Junto al portón había una puerta de vidrio esmerilado con letras negras sobre el gris. Dejó el Plymouth lejos del movimiento de los camiones y entró. Era un ambiente chico con dos sillones metálicos, la mesa de entradas vacía y una escalera empinada a la derecha, con recodo rápido que la volvía casi sobre sí misma.
Subió haciendo ruido en los escalones de madera y a la mitad de camino sintió que alguien había advertido su presencia. Al levantar la cabeza, la primera imagen que tuvo fue la de aquel muñeco descomunal de la propaganda de Michelin: con los pies separados, apoyados en los extremos del último escalón y mirando para abajo con los brazos cruzados sobre el pecho, el Negro Sayago lo miraba con el desprecio y la simplicidad con que deben mirar los osos.
– ¿Qué busca, amigo?
– El señor Berardi -dijo Etchenaik tres escalones más abajo.
Mirándolo bien, el Negro no era tan alto sino que especulaba con la perspectiva y la sorpresa. El veterano estaba ya casi cara a cara con él.
– ¿Y quién es que lo busca?
Como tenía la luz fluorescente a sus espaldas, la voz parecía salir de un bloque indeterminado, formado por el tronco sólido y la cabeza rapada como un astronauta. Sin embargo, nadie podía tener menos cara de astronauta que el Negro Sayago.
– Dígale a Berardi que está Etchenaik.
– ¿Y para qué es? -y apoyó las manos en la cintura.
– Él sabe -dijo Etchenaik subiendo los escalones necesarios para poner su nariz contra la nariz del otro-. Dígale que es urgente.
– Espere acá.
Cuando Sayago caminó hacia la puerta que estaba a sus espaldas, Etchenaik pudo percibir la cojera leve, que no daba, sin embargo, imagen de deterioro o debilidad sino que agregaba un detalle inexplicablemente temible.
Sayago no reapareció. Fue el mismo Berardi el que asomó una sonrisa desde la puerta de su oficina.
– Etchenaik, es una suerte que haya llegado en este momento -dijo familiarmente-. ¿Cómo anduvo eso?
Se acercó, le apoyó la palma en la cintura acompañando el movimiento.
– ¿Pero qué pasó? -y le señaló vagamente la cara, los magullones y cortes, algo de lo que había recogido en estos días-. Espero que no haya tenido nada que ver con el trabajito ese…
Etchenaik se sintió un boleto viejo encontrado en el fondo de un bolsillo.
Entraron en la oficina. Se sentaron. Berardi lo observaba sin decir nada. Esperaba. Había una ventana de vidrios grandes y a través de ella se veían las cabriadas que sostenían un techo de cinc. Ruidos metálicos y regulares subían multiplicados por la resonancia.
– Se acabó para mí. No voy a seguir en este asunto -dijo Etchenaik sin disculparse y detuvo la objeción de Berardi con un gesto.
– Anoche tuve suerte -y se señaló la cara-. Pero no estoy seguro de tenerla mañana o esta noche.
El otro levantó las cejas.
– ¿Quién fue?
– No viene al caso. Pero usted no me habló del problema con su mujer y el doctor Huergo. Eso no favorece las cosas.
El hombre gordo ni siquiera pestañeó.
– El mismo día que hablé con usted aparecieron por mi oficina -continuó Etchenaik-. Su mujer y el primo. Querían que les dijera dónde estaba Vicentito pero yo no lo sabía ni lo sé ahora. Me ofrecieron más dinero para que trabajara para ellos, les dije que no y me hicieron una escena con lágrimas y amenazas.
– Me sorprende -interrumpió el empresario-. Me sorprende lo que me cuenta… Pero dígame qué logró averiguar.
Etchenaik se puso de pie, se pasó la mano por la nuca y fue hablando mientras miraba por los ventanales. Contó todo hasta llegar a la escena del Peugeot blanco doblando por Paraná. Allí colocó una decisión drástica e inamovible, producto de la bronca y el desaliento.
– Eso es todo -concluyó con un suspiro, muy viejo o cansado-. Págueme y me voy.
Abajo, en cuatro filas de máquinas se alineaban cuatro filas de hombres. La luz entraba por los ventanales suspendidos en la alta pared de la derecha; los haces de luz recorrían un espacio amplio, varios metros por encima de las cabezas inclinadas y dejaban parches de luz en la pared opuesta.
– Si sabe algo más, dígamelo -insinuó Berardi a su lado-. Plata, hay…
Etchenaik siguió mirando por la ventana.
– Anoche estuve con Mariano Huergo. Le dije la verdad: que no se preocupara por mí, que el asunto no me interesaba. Lo que vino después no tiene importancia para usted, Berardi.
Pero al gordo le interesaba otra cosa, esa sola le interesaba:
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