Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– ¿Lo ayudo, señor? ¿Se siente mal?

La viejita tenía cabellos blancos recogidos. Lo miraba, le tocaba el brazo, no hubiera podido levantarlo jamás.

– No es nada -dijo sin intentar moverse.

– ¿Quiere que llame a alguien? ¿Se puede levantar?

– No -dijo Etchenaik-. Sí, sí, puedo -y se paraba, sentía que alguien tenía una tenaza apretada a la altura de su ombligo y no había caso, no soltaba.

Hubo consejos y recomendaciones. Cuando caminó hasta el Plymouth había más de diez personas a su alrededor sin contar los niños.

Al llegar a Pavón se apeó en un bar y pidió un café, un vaso de agua, una aspirina. Después, ya repuesto, una ginebra. Cuando se bajó de la banqueta arrimada al mostrador, con las últimas pitadas del Particulares y la tarde a media agua, descubrió que ya no había ninguna razón aceptable pero tampoco ninguna excusa que le impidiera darse una vuelta por Adrogué.

Frente a la estación de Lanús había control policial. Lo pararon. A la altura de Lomas le revisaron el baúl. Tuvo que creer que el auto viejo y su pinta de chacado lo convertían en un sospechoso nato.

En Adrogué, las casas eran todas parecidas. Cambiaba la forma del jardín o el tamaño de la entrada para el auto pero hasta las calles, que tenían nombres insólitos de doctores, maestras pueblerinas o bomberos caídos en el cumplimiento del deber, eran en cierto modo intercambiables.

Eso hasta que encontró la casa. Y ésa era diferente.

98. Gruñidos en un billar

Miró por encima del cerco de ligustro y dos perros descomunales y un viejo disfrazado de jardinero clásico le indicaron que estaba en la casa más grande de la cuadra, que el número correspondía al del papelito arrugado en su bolsillo. El chalet de dos plantas construido al final del billar se prolongaba lógica y naturalmente en un cobertizo desbordado por un auto demasiado largo para este tiempo o para cualquier otro.

Etchenaik intentó hacerse oír por encima de los ladridos y el ruido de la cortadora de césped.

– ¡La señorita Cora! -gritó.

El viejo levantó la mirada y al apretar el botón silenció con toda naturalidad la cortadora y los perros.

– ¿Qué quiere? -preguntó perdiendo aire entre los dientes salteados.

– ¿La señorita Cora Paz Leston vive acá?

– Pues creo que no… Yo vengo aquí una vez a la semana y a veces la he visto, pero creo que vivir, no vive. Ella está en la capital ahora.

– Es una lástima.

Etchenaik vio acercarse a una mujer alta de pantalones oscuros y remera muy presionada que acababa de dejar un sillón de mimbre y avanzaba por el césped como por una pasarela. Llevaba un libro en la mano cruzado elegantemente sobre el pecho y el parque era tan largo que llegó envejecida.

– ¿Qué pasa, Ramón?

– Busca a la señorita Cora -dijo el jardinero.

Etchenaik fue observado con desdén y detenimiento, es decir con atención desatenta o sea como un animal raro pero repulsivo.

– Buenas tardes, señor…

– Santero.

– Señor Santero… ¿Para qué quiere a Cora?

– Vengo a cobrar. Es un crédito que tiene la señorita Paz Leston en la librería Fausto. Tres cuotas que han quedado pendientes.

Abrió el portafolios que traía en la mano y hurgó en el interior. Había una revista La Semana que mentía sobre Graciela Alfano, papeles varios, un terrón de azúcar, dos boletas de Prode, un ejemplar de Miss Lonelyhearts de Nathanael West, una selección de las mejores partidas de Tigran Petrosian…

– Sí. Tres cuotas, poca plata…

– Lo siento pero debe haber algún error. Ella no vive más acá, hace años que no vive -dijo la dama acariciando el hocico de una de las amenazantes bestias.

Etchenaik miró a Ramón pero el jardinero, arrodillado, trataba de exterminar una obstinada caravana de hormigas al pie de un elegante pino de pedigree.

– Es un problema -dijo mirando al suelo.

Nadie dijo nada. Los bóxers gruñían bajito.

– ¿Usted no sabe dónde podría ubicarla? El garante también es difícil de localizar. No es mucho dinero, pero…

– No sé señor. No tengo la menor idea de cuál puede ser el domicilio actual de la señorita.

Pasaron algunos segundos. Etchenaik hizo un gesto que no significaba nada. Los bóxers gruñeron otra vez.

– Buenas tardes -dijo la señora del libro encuadernado en tela y reinició la larga marcha.

El obsesivo Ramón perseguía ahora a las hormigas gateando, pegado a la pared lateral. Cuando reaparecieron las dobles filas de dientes de los perros, Etchenaik comenzó a caminar hacia la esquina.

Abrió la puerta del Plymouth, tiró el portafolios en el asiento trasero y se tiró él.

Se miró en el espejito retrovisor. Se puteó sin esperanzas. La tarde de Adrogué estaba serena, lisita ya camino del atardecer. Algún imbécil había podado los árboles hasta la amputación y ahora revoleaban los muñones contra un cielo límpido, casi sin aire de tan puro.

Ya ponía la llave de contacto cuando la vio. Una rubia de vaqueros, piernas firmes y melena recortada cruzó la bocacalle con la valija en la mano, se quedó inmóvil cuando escuchó la voz, su voz:

– ¡Cora!

99. La muchacha de la valija

El veterano había sacado la cabeza por la ventanilla y ahora repetía, asomado, con el pómulo dolorido por el golpe contra el borde del vidrio.

– Cora.

Ella miró para ambos lados y se acercó con la valija un poco ladeada hacia adentro, tapándole la rodilla derecha. Etchenaik bajó del auto.

– Vengo de tu casa.

– No sé quién es -dijo ella ya casi de perfil, replegándose hacia la esquina.

– Sí, sabés.

– No.

Cora giró para irse y la mano de Etchenaik se alargó justo hasta la punta de la melena rubia.

– Siempre supe que eras pelirroja. Bah… desde un peine que encontré.

Tenía la peluca en la mano y Cora era otra mujer.

– ¿Por qué me largaron esa noche? ¿Vos sos la que da las instrucciones? ¿Qué es de la vida del Llanero Solitario?

Cora dio dos pasos hacia atrás. Etchenaik la siguió y estiró el brazo para agarrarle la muñeca. La retuvo sin apretar. Ella forcejeó un poco y se quedó quieta.

– ¿Para qué vino?

Etchenaik la soltó y se apoyó en el pilar de una casa.

– Tenía un rato libre. Fui a avisarle a un cliente de Avellaneda que el trabajo que me encomendó no me interesa más. Pero eso no importa… ¿Vos te estás mudando?

– ¿Qué quiere?.

– Anoche me decían: «No se agite antes de pensar, botón». ¿Te contaron eso? ¿Te contaron cómo los sacamos cagando a tus encapuchados?

Tenía la peluca en la mano y la revoleaba como un llavero alrededor del índice. Cuando sintió que ella se relajaba apenas le dio un manotón y se quedó con la valija. Cora se le tiró encima pero el veterano la detuvo con un gesto de cabeza.

– Los vecinos Cora. Los vecinos en la puerta.

En la esquina había dos cabezas asomadas y ruido de ventanas en la vereda de enfrente.

– Vení -dijo Etchenaik caminando hacia el auto-. Parecemos dos novios discutiendo en la calle.

Abrió la puerta y tiró la valija liviana por encima del asiento delantero. Metió la peluca en la guantera.

– ¿Venís?

Ella vaciló un momento y luego se inclinó hacia la ventanilla.

– ¿Por qué hace esto?

– Ahora pregunto yo, nena -la miró a los ojos-. No te asustés.

– No -dijo ella.

Y subió.

Cruzaron las vías y llegaron a la avenida Espora. El semáforo los detuvo.

– ¿Adónde vamos? -dijo ella.

– Donde podamos charlar un poco -Etchenaik miró el reloj-. Tengo tiempo.

– Sigamos, mejor.

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