– Aaaag -contestó Fretes desde abajo del zapato y la maceta.
La nena desapareció corriendo para adentro.
Los invasores agarraron al petiso entre los dos, lo pusieron contra la pared. Tony lo sostuvo con la mano abierta contra el pecho. Fretes no llegó a levantar los brazos: Etchenaik descargó dos golpes largos, más aparatosos que efectivos. Con el primero le hizo golpear la cabeza contra la pared blanqueada, con el segundo lo dobló para adelante. El gallego sacó la mano y Fretes se deslizó hacia abajo, pegada la espalda a la pared, manchando el pulóver que se enrolló a la altura de las axilas.
Quedó sentado, quietito.
– Quedate acá -dijo Etchenaik y caminó hacia la luz. Tenía el revólver en la mano y sin dejar de empuñarlo se lo metió en el bolsillo.
No llegó a guardarlo. Dos hombres se atrepellaban en la puerta. Uno estaba descalzo, con una sola chancleta, el pelo revuelto y en pijama; tenía una botella en la mano, agarrada por el pico. El otro era un muchacho de campera que balanceaba un fierro.
– ¿Qué pasa acá? -preguntó el de la botella, el otro Fretes.
Etchenaik sacó el revólver y no habló. La luz le daba de lleno y no podía distinguir la cara de los que habían quedado duros a dos metros de él. El Fretes de la botella había perdido, en la frenada, la otra chancleta; el pibe seguía hamacando el fierro.
– Suelten eso y vayan para atrás -dijo avanzando un paso. Los otros vacilaron-. Vamos, que los quemo…
Cuando Etchenaik movió el revólver, los dos abrieron las manos al mismo tiempo y el ruido del fierro y la botella al rodar por el patio pareció durar minutos. Cuando acabó el estruendo, el veterano dijo:
– Entren y no hagan pavadas. El que ustedes buscan está ahí -señaló con el pulgar-. Se ligó dos piñas de anticipo.
Los otros retrocedieron y cruzaron el umbral. Etchenaik se dio cuenta de que la música había cesado en algún momento y que la nena lo miraba con los ojos muy abiertos desde un rincón de la pieza semivacía.
– No te asustés y decile a tu mamá que venga -dijo.
La nena volvió a salir después de mirar a los otros dos quietos, ridículos, inverosímiles.
Sin darse vuelta, Etchenaik dijo:
– Vení, gallego.
– Ya va.
Hubo un ruido sordo y seco. Al momento Tony estaba junto a él. Usaba una pistola chiquitita, que casi se perdía en su mano.
– ¿Y Fretes?
– Le di con la maceta. No jode más.
Etchenaik sonrió. La noche prometía.
Los dos hombres estaban agitados y confusos, como recién evacuados por los bomberos de un edificio en llamas, como el que sale de una casa con lo que tiene ante un temblor.
– ¿Sabés gallego? Buscamos al otro hijo de puta… Al que se dedica a destrozar casas y asustar gente por cuenta de otro -dijo Etchenaik mostrándole los candidatos; el par que se ofrecía a un careo elemental, innecesario.
– Doble contra sencillo al del pijama -dijo Tony.
Hubo un temblor entre los candidatos, pero el pibe estaba enojado en serio, se le afinaban los labios, creía que era injusto, tenía tal vez los malos y los buenos cambiados.
En eso volvió la nena con una mujer de la mano.
– Buenas noches, señora -dijo el veterano-. No se asuste.
No se asustó.
Cuando Etchenaik avanzó hacia los hombres con el revólver enarbolado como una cachiporra, tampoco se asustó.
Cuando le puso el caño bajo la nariz al del pijama, tampoco. La nena se rió de la situación y la madre le tiró un sopapo que no llegó a destino.
– Éste es -dijo el veterano.
Levantó el caño, apretó y se lo metió casi dentro de la nariz, obligándolo a mirar el techo.
– Llegó tu hora -dijo apretando los dientes.
Los ojos desesperados del otro bizqueaban mirando el revólver mientras la cabeza se le torcía.
El dedo de Etchenaik apretó el gatillo y simultáneamente el de pijama dio un alarido infernal y se tiró al suelo agarrándose desesperado un pie. Etchenaik le había clavado un terrible tacazo en los dedos desnudos.
La nena se volvió a reír pero esta vez fue silenciada por otro sopapo, ahora exacto.
– Por un rato no se va a poder poner los zapatos, turrito -comentó Tony entre los gritos del caído.
La mujer se había agachado junto al tipo y puteaba bajito y continuado, como si rezara. El muchacho tenía los labios todavía más finitos; tieso, lleno de rabia y desconcierto.
– Guardalo -dijo Etchenaik señalándolo.
El gallego abrió una puerta lateral, espió, volvió a la habitación, agarró al pibe de un brazo y lo metió adentro. Cerró con llave.
– Ya vengo -dijo Etchenaik y salió por la puerta del fondo hacia el interior de la casa.
Volvió en seguida.
– No vale la pena -dijo junto al gallego-. No hay nada para llevarse de acá.
– El tío se despertó -dijo una voz finita. La nena tenía las manos llenas de tierra.
Tony agarró una plancha que había sobre la mesa y salió a dormirlo otra vez. Etchenaik lo paró agarrándolo del brazo.
– Mejor traelo. Acá no hay nada que hacer ni que recuperar; vamos a hacer un viajecito, mejor. Una changa nocturna…
Al rato estaban los tres en la cabina del fletero más grande, un rastrojero destartalado al que le andaba una sola luz. Fretes grande, el Peter Lorre que había huido atado de su oficina, con una pilcha excesiva, enchastrada de tierra, iba al volante; el gallego Tony en el medio y Etchenaik apretado contra la otra ventanilla. Al Fatiga -así le decían al menor de los Fretes, el rompedor de sillones- lo cargaron atrás.
– ¿Cómo quedó aquél? -preguntó Etchenaik.
– Tiene el pie hecho una sandía. Lo até a la rueda de auxilio, por si acaso -dijo el gallego.
– Bueno, mejor… ¿Pero qué hace ahora?
El conductor había equivocado otra vez el camino. El revólver de Etchenaik lo intimidaba.
– Vamos, cruce Libertador y tome Castex.
Hubo ruidos extraños provenientes de la caja del rastrojero. Al Fatiga, la incertidumbre le apretaba la nariz contra el vidrio. A Fretes grande, la certeza de lo que se venía le hacía gotear sangre infantil de la suya, le daba un aire despavorido y pavote.
Cuando entraron definitivamente por Castex, Fretes miró de reojo, quiso confirmar.
– Sí, ahora derecho hasta lo de Huergo -dijo Etchenaik como leyendo en sus ojos-. Estaciona pasando un poco.
Los nervios lo hicieron frenar con demasiada brusquedad al petiso y el Fatiga se desparramó por la caja, tardó algo más en reaparecer contra el vidrio. Un gesto del veterano con el revólver lo hizo esconderse rápido.
– Ahora así, sin joda, tocás timbre y decís que querés hablar con el doctor Huergo. Que es urgente. Que te vean cómo estás, mejor. La primera boludez o cosa rara que hagás te meto un tiro en la cabeza. Andá.
Etchenaik lo empujó fuera de la cabina pero Fretes no se movía, temblaba en medio de la vereda.
– ¡Andá te digo!
La pierna del veterano recorrió una parábola larga y precisa que terminó en el culo de Fretes.
Recién entonces el petiso caminó hacia la puerta y pudo levantar la mano hasta el timbre.
Desde las sombras, Etchenaik y Tony oyeron el ruido de la puerta, los fragmentos del diálogo con la mucama. La mujer entró.
– Guarda con lo que decía ahora, eh -ronroneó el gallego.
En dos saltos se pegaron a los lados de la puerta protegidos por los lujosos rebordes de piedra.
La expresión de Fretes indicó que algo pasaba. Un golpe de luz y al instante se oyó la voz que Etchenaik conocía muy bien.
– ¿Qué hace usted acá? No le he dicho… ¿Pero qué le pasó?
– Etchenaik. Fue Etchenaik, don Mariano.
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