Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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Juan Sasturain El Caso Yotivenko Estos cuentos son Para Luis Chitarroni - фото 1

Juan Sasturain

El Caso Yotivenko

Estos cuentos son

Para Luis Chitarroni

Que me queda grande

Tres argentos

SUSVÍN

Aquí está la bandera idolatrada,

la enseña que Belgrano nos legó

cuando triste, la patria, esclavizada,

con valor, sus vínculos rompió.

JUAN CHASSAING

Loayza puso el sánguche de queso y salchichón en la bolsa de plástico, coló el mate cocido que hervía en la hornalla, la apagó y llenó el termo. Guardó todo junto al pulóver, el pantalón y las alpargatas viejas manchadas de pintura en el bolso azul con el cierre roto. El otro bolso, el rojo y blanco de Aeroperú, estaba más sano pero no lo usaba; por la misma razón que prefería andar sin documentos, hablar poco.

Dejó todo sobre la mesa de la cocina y volvió al cuarto. Los sábados Alicia no iba al hospital y dormía hasta más tarde. Los tres chicos también, atravesados en la cama única. Los tapó. Sin hacer ruido abrió el ropero y sacó la camiseta de Defensa y Justicia que le había dado Medina para que le mostrara al Profesor. Después recogió todas las monedas y uno de los dos billetes plegados entre el velador sin pantalla y el despertador. Ya eran las ocho y media. Se inclinó sobre su mujer y la besó en la mejilla, le tocó el pelo con cuidado de no despertarla. Volvió a la cocina, guardó la camiseta amarilla, blanca y verde con el número nueve en el bolso y salió.

La mañana estaba fría; había un poco de escarcha en los charcos de la calle de tierra, y el rocío helado, una pelusa, cubría los yuyos del baldío. Loayza camino a buen paso las dos cuadras hasta el asfalto y golpeó las manos en la casa de Medina.

Tardaron en atender. Al final se asomó la mujer.

– Ya se fue -le dijo de lejos y sin abrir del todo la puerta.

– Quería confirmar lo de hoy, el lugar y la hora -explicó Loayza-. No vaya a ser que…

– Yo le di anoche el papelito.

– ¿Qué dijo?

– Nada. Que estaba bien.

La mujer se quedó callada. Loayza miró hacia el asfalto.

– Viene el colectivo -dijo.

Se despidió con un gesto y corrió para alcanzado. A esa hora pasaban cada veinte minutos y, si se le iba, seguro perdía el tren.

Se bajó en Aristóbulo del Valle y caminó hasta Puente Saavedra. Desde el otro lado de la avenida ya lo vio al Profesor en la mesa del Bar Iruña. Estaba sentado junto a la ventana y conversaba con un pibe que parecía puesto ahí sólo para escucharlo. El Profesor era muy gordo. Y hablaba mucho.

Loayza entró al bar sin disimular el apuro, casi exagerando:

– Buen día.

– Ojalá -dijo el gordo.

El otro, ni eso dijo. Le ofrecieron la silla vacía.

– Se le hizo tarde, amigo.

– El tren, Profesor -Loayza se sentó como pidiendo permiso-. Estuvo parado un rato largo en Carapachay.

– ¿Qué va a tomar?

– Un café.

El gordo llamó al mozo y pidió un café solo y un café con leche con tres medias lunas:

– Éste todavía tiene que crecer -y señaló al otro con la cabeza.

El Profesor tenía la cara grande, blanca y ancha, y de cerca parecía más viejo. O tal vez estaba más viejo que la vez anterior, cuando Loayza lo conoció, en ese mismo bar casi a la sombra de la General Paz. Y el pibe no era tan chico; parecía nomás, por la cara de pendejo, la falta de barba y el pelo largo.

– No los presento -anunció el Profesor mirándolos alternativamente-. No es necesario ni conveniente. Estamos en operación y es mejor que cada uno sepa sólo lo mínimo del otro.

Los dos asintieron.

– Usted -le dijo a Loayza-, nada que ver con esta parte del trabajo. Ahora estoy con él, que recién se interioriza. Puede quedarse, pero espere un rato.

– Claro.

– ¿Qué hace él? -dijo el flaco.

– No te importa, nene: seguimos con lo nuestro.

Y mientras el mozo traía el pedido, siguieron con lo suyo.

El gordo estaba dibujando con un bolígrafo negro sobre una servilleta de papel y enseguida Loayza se dio cuenta de que el trato, el vínculo con el otro era diferente del suyo:

– ¿Lo ves? -decía el Profesor-. Serán tres metros y medio, cuatro metros de altura.

– Como el travesaño del arco.

– Más. Más que el aro de básquet también. Saltando no llegás. Hay que ir con la camioneta y una escalera. Te arrimás al cordón, ponés la escalera en la caja, te subís y desde ahí las sacás, fácil.

– ¿No están atadas?

– ¿Las banderas?

– Sí.

– No. Apoyadas no más. Calzadas con un palo a un soporte de fierro con cuatro aritos así.

– Ah, tienen palo. A ver, dibujámelas de nuevo.

– No jodás, nene. Las estuve mirando ayer toda la tarde, me quedé acalambrado de mirar para arriba. Están nuevitas. Además, sólo las vas a tener que sacar, nada más, mientras el petiso te tiene la escalera. Yo manejo, el petiso te tiene la escalera y vos las vas sacando: chac, chac, chac…

– ¿Qué petiso? ¿Él?

Loayza sintió el dedo que lo señalaba.

– Él no es.

– Pero es petiso.

– No es el petiso que te digo. Es un medio sobrino de mi primera mujer, el que labura en la Municipalidad, en la Dirección de Eventos y Ceremonial.

– No.

– No ¿qué?

– No lo llevés a ése, gordo. Lo conozco a ese sobrino tuyo, Felipe. Es un peligro, nos va a cagar.

– Medio sobrino de mi ex mujer, nene. Pero la camioneta la consigue él, Felipe. Y los mamelucos: si llega a pasar la cana, somos empleados municipales laburando.

– ¿A las cinco de la mañana?

– Claro. ¿No viste cuando ponen y sacan las cosas para el Día de la Primavera, ahí mismo, en la avenida Santa Fe?

– No.

– Bueno, es igual… Para los corsos de carnaval en la Avenida de Mayo, entonces: laburan de noche o bien de madrugada para no joder el tránsito durante el día.

– ¿Y por qué vamos a ir por la avenida Santa Fe?

– Porque ahí ponen las banderitas, gil… El polaco va a pasar por ahí y ése es un barrio bacán.

– ¿Qué polaco?

El gordo saltó, tambaleó la mesa:

– ¡El Papa, pelotudo! ¿De qué estamos hablando?

– No te calentés.

– Es para calentarse: vos, pibe, vivís en un frasco. Viene el Papa…

– Ya sé.

– El martes.

– Sí.

– Y en el recorrido que va a hacer con el papamóvil desde el aeropuerto de Ezeiza, lo llevan por lugares buenos, de guita. No lo van a pasear por tu barrio o por Villa Soldati.

Hasta Loayza asintió.

– Lo llevan por la zona más bacana: Santa Fe, desde avenida Juan B. Justo hasta el final -completó el gordo.

– Y lo llenan de banderas.

– Claro. Como para el 25 de Mayo o el 9 de Julio o el Día de la Bandera. Para todas las fiestas patrias o cuando viene un visitante ilustre ponen las banderitas un par de días antes y las sacan al día siguiente. Ahora con el Papa se rompen el culo y ponen el doble de banderitas. Anoche las pusieron, está todo lleno. Como si viniera un presidente de afuera: está la nuestra y la del otro país también.

– Pero el Papa no es presidente de nada. Es rey o algo así.

– Es Papa. Y vive en Roma, en el Vaticano.

– Como Batman, que tiene la Baticueva en Ciudad Gótica.

El gordo optó por sonreír:

– Algo así.

– Lo que yo digo -se agrandó el otro-. Pero si no es un reino ¿qué es?

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