Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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– No sé qué carajo es, pero tiene bandera, y eso es lo que nos interesa.

– ¿Las banderas del Vaticano? ¿No eran las argentinas?

– También: las dos nos vamos a llevar.

El gordo miró complacido a Loayza:

– Nada se pierde -dijo.

– …todo se transforma -completó el flaco, cruzándose.

– ¿Qué tiene que ver? -se encrespó el Profesor.

– ¿No es así?

– En este caso se refiere a otra cosa: el aprovechamiento integral del esfuerzo. Íbamos a bajar sólo las argentinas, pero acá, el amigo…"

– ¿Él viene?

– No, él recibe.

Loayza asintió.

– Las bajás todas vos, las argentinas y las otras -completó el gordo.

– ¿Y cuántas son?

– Cuatro por esquina: dos y dos. Y en cada esquina hay cuatro esquinas…

– ¿Cómo?

– Vos me entendés. En cada cruce de calle hay cuatro esquinas. Cuatro por cuatro, dieciséis banderas por cruce. ¿Y cuántas cuadras hay desde Puente Pacífico hasta la Plaza San Martín?

– Un montón.

– Tenés la guía de calles ahí.

– ¿La tenía que traer?

El Profesor suspiró y se empinó el vaso de agua de Loayza, buscó su complicidad con la mirada:

– ¿Qué te pasa, nene? -dijo después, volviéndose al flaco.

– Nada -dijo el otro-. Voy a pedir una guía al mostrador -y se levantó con ruido de silla.

Desplegado, era altísimo. Y rengueaba apenas.

– Este pendejo viene nada más que porque es bien alto… -explicó el Profesor cuando quedaron solos con Loayza-. Pero todos los jugadores de básquet son medio nabos, medio pelotudos. No les llega rápido la sangre al bocho, las órdenes al cerebro, ¿entiende?

Loayza dijo que sí con la cabeza.

– ¿Juega ahora? -quiso saber.

– Ahora no, está jodido de un tobillo pero jugaba, sí. No era malo.

– ¿No es muy…? -Loayza no encontraba la palabra pero hizo un gesto de estar ante algo grande: el mar, una catedral.

– ¿Muy visible? -propuso el gordo-. Y… sí. Pero necesitamos uno alto, bien alto, porque si no, no llegamos a las banderitas de arriba de todo.

– Claro.

El Profesor le acercó su cara ancha, sincera:

– Tenemos que hablar de lo suyo. ¿Está cerrado eso?

– Traje la camiseta del equipo -Loayza la sacó del bolso y la puso sobre la mesa.

– Amarillo, blanco y verde. Tiene mucho verde -objetó el Profesor.

– Compran igual.

– ¿Los de Defensa y Justicia comprarían banderas amarillas y blancas?

– Compran todo. Amarilla y blanca. Lo que les lleve -y Loayza fue consciente de cómo sonaban sus elles.

– Qué bueno. ¿Cómo se llama el contacto con la hinchada?

– Medina -improvisó Loayza-. Ehh… Carlos Medina.

– ¿Le dijo las medidas?

– Cincuenta por treinta y cinco, le dije.

– Eso. ¿No son chicas para la cancha?

– Dicen que no.

– Bueno.

El Profesor pareció vacilar, sin embargo.

– Podría haber otra posibilidad -dijo-. Pero ahora guarde eso.

La guardó. El flaco volvía con la guía de calles de Buenos Aires:

– Acá está -y la tiró sobre la mesa-. Pedí otra vuelta de cafés.

Ahora el que se levantó fue Loayza:

– Tengo que hacer una llamada, ya vengo -dijo.

– Vaya, amigo.

El teléfono público estaba en el extremo del mostrador, junto a un viejo afiche de la campaña de Menem cagado por las moscas: Síganme, no los voy a defraudar.

Loayza usó la única moneda que tenía para llamar al número que le habían dado en caso de emergencia. Preguntó por Medina.

– ¿Quién le habla?

– Loayza. O no, mejor dígale el Peruca, él sabe.

El otro tardó en atenderlo:

– Te dije que no llamaras acá.

– Quería estar seguro. Le interesó lo de Defensa y Justicia, entró.

– Te dije. Sirve para la confianza.

– Eso, seguro.

Hablaron menos de un minuto, confirmaron el lugar, las circunstancias:

– Tenés suerte: la vamos a hacer más simple -le aseguró el otro.

– Pero yo qué tengo que hacer.

– Nada.

Y le cortó.

Cuando Loayza volvió a la mesa la conversación no había avanzado demasiado. Ahora estaban inclinados sobre la guía abierta, miraban el plano de la ciudad:

– ¿Cuál es la Plaza San Martín? -preguntaba el flaco.

– Ésta, la que está frente a Retiro -señalaba el Profesor-. No la de la Torre de los Ingleses, la otra, donde termina Florida. ¿Cuántas cuadras hay hasta Callao?

– Diez cuadras.

– Más: mirá. Esmeralda, Suipacha, la Nueve de Julio, que no se cuenta.

– Se cuenta por dos.

– No se cuenta. No ponen banderas ahí.

– ¿Y si pusieron en los postes de luz?

– No pusieron. Pero hay en las calles de los costados: Pellegrini y la otra.

– Cerrito.

– Eso. Como no tienen vereda de enfrente, entre las dos hacen una. ¿Cuántas vamos?

– Tres. Sigo: Libertad, cuatro; Talcahuano, cinco; Uruguay, seis; Montevideo siete.

– Te salteaste Paraná.

– Paraná, siete; Montevideo, ocho; Rodríguez Peña, nueve y Callao, diez.

– Tenía razón yo.

– Dieciséis por diez: ciento sesenta.

– Son muchas.

– Ahora hay que calcular de Callao hasta la Juan B. Justo, que es otra cuenta.

– Por qué.

– Porque ahí no ponen cuatro por esquina, ponen dos: una de cada. Ocho por esquina. La mitad.

– Qué miserables -dijo el flaco.

El Profesor se quedó mirándolo en silencio. El otro parpadeó.

– ¿Qué pasa?

– Nada.

El Profesor se volvió a Loayza, con la guía:

– Hágame el favor, calcúleme hasta Puente Pacífico, en Palermo. ¿Conoce?

Loayza dijo que sí y fue contando mientras los otros dos seguían en lo suyo.

Al final la cuenta le dio treinta y cinco cuadras más.

– Con Plaza Italia, que le ponen banderitas por todos lados, calculemos cuarenta: cuatro por ocho treinta y dos; trescientos veinte, digamos trescientas banderas más. Con ciento sesenta que teníamos, estamos en las cuatrocientas sesenta.

– Son muchas -dijo el flaco.

– Ponele que hay algunas cachuzas, rotas, sacale un diez por ciento, un poquito más. Te quedan cuatrocientas. Doscientas del Vaticano y…

– ¿De qué color son las del Papa?

– Blanco y amarillo.

– Son unos colores de mierda. ¿A quién se las van a vender? ¿A los que fabrican cotillón de primera comunión?

El dedo del Profesor apuntó otra vez:

– Él ya las colocó.

– Ya está -dijo Loayza con seguridad.

El flaco lo miró con admiración. El Profesor retomó:

– Y doscientas argentinas para la licitación.

– No entiendo eso.

– Es fácil: Bertucci, un amigo del sobrino de mi ex, labura con otro tipo, un ruso creo, que se presenta a todas las licitaciones, en cualquier lado que sea. Y hay una por doscientas banderas argentinas medianas.

– ¿Y cómo es la licitación?

– ¿Cómo cómo es?

– Claro: qué se hace. No tengo idea de qué…

El Profesor parecía tener una reserva infinita de paciencia:

– Es así: cuando en una empresa del Estado (aunque ahora no tanto, viste)… Cuando en cualquier institución tenés que hacer una compra grande no podés agarrar la guita y comprarle a cualquiera, al que a vos se te cante. Tenés que poner un aviso en los diarios. Suponete: Segba necesita doscientos mil enchufes…

– No existe más…

– Está bien: Segba no, Edesur necesita doscientos mil enchufes. Va y pone el aviso. El que le propone el precio más barato o está mejor acomodado les vende los enchufitos… Hay tipos que viven de eso. Se levantan temprano, compran el diario, lo repasan bien, se leen todos los avisos. Ahí está.

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