Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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– Tenés que firmarlas todas -y el mismo Medina le alcanzó una birome.

Loayza comenzó a leer con dificultad, lentamente.

– Quiero ver qué dice.

– No es necesario -dijo el otro.

– No entiendo: yo quiero saber.

Medina se levantó fastidiado. Loayza lo miró salir y cerrar la puerta.

– No tenemos todo el día -dijo el de la máquina.

– Ya va.

Loayza hizo un esfuerzo. Había muchas palabras que no entendía pero no se animó a preguntar. El declarante decía conocer y reconocer a Leonel Moreno, de 47 años, y a Carlos Alberto Niccolini, de 23, con quienes decía haberse reunido en varias oportunidades con el objeto de planear una serie de robos a lo largo de la avenida Santa Fe en ocasión de la visita de Su Santidad Juan Pablo II. Los citados Moreno y Niccolini, con la colaboración de otro cómplice, aún prófugo, que era el encargado de proveer el vehículo oficial con el que planeaban enmascarar sus actividades, pensaban aprovechar la distracción de efectivos afectados a la seguridad del Santo Padre (sic) para desvalijar diferentes negocios de la citada arteria, entre Juan B. Justo y Plaza San Martín. El declarante adjuntaba, además, material probatorio de la planificación de la operatoria delictiva, que coincidía con el secuestrado en poder de los citados Moreno y Niccolini. ¿Se refería a las servilletas escritas con birome negra?

– ¿Y?

Medina había vuelto, estaba parado a su lado.

– ¿Esto qué es?

– Lo que me dijiste el otro día.

– No es así.

– ¿No? No importa.

El oficial Medina le indicó con un gesto al de la máquina que los dejara solos y se sentó sobre el escritorio, casi cara a cara con Loayza:

– Necesitaba algo más que lo de las banderitas, Peruca. Con eso solo se me cagaban de risa.

– Pero si no pensaban hacer nada de eso…

– Eso te creés vos. Te iban a usar, Peruca.

Loayza no entendía muy bien cómo.

– ¿Vos te creés que estos tipos, que apenas te conocían, iban a confiar así en vos para ese robo de mierda?

Aunque había aceptado delatarlos, a Loayza le había gustado pensar que sí.

– ¿Qué declararon?

– Te echaron el fardo a vos. Dijeron que estaban ahí con uno, un extranjero, que les había propuesto un negocio y desapareció ni bien vio llegar a la policía. Y guarda que el tipo del bar es capaz de declarar en contra tuya, porque los conoce.

– No lo creo.

– El gordo andaba calzado. Y el otro tiene antecedentes.

– ¿Qué hizo?

Medina volvió a mirar el papel donde estaba todo:

– Lesiones: le rompió la nariz a uno hace tres años.

– Habrá sido en un partido de básquet.

Loayza oyó el ruido de una puerta y se volvió. Alcanzó a ver al Profesor y al flaco que pasaban por el pasillo hacia el fondo. Bajó la cabeza y se enterró en el asiento. Le temblaban las manos.

– Me vieron.

La mirada de Medina se endureció:

– Basta de pelotudeces.

– ¿Querés quedarte adentro? -se sumó el de la máquina.

– No.

– Firmá de una vez.

Y Loayza firmó.

Medina recogió la declaración sin decir una palabra y se la llevó a la oficina del comisario. Se demoró un rato. Llegó otro patrullero y bajaron a un tipo lastimado que traían de la cancha. Había habido incidentes y Loayza sintió que se desentendían de él.

Volvió Medina al rato.

– ¿Y lo mío? -dijo Loayza.

– ¿Trajiste la foto?

– Sí.

– Vamos a lo de Patán.

El tipo al que le decían Patán era un ex funcionario del Registro Nacional de las Personas; después de laburar veinte años ahí se había llevado de todo. Tenía el taller en el fondo de la casa y laburaba para la cana.

– ¿Qué querés? ¿Uno usado o uno nuevo?

– Uno nuevo.

El tipo miró a Medina, como para que opinara:

– En el nuevo se nota más la truchada. El viejo demora unos días más.

Loayza la tenía clarísima:

– Traje la foto.

– A ver.

Tenía el pelo negro y rígido y una expresión de estupor, como si se acabase de bajar de la montaña rusa.

– Mirá que sos feo, negro.

– Pero gustoso.

– ¿Y eso?

– Lo decía mi mamá.

El peruano estaba contento con su documento argentino, un DNI rojo oscuro, de extranjero residente.

Patán puso la foto, la pegó, le agregó el sello.

– ¿Nombre?

– José Ramón de la Cruz Loayza…

Medina se cruzó:

– No. Todo nuevo, Peruca. No embarrés la cancha. Con este colorado podés laburar, zafar si te paramos nosotros. Pero mientras, seguís los trámites de la residencia con el otro, esa mierda peruana, el tuyo. ¿Entendés?

Loayza entendía. Por eso, precisamente, dijo:

– No habíamos quedado así, Medina -la voz se le adelgazó-. Usted me dijo que me iban a dar el documento de acá, el definitivo.

– Una definitiva patada en el orto te vamos a dar. Y bastante con que no te mandamos de vuelta.

– Pero no es…

El sopapo, la cachetada abierta del policía le dio de pleno en la nuca y le hizo sacudir la cabeza hacia adelante, irse contra el escritorio. Medina le agarró la mandíbula con la mano derecha y le giró la cabeza, lo hizo volverse hacia él:

– Y no te quejés, desagradecido de mierda -lo soltó bruscamente-. Vas a hacer lo que te digo.

Se hizo un silencio espeso. El policía esbozó una señal y Patán volvió a preguntar:

– ¿Nombre?

– ¿Qué tengo que decir?

– Inventáte uno.

– Entonces Juan Antonio. Por mi abuelo.

– ¿Apellido?

Loayza dudó, pero no dudó mucho.

– Susvín -dijo de pronto-: Juan Antonio Susvín.

El Patán le preguntó si era con b larga.

Llegó a su casa cuando ya comenzaba a oscurecer y su mujer se asustó al oír la puerta.

– Pensé que te había pasado algo.

– Qué me va a pasar -dijo Loayza.

El televisor estaba prendido y los chicos miraban dibujitos amontonados en el único sillón:

– Vayan un ratito afuera. Tomen aire, que está tan lindo -dijo Loayza mientras les acariciaba la cabeza.

– No -dijeron ellos.

– ¡Salgan de acá, carajo!

Los chicos salieron.

– ¿Qué pasa, qué los gritás? -Ella tenía miedo todavía, pero él sonrió para tranquilizarla.

– Hacete un mate. Ahora te cuento.

Cuando su mujer volvió de la cocina Loayza miraba en el noticiero los preparativos para la visita del Papa.

– La gente es boluda -dijo.

– ¿Qué?

Iba a comentarle lo de las banderas, lo que decía el flaco: qué, carajo hacía la gente con las banderas. Pero enseguida pensó que como ella era argentina iban a terminar discutiendo. Ya había pasado otras veces.

– Nada, boludeces -dijo.

Ella se sentó a su lado y le pasó el mate:

– ¿Qué quería la cana? ¿Es cierto que te robaron?

Él asintió y metió la mano en el bolsillo:

– Reconocí a los ladrones, y los agarraron.

– ¿Recuperaste la plata?

– Todo. Eran unos tipos que estaban planeando unos afanas para cuando venga el Papa…

Alicia lo miró con admiración:

– ¿Y no tuviste miedo?

Él meneó la cabeza, sonrió levemente:

– Y eso no es nada: mirá lo que tengo ahora -sacó el documento del bolsillo y se quedó mirándola-. Me lo dieron.

Ella lo recogió.

– ¡Te lo dieron…! -y lo abrazó emocionada.

– Voy a laburar legal.

De pronto Alicia arrugó la cara, seguía con el documento en la mano, se apartó:

– ¿Quién es éste, qué nombre es?

– Susvín, como el general Susvín, uno que…-Loayza no recordaba exactamente las palabras pero sí tenía la idea-. Fue famoso. Tendrías que conocerlo de la escuela, creo yo.

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