Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Estaba en una salita de tres por tres, sin ventanas, con un acondicionador de aire sutil, inexistente, y con dos sillones, una mesita y un escritorio antiguo de ésos de tapa corrediza y un montón de cajoncitos inútiles. Mariano Huergo estaba sentado en uno de los sillones, lo miraba a través del humo que salía de una pipa curva y llena de dibujos.

– Buenas noches, Etchenaik.

85. El avión rosa

Con las manos en los bolsillos, junto a la puerta, Etchenaik permaneció de pie, tomándose tiempo.

– Adelante, siéntese… -condescendió el abogado.

El veterano fue y se sentó en el borde del sillón libre. No dijo una palabra. Lo miraba.

– Diga todo lo que tenga que decir, rápido -se encrespó el otro.

Don Mariano había perdido algo de su rigidez, pero no obstante el pañuelo al cuello y el saco sport de hilo azul, sus ademanes tenían la soltura de un soldadito de plomo. Ahora chupaba fuerte de la pipa, le exigía algo que ella no podía darle.

Etchenaik encendió un cigarrillo, se acodó en sus rodillas y tardó todavía algunos segundos más en comenzar.

– Le vine a decir que no se preocupe por mí -dijo lentamente-. Cuando llamé esta tarde pensaba otra cosa, estaba amargado por esa maniobra boluda del cheque -la pipa tembló suavemente y el humo azulado dejó de ser una columna armoniosa para convertirse en una torpe nube que desdibujó la cara del abogado.

– En ese momento tenía ganas de joder, de escarbar en este asunto.

– Acabe de una vez.

– Recién, en el auto -prosiguió imperturbable, casi confidencial- pensaba qué juego yo en todo esto. ¿Vale la pena que me gane la enemistad de cierta gente sólo por unos sucios pesos? Me contesté que no.

Metió la mano en el bolsillo, sacó el cheque y manipuló con él sobre la mesita mientras hablaba.

– Pero tampoco es justo, pensaba yo, que porque uno cumple su tarea profesional con esmero haya quien intente joderle la vida… Por eso he decidido cortar por lo sano.

Etchenaik se irguió, caminó dos pasos hasta el escritorio y se dio vuelta. Había hecho un simpático avioncito de papel color rosa y con él apuntaba al estático doctor Huergo.

– Tome su mosca voladora, don Mariano -dijo, y el avioncito en suave parábola atravesó la habitación y fue a estrellarse en el hombro del abogado, que no se movió.

– No quiero complicaciones -prosiguió Etchenaik-. A mí me gustan los asuntos simples, claritos; cuando sé qué debo hacer y para quién estoy jugando. Pero en este caso, no. Hay demasiados intereses en juego y tengo miedo de quedarme en el medio. Además…

Se detuvo teatralmente y esperó para seguir, como quien tira piedras en el agua quieta y las mira hundirse lentamente.

– Estoy preocupado en serio por el chico.

– ¿Qué quiere decir?

– Esta tarde, después de que su prima se fue, estuve a punto de encontrarlo.

– ¿Y qué pasó? -el doctor Huergo llevó la mano a la pipa.

– Me lo robaron, llegaron antes que yo.

– ¿Quiénes?

Etchenaik, arrastró un cierto cansancio, acaso fingido.

– No sé. Y ahora ya no me interesa. Lo que lamentaría es que al pibe le pasara algo.

Don Mariano se puso de pie.

– ¿Dónde estaba?

– Tucumán y Talcahuano, una cúpula -Etchenaik buscó los ojos del abogado, pero ahí no había nada-. Y hablo porque el asunto ya no me interesa… Esto mismo se lo diré a Berardi. Reviéntense entre ustedes.

Huergo lo miró un instante en suspenso, como si sintiera descender un hueso atascado en su garganta.

– ¿Es todo lo que vino a decir?

– Sí.

– Entonces, váyase.

Etchenaik cruzó frente al otro y se instaló en el sillón. Sacó un nuevo cigarrillo, cruzó las piernas.

– ¿Tiene fuego?

– Váyase.

– Don Mariano -dijo guardando el cigarrillo-. Todavía tenemos que hablar de plata.

Afuera sonaron las sirenas de los autos policiales atravesando la noche.

86. Trapos sucios

El pulgar de Etchenaik señaló por encima de su hombro el barullo de las sirenas, la calle en general, Buenos Aires, el país. Dejó que ese gesto hablara vagamente por él.

– Fíjese cómo están las cosas, abogado. No hay tranquilidad ni estabilidad en ninguna parte. La gente no tiene plata; yo también tengo que velar por mi negocio… ¿Quién me paga los dos días de laburo?

– Usted es una porquería.

– COFADE -dijo Etchenaik como quien enciende una mecha.

El humo de la pipa se alteró por segunda vez en la noche. La línea de la mandíbula se dibujó neta y rígida.

– COFADE, Río Cuarto, 1969… -la mecha encendida corría por el piso, chisporroteaba-. ¿Sigo? No es que me interese el asunto pero me he puesto al tanto de un montón de asuntos esta tarde.

– Cuídese -don Mariano echó mano al bolsillo, sacó la billetera y la entreabrió-. ¿Cuánto quiere?

– De ahí, no.

– ¿De dónde?

– Quiero otro igual al avioncito, en blanco. Si quiere le hago también un recibo, en blanco por supuesto, para que después le pase la cuenta a Nancy, a su prima.

El otro no dijo nada. Sacó la chequera, firmó uno, le puso la fecha y lo dejó sobre la mesita. Se levantó y abrió la puerta.

Etchenaik agarró el cheque y lo miró minuciosamente.

El abogado esperaba con el picaporte en la mano.

– Cuídese, le reitero. Sé cómo tratar a tipos como usted.

Mariano Huergo salió y de inmediato lo sustituyó la mucama en el marco de la puerta.

Recorrieron nuevamente el pasillo y cuando estaban en la puerta de calle, Etchenaik dijo:

– Por favor, olvidé los cigarrillos.

– Un momento -dijo la mujer con odio. Se volvió rápidamente y desapareció.

Etchenaik fue hasta la pared del fondo, descolgó un cuadro chico sin esfuerzo, lo puso bajo el saco y cruzó los brazos.

Cuando la mucama regresó con los cigarrillos, no hubo tiempo para despedidas formales. Apenas se salvó de que no le aplastara los dedos del portazo.

Puso en marcha el Plymouth, metió el cuadro bajo el asiento y bajó las ventanillas para que entrara el aire filtrado por las hojitas rumorosas de los añosos abedules o lo que fueran.

Lindo vientito, al fin; linda la noche. El Mercedes se había ido, quedaba el Peugeot blanco y embarrado. Se decidió y arrancó lentamente. En la primera esquina dobló a la izquierda rumbo a Libertador; en la siguiente volvió a doblar a la izquierda y luego otra vez, disminuyendo la velocidad. Terminó de dar la vuelta manzana y se detuvo cerca de la esquina. Desde ahí podía ver la verja, el frente irregular.

No tuvo que esperar mucho. A los cinco minutos la puerta se abrió y el doctor Huergo salió apurado. Etchenaik puso en marcha el motor y sólo aceleró cuando el auto blanco llegaba a la esquina.

En Libertador fue fácil colocarse ligeramente atrás, en el último carril de la derecha y cuidando no ser sorprendido por los semáforos. El doctor Huergo conducía impetuosamente y no vacilaba en usar la bocina a mansalva. Al llegar a Coronel Díaz dobló a la derecha y trepó rápidamente por la calle empedrada. Etchenaik lo siguió. Cruzaron Las Heras, el auto blanco avanzó dos cuadras más y dobló ahora a la izquierda. A los trescientos metros estacionó frente a una bocacalle mal iluminada.

Mariano Huergo bajó, cerró la puerta con cuidado y entró en la cortada.

87. Dos petisos

Etchenaik pasó lentamente bajo el farol de la esquina y se detuvo en el extremo opuesto a la bocacalle por la que había entrado el abogado, veinte metros más allá. Girando la cabeza pudo ver el puño rápido que golpeaba la puerta de madera, los breves pasos nerviosos por la vereda rota, la insistencia que sólo se calmó al encenderse la luz detrás del paredón. La puerta se abrió y después de un diálogo breve se cerró tras el visitante.

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