Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Escúcheme: yo hablo con Berardi el viernes, no antes. Si se ponen de acuerdo entre ustedes, mejor. Hable con él. Dígale inclusive que estuvo conmigo… Pero yo no puedo cambiar nada. Usted no me da elementos.

Se paró y fue hasta la ventana. Tenía unas ganas locas de salir corriendo a Tribunales, terminar con esto.

– ¿No me puede decir más de lo que me dijo? -insistió.

– No serviría de nada.

– Usted sabrá.

– Creo que mi primo tenía razón.

Etchenaik no hizo ningún comentario. Finalmente ella también se puso de pie, habló con lentitud.

– Entendido. Volveremos a hablar. Todavía no sé si puedo confiar en usted.

Etchenaik levantó las cejas, como si él tampoco pudiera hacerlo.

Justina Huergo había recobrado algo de aquella imagen que apareciera enmarcada en la puerta del pasillo horas atrás. Ahora el gesto indicaba que todo volvía a su lugar, que se reintegraba a un ámbito y un modo habituales.

– Buenas tardes -dijo sin extender la mano.

– Buenas -contestó Etchenaik desde lejos, moviendo apenas la cabeza.

Apoyado en el marco de la ventana esperó verla salir del edificio. La vio empinarse en el cordón de la vereda para llamar un taxi con la armonía del nadador al borde de la pileta. Fueron las últimas imágenes que le quedaron de ella.

Se puso el saco y ya se iba cuando vio el rectángulo rosado semioculto entre los papeles del escritorio. Mientras se dirigía al ascensor comprobó que era un cheque del City Bank en blanco, firmado por Mariano Huergo.

79. Los novios de la torta

Cruzó la plaza entre cagatintas atareados y se detuvo en la vereda de Tribunales. Desde allí, la vieja cúpula de la esquina parecía el remate de una de esas tortas de casamiento de varios pisos separados por columnitas. Sólo faltaban los muñequitos: él, morocho; ella, rubia y con tul. La torre tenía aberturas hacia todos los frentes, ventanas cuadradas que remataban en semicírculo con vidrios de colores. La puerta del edificio estaba a quince metros de la esquina. Tony lo saludó desde la ventana del bar. Cruzó Tucumán.

El gallego acometía en esos momentos un especial de milanesa que no era el primero, según las huellas que quedaban en la mesa. Tenía un vaso de vino vacío junto al plato y una valijita con la inscripción SEGBA en letras blancas de molde apoyada en la pata de la silla.

– Contame -dijo Etchenaik sentándose.

Tony lo miró con satisfacción.

– Fue fácil. De entrada olí algo raro. La cúpula tiene puerta a la terraza y entonces me dediqué a hacer bastante ruido en el techo mientras revisaba la antena y toqueteaba los cables. Salieron solos.

– ¿Qué hizo Vicentito?

– Nada. Es rubio, como en la foto, pero tiene cara de distraído, de no entender demasiado de qué se trata. Los bigotitos parecen hechos con lápiz… La cosa es que me les metí adentro con el pretexto de las llaves de luz.

El gallego echó una mirada de control a la puerta y se empinó infructuosamente el vaso vacío.

– ¿Lo vas a llamar?

– ¿A quién?

– A Berardi, viejo… Llámalo y a cobrar.

Etchenaik desvió la mirada de la ventana.

– No vamos a hacer nada por ahora.

– ¿Qué pasó?

– Aparecieron la madre del pibe y su primo, un abogado, para pedirme que no me moviera. Hay bronca entre ellos, extorsión de por medio.

Etchenaik sacó el cheque y lo puso sobre la mesa.

– Me lo dejaron al irse.

El gallego lo examinó sin tocarlo, como a un bicho.

– ¿Dónde está la trampa?

– No sé. Tiene pinta de falluto, ¿no?

Etchenaik buscó obstinadamente al mozo. Lo divisó tras una columna para volver a perderlo de vista. En ese momento Tony dio un salto.

– La puta que los parió -dijo haciendo ruido con la silla.

Al gallego le faltaban brazos para ponerse de pie y manotear la vajilla sin dejar de mirar por la ventana.

– ¡Se lo llevan! -gritó desembarazándose a patadas de la mesa como quien trata de salir del cajón de un ropero-. Vamos, que se llevan al pibe.

El veterano llegó a la calle y alcanzó a ver el Peugeot blanco que atravesaba Uruguay.

– Anda vos arriba a ver qué pasó con los otros -dijo Tony corriendo tras un taxi.

Etchenaik lo vio subir, vio cómo el taxi forcejeaba entre una bicicleta y un colectivo, tardaba años en hacer los metros que faltaban hasta la esquina. Entonces entró al edificio.

El viejo ascensor jaula estaba abierto. Apretó el botón del último piso. A la altura del tercero vio a una pareja que bajaba apresurada, saltando de dos en dos los escalones, sin cuidarse del ruido. Él era morocho y llevaba un bolsón grande en la mano. Ella era rubia y agitaba el pelo largo al caer con los dos pies en los descansos.

Etchenaik dedujo que sin duda no eran los dos novios de la torta y abrió la puerta para detener el ascensor. El artefacto quedó clavado entre el cuarto y el quinto. Apretó el botón de PB pero era difícil que aquello volviera a funcionar por el momento. Abrió nuevamente la puerta y forcejeó para trepar hasta el quinto, de panza, ayudándose con las manos, voleando las piernas.

Se incorporó y limpió sin fe las manchas de grasa en el saco. Puteó bajito. Desde una puerta entornada, un niño desdentado y sin duda feliz de su presencia le sacaba la lengua.

80. Los desconocidos de siempre

En el séptimo piso Etchenaik sólo encontró una puerta amarilla con innumerables marcas de dedos alrededor del picaporte. Junto al zócalo, una lata de duraznos con una plantita seca era el único signo de que se trataba del acceso a una casa y no a una jaula o depósito de desperdicios. Del ángulo opuesto a la puerta amarilla salía una escalera de cemento con una sola baranda de hierro. En el extremo de la escalera estaba el cielo.

Subió y se encontró con la terraza. La puerta que habitualmente ocultaba las nubes parecía un papel arrugado contra la chimenea cubierta de hollín. Había una llanta vieja, un triciclo oxidado, cajones de cerveza, alambres retorcidos. Eran los restos de un naufragio, objetos unidos por la casualidad y el deterioro.

La cúpula tenía una sola puerta de metal, entreabierta. El sol daba contra los vidrios de colores, el alambre del pararrayos se agitaba frente a la ventana. Etchenaik se acercó lentamente pegado a la pared y con una patada precisa abrió la puerta, que fue y volvió con un pestañeo violento. El ruido hizo volar a las palomas, que brotaron con el sosegado escándalo acostumbrado. Adentro, los papeles que estaban sobre la mesa pintada de rosa se dispersaron. Algunos todavía no habían tocado el piso cuando ya Etchenaik estaba ahí, el revólver en el aire.

Parado en medio de la habitación vacía miró a su alrededor y recordó la escena de una película francesa: él era un oficial SS, los «maquis» lo esperaban pegados al suelo del entrepiso; subía así por la escalera caracol y al asomar medio cuerpo era recibido por una ráfaga de ametralladora. Ahora caía hacia atrás golpeándose con los escalones de hierro mientras los impactos lo perseguían para rematarlo y saltaban los pedazos de revoque que sentía sobre la cara. Los otros pasaban sobre su cadáver, corrían junto a la cama, destrozaban las almohadas para sacar las armas ocultas, guardaban los papeles en bolsones mal cerrados, huían entre maldiciones dejando un vino inconcluso, la calidez del humo.

Se sentó en la cama deshecha y un momento después oyó pasos apurados. Se asomó y vio al gallego que llegaba quejoso y dolorido.

– Se te escaparon, gil -dijo Tony cuando estuvo junto a él.

– Yo subía y ellos bajaban. ¿Y vos?

– Los perdí en seguida y no llegué a tomar la chapa. Cuando nos paró el semáforo de Córdoba, ellos pasaron y el tachero no quiso seguir. Entonces me bajé y allá se quedó puteando.

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