Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Usted ya lo sabe… ¿Para qué me lo pregunta?

La dama giró la cabeza pero el primo y abogado parecía estar en otra parte.

– Mi marido le encargó localizar a Vicentito.

– Vio que sabía… -Etchenaik sacó sus Particulares y convidó, pero sus visitantes parecieron no enterarse. Encendió uno, despacio-. Ahora dígame cuál es el problema real.

– Usted sabe dónde está mi hijo.

– Todavía no.

Nancy sonrió como si se hubiera enterado de un triunfo en las preliminares de Arkansas.

– Entonces deje ese asunto -bajó la mirada buscando el broche de su cartera de cocodrilo o bicho similar-. Le doy el doble de lo que le paga mi marido con tal de que deje el trabajo. Lo llama y le dice que no lo encontró y ya está.

– Se equivoca, señora -el tono de Etchenaik era didáctico, casi paternal-. Si usted quiere que Berardi no encuentre a Vicentito no es ésta la manera. Yo soy uno de los tantos rastreadores de gente que hay en Buenos Aires. Como su marido me contrató a mí puede llamar a cualquiera.

Hubo una pausa que Etchenaik usó en mirarla bien, mientras Nancy se ocupaba de sus guantes, hacía la peor literatura, en cualquier momento lagrimeaba o tiraba otra cachetada.

– ¿Y usted sabe dónde está? -dijo el veterano.

– No. Claro que no.

– Y no le interesa saberlo, ¿eh?

– Exactamente.

El primo salió de su inmovilidad, echó ceniza en el cenicero y quedó acodado en sus rodillas.

– No pregunte más, Etchenaik o como se llame -dijo lentamente-. Acá la cosa es clara: Berardi no debe encontrar a Vicente. Usted puede seguir con su alcahuetería, pero los resultados los tendremos primero nosotros. Cambia el cliente. ¿Está claro?

El doctor Huergo no dudaba de su claridad. Habitualmente no dudaría de nada.

– Está claro -dijo Etchenaik.

– ¿Entonces?

– Entonces, no.

77. Lagrimitas

La cara del doctor Mariano Huergo amargó un gesto de asco, después tornó a la bronca, se decidió por un cinismo contenido.

– No se dé esos lujos, alcahuetón.

El veterano estaba aparentemente más allá del bien y del mal; sobraba la situación sin cartas, a pura intuición.

– Usted comprenderá, abogado… No puedo cambiar de cliente a mitad de un caso. Están la ética profesional y esas cosas…

El otro iba a replicar pero la hermana desbordó:

– Mi marido es un infame y quiere utilizar a Vicentito contra mí -dijo de un tirón.

Etchenaik movió el culo en el sillón.

– ¿Cómo es eso?

– A este tipo no le interesan tus intimidades, Justina -dijo el abogado ya sin ninguna paciencia.

– Es necesario que le cuente, Mariano; si no, no me ayudará…

– No seas estúpida. ¿No ves que lo único que le interesa es sacarte la mayor cantidad de dinero posible? Está especulando con eso.

El tono de voz cambió al encararse con Etchenaik, que asistía al diálogo con los brazos cruzados.

– Escúcheme: acá hay más guita de la que usted se puede imaginar -dijo mostrándole la chequera como si fuera un carnet.

Etchenaik se paró, puso las manos sobre el escritorio.

– Estoy cansado de oír estupideces -dijo-. ¿Usted piensa hablar, doña Justina?

Mientras ella vacilaba, el abogado arrastró su silla hacia atrás, se levantó violentamente.

– No me pidas otra vez que te acompañe.

Metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y lo tiró sobre el escritorio.

– Y acá tiene por si se da cuenta de lo que tiene que hacer.

Etchenaik no hizo un solo gesto. Cuando sonó el portazo trató de que no se volaran los papeles.

– Sigamos -dijo.

Nancy Reagan estaba transfigurada. Como si todo superara lo esperado, hubiera llegado demasiado lejos:

– Mi marido me quiere extorsionar -dijo en un sollozo-. Esa es la verdad… Aunque estamos separados desde hace un año y medio, poco después de que se fuera Vicentito, nunca me dejó tranquila.

– ¿Es muy fuerte la carta que tiene Berardi contra usted?

Las delicadas lagrimitas recorrieron lentamente las tostadas y bacanas mejillas. Levantó los ojos apenas, clavó la mirada unos centímetros debajo del mentón de Etchenaik.

– Sí, muy fuerte. ¿Es preciso que sea más explícita?

– Como quiera. Si ayuda…

Nancy se mojó los labios con la punta de la lengua. Sacó un pañuelito. El asunto venía para largo.

Etchenaik se sentía vagamente incómodo ahora. Y no era solamente por el giro que parecían tomar las cosas. Lo que le molestaba era la extraña redondez de los diálogos, la cantidad de veces que se había hablado de dinero. Ahora tenía a la dama lagrimeando ante él y le aburría la posibilidad de que todo comenzara a mezclarse hasta lo intolerable.

– ¿Qué quiere Berardi de usted?

– Dinero, como siempre. Después de la muerte de mi padre se embarcó en negocios que lo arruinaron. Todo lo que tiene es mío pero parece que no le alcanza.

– ¿Y cómo piensa usar a Vicentito contra usted?

– Creo que no se lo diré, Etchenaik.

El veterano estaba cansado.

– Bueno… No me da muchas alternativas, señora.

En ese momento sonó el teléfono.

– Hola -dijo Etchenaik.

– Buenas noticias. Hace quince minutos que localicé al pibe.

La voz de Tony sonaba tranquila con un fondo rumoroso de bar.

– Qué bueno -dijo Etchenaik.

Y Justina Huergo de Berardi le miró como si pudiera leer en su cara lo que no debía leer.

78. Una profesión estúpida

Podría haber colgado con una evasiva pero quería saber algo más, dónde había terminado la cacería, el estado de la presa.

– ¿De dónde me hablas? -preguntó con la extraña sensación de que la mujer atenta frente a él comprendía, oía absolutamente todo.

– De un bar que queda frente a Tribunales. Tucumán y Talcahuano. El pibe está en la cúpula de este edificio, en el altillo que me dijiste. Vive con otro punto y una mina. Se dejó el bigote pero lo reconocí fácil… Me les metí adentro con el pretexto de revisar la antena y la instalación eléctrica.

Etchenaik se lo imaginó con la valijita azul de lata, el mameluco y el tono casual que habría improvisado. Sintió un vago estremecimiento de ternura.

– Quédate ahí, en media hora estoy con vos.

Tony hizo un comentario acerca de su aptitud profesional y colgó. Etchenaik siguió con el tubo en la mano.

– No creo que la mujer sea tan estúpida como para engañarlo al lado de su casa. Debe haber algún error -dijo.

Durante la pausa siguiente giró el sillón, que quedó paralelo al escritorio, y se rió fuerte. Justina Huergo intentaba vanamente encontrarse con su mirada.

– Noooo -improvisó el veterano a la línea vacía.

Mantenía un aire displicente que se supone deben tener los periodistas de película.

– Bueno, entendido -dijo finalmente luego de otra risita-. En media hora te veo. Hasta luego.

Cuando colgó lo esperaba el rostro ansioso de ella.

– ¿Alguna novedad de Vicentito?

– No, otro asunto: buscar pruebas de adulterio.

Nancy se retrajo y Etchenaik insistió, divertido:

– Es el tipo de trabajo más frecuente: seguimientos, pesquisas, vigilancia conyugal. El detective privado que descubre crímenes antes que la policía o encuentra las joyas y seduce a la muchacha son cosas de la peor literatura. La realidad es ésta: una oficina, un teléfono y la espera del cliente como en cualquier boliche. Además del riesgo de quedar con un ojo menos o un hueso roto.

Pero la dama no parecía dispuesta a escuchar el balance de riesgos y beneficios de una profesión tan estúpida.

– ¿Y lo de mi hijo?

Ya no había restos de temblores ni llantos.

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