Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Mocosos de mierda -dijo sentándose.

– ¿Por qué es la cosa? -dijo Etchenaik sin interés.

– No sé. Todos los días hay un quilombo nuevo. El decano es un imbécil: primero les da soga, y después, cuando no los puede parar, pasa esto.

Silva se restregó los ojos y recompuso la cara. Tenía un bigotito fino, ornamental.

– ¿Y?

– Te necesito -dijo Etchenaik como tocándolo con una caña a través de los barrotes.

70. Calor de hogar

Silva lo miró sin inquietud, satisfecho de que lo necesitaran, contento de que lo citaran en la pizzería «La Temblona», feliz de tener alguien con quien compartir un pasado que solía parecerle ilusorio de tan lejano.

– ¿Qué necesitas?

– Vos hace mucho que laburás acá; desde antes del '70.

El bigotito de Silva se curvó pícaro, casi cómplice:

– En el '67 fue el bolonqui y tuve que saltar… En marzo del "68 empecé acá. Se labura cómodo y no hay riesgos.

– Necesito que me pases algunos datos sobre dos alumnos… -trató de abreviar Etchenaik.

– El fichero es completo y para vos no hay problemas -hizo una pausa-. Ni te pregunto para qué los querés.

El veterano sintió que la oscura familiaridad de Silva lo hacía extrañamente vulnerable.

Agarró una servilleta de papel y la extendió sobre la mesa. Escribió los dos nombres, mientras la tinta se borroneaba estúpidamente.

Giró el papel hacia el otro.

– La mina me suena; tiene ficha, seguro. El otro no sé. ¿Es urgente el dato?

– Sí.

– Llámame mañana. ¿Vivís siempre en Flores?

– No, me mudé al centro.

Y no dijo nada más, no pudo ir más lejos.

– ¿Y qué haces?

– Nada, qué voy a hacer… Estoy jubilado. La paso bien.

Silva inauguró una sonrisa plena e inexpresiva, tan repentina como había sido la bronca del principio. Se ponía y se sacaba los gestos sin transición. El resultado era siempre desagradable.

– Disculpame -dijo Etchenaik parándose, torpe, aturdido-. Estoy apurado. ¿Te llamo a mediodía?

– Eso es.

Silva dio el teléfono, lo retuvo, lo humilló con precisiones, quiso tantearlo antes le de que se fuera:

– ¿No ves nunca a alguno de los muchachos?

Etchenaik se detuvo junto a la puerta, fue un instante apenas.

Después negó con la cabeza, murmuró algo incomprensible. Guiñó un ojo y salió.

Recibió el aire ahora limpio de Independencia como el que busca la superficie del agua con los pulmones a punto de estallar.

Desde el bar donde había estado a la tarde llamó por teléfono al gallego.

– Caminé al pedo todo el día, Tony: tengo algunas puntas más pero es muy poco. ¿Vos conseguiste algo sobre Berardi?

– Nada todavía. Mañana temprano, seguro que sí. Pero ahí hay guita grande, Etche. Muy grande.

– Mejor. ¿Algo más?

– Sí. Llamó Alicia. Te espera a cenar. Se quejó de que la tenés abandonada.

Etchenaik se rió, pero poco.

– ¿Vas a ir? -preguntó Tony.

– ¿Me dejás?

– Te va a hacer bien. Toma sopa, repetí el postre. Chau.

Como Etchenaik no contestó, el gallego lo tanteó al vuelo:

– ¿Te pasa algo a vos?

Pero no hubo respuesta. Sólo un ruidito, un zumbido, el silencio.

– La ficha -simplificó Tony-. Se le acabó la ficha.

Etchenaik estacionó el Plymouth bajo la sombra tupida de los plátanos de la calle Sarmiento. Antes de bajar del auto guardó el revólver en la guantera, se peinó como pudo en el espejito retrovisor, se secó otra vez la frente y el cuello.

La puerta del edificio estaba abierta. Llamó el ascensor, se dio una última, insatisfactoria mirada en el espejo mientras se toqueteaba la ropa y admitió que se sentía muy mal esa noche. Tal vez no había hecho bien en venir y, además, no traía nada.

Tocó el timbre en el 6° F.

Hubo un taconeo y la puerta se abrió.

– Hola papá -dijo Alicia.

71. Camisetas

Ella estaba parada con la puerta abierta, le ofrecía la mejilla olorosa de vapores, de humos de comidas.

– Hola -dijo Etchenaik y apretó el hombro que remataba un moñito del delantal de cocina-. ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Y vos?

– Bien… Muy bien.

– ¿Jugando a Mike Hammer?

El veterano asintió sonriendo, casi ruboroso.

– ¿Qué te pasó en la ceja?

La mano de la hija le tocó la herida todavía demasiado roja y clesprolija de pelos y restos de curitas.

– Un chiste de carnaval, unas mascaritas… En serio: unas mascaritas, Alicia.

Ella no lo había hecho pasar todavía. Lo miraba como si no lo reconociera, con curiosa ternura. Se empinó -era bajita al lado del padre algo vapuleado pero lungo al fin- y le dio un beso, una bienvenida.

– Vení, pasa. Cuando Marcelo supo que venías no quiso ir a cenar a casa de un amiguito. Quiere mostrarte una camiseta del equipo que formaron en la colonia de vacaciones. Se está bañando ahora…

Caminaron por el pasillo, atravesaron el living chico y saturado de muebles con el televisor encendido. Alicia se detuvo en la puerta de la cocina, se dio vuelta:

– Hace un ratito llamó García, tu socio.

– ¿Para qué?

– Dice que volvieron a llamar por el caso de ese Balverde.

– Berardi.

– Eso: Berardi.

– ¿Te dijo qué querían?

– No. Que te van a llamar mañana a mediodía.

– Ah.

Ella sonrió levemente. Tenía un rostro claro, de rasgos dispersos y apenas insinuados. En realidad era toda así, excepto las caderas elocuentes:

– ¿Por qué no me tomas de secretaria?

El veterano le puso la mano en la cabeza:

– A mí me gusta la policial clásica y ahí el incesto no está previsto… ¿No viste lo que pasa entre los detectives y sus secretarias privadas?

Alicia no hizo caso del chiste tonto, forzado.

– ¿Te pasa algo?

Etchenaik se quitó el saco, lo tiró sobre una silla.

– Nada.

Se instalaron en la cocina. Mientras ella ponía la mesa, controlaba las milanesas en el horno, lavaba la lechuga, el veterano tomaba vino blanco con hielo en una silla de paja, sobreviviente de la vieja casa de Flores, y se aflojaba de durezas. Las padecía como si el fluir de la sangre arrastrara piedras, obstáculos, fuera una marea lenta y dificultosa que soportaba quién sabe desde cuándo.

– ¿Me vas a contar? -dijo Alicia.

– A veces hay que tratar con gente que te revuelve todo -dijo mirando al piso-. Basura, nena…

– ¿Con quién te encontraste?

– Vos no te vas a acordar: Silva, uno cabezón… Estuvo en casa varias veces, cuando vos eras chica.

Ella hizo un gesto indefinido, interrogó otra vez con los ojos.

– Es tira en la Universidad: ficha a los estudiantes, botonea… Cobra por eso.

– ¿Y qué te extraña? ¿Qué te molesta tanto?

– Que para él soy uno de ellos.

Alicia resopló con desaliento, como si cayeran en una situación repetida, gastada y sin salida:

– Oíme, viejo… ¿Qué clase de tipo sos? ¿Vos te abriste, no? Hace mucho que te abriste.

En ese momento apareció Marcelo. Estaba desnudo, con el pelo mojado y tenía una camiseta de Chacarita en la mano:

– Abuelo… ¡Mira la camiseta de mi cuadro!

Lo agarró, lo sentó sobre la mesa, se la puso:

– Linda camiseta, Marcelo. Chaca corazón.

72. Freud

La cocina reconstruyó un clima que ya Etchenaik había casi olvidado: crepitar de aceite, voces tibias y gritonas, olor a pis de gato; una vieja panera -demasiado vieja para su frágil corazón-, el increíble mundo de Marcelo.

– Chacarita no salió campeón nunca, abuelo.

– Sí, salió.

El puré sufrió un violento tenedorazo de euforia y revelación:

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