Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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La mirada pareció perderse en una lejanía de frutales y hortalizas. Continuó embalado:

– Se divertía mucho cuando iba: andaba a caballo, comía fruta verde, esas cosas… -en la imaginación del veterano ya la chacra tenía su entrada de paraísos, el pequeño tractorcito; desde la ventana se veían interminables hileras de tomates-. Sería una lástima que…

El muchacho se pasó la mano por el pelo desordenado. Cebó un mate y se lo extendió sin necesidad de preguntar. El tío del campo lo recibió con naturalidad.

– Cuando se fue no dijo nada -casi se disculpó Esteban-. Le puedo dar direcciones o teléfonos donde preguntar, pero difícil. Tal vez no esté ni en Buenos Aires.

Etchenaik rubricó la información con un ruidoso sorbo del amargo.

– Está muy bueno. El mate, digo.

Y se miraron de frente por primera vez.

68. Recuerdo de Plaza Italia

Esteban se levantó de la mesa y revolvió algunos papeles sobre uno de los escritorios.

– Lo decidió de un día para otro y no nos dio demasiadas explicaciones -dijo sin volverse-. Se fue solo y al otro día regresó con un amigo en una pickup para llevarse todo.

– ¿Una pickup?

– Una camioneta; de ésas para cargas, como las de los fleteros.

– Ah… una chata. Allá les decimos chatas. En la chacra tenemos una Ford F100, vieja.

– Ah -Esteban sonrió, volviendo ahora sí la cabeza desde el escritorio.

– Hacía como dos años que vivía acá, ¿no?

– Sí. Desde el comienzo de la facultad. Yo soy de Coronel Dorrego; nos conocimos en una clase y nos hicimos amigos: Vicente, Cora y yo.

– ¿Quién es Cora?

– La novia.

El muchacho se acercó con la libreta de direcciones que al fin había encontrado.

– Le voy a pasar algunos teléfonos y direcciones que tengo.

Se sentó y distribuyó la libreta y papeles sueltos sobre la mesa. El pelo le caía en la cara, llovía enrulado sobre la frente.

– Usted pregunte. Cora no tiene teléfono pero acá está la dirección de Adrogué.

Etchenaik reconoció la calle y el número que tenía en el papel doblado en su bolsillo.

– Estos Paz Leston, ¿son los oligarcas?

– Sí. Cualquier guita; pero la piba… -Esteban hizo un gesto que quiso ser significativo; pero qué significaría…-. Una gran piba.

El tío no acertó con la pregunta que correspondía. En cambio, aceptó un nuevo mate.

– Están en segundo año, ¿no?

– Sí. Por ahí andamos.

– ¿Y Vicentito, no habrá largado los libros?

La pregunta y el mate quedaron a mitad de camino porque el ruido del picaporte los hizo volver la cabeza. En el marco de la puerta que daba al interior había un hombre corpulento de grandes bigotes caídos. Pese a la calvicie avanzada, no tenía muchos años más que el otro.

– Vení, Esteban, ayúdame con las sillas -dijo con rudeza.

El muchacho se levantó apresurado y dijo algo que quiso ser una solicitud de permiso o una disculpa. La puerta se cerró detrás de los dos.

Etchenaik fue inmediatamente hasta el escritorio y observó sin tocar nada; luego hizo lo mismo con la biblioteca. En un ángulo, apoyada sobre el lomo de dos libros, había una mala foto tamaño postal con los ángulos doblados. La pareja joven sonreía con cara de travesura en una Plaza Italia con colores de utilería. Ella se apoyaba aparatosamente en él, con el otro brazo en la cintura; el muchacho rubio, casi desdibujado, aparentaba ingenuidad con las piernas separadas y las manos unidas adelante. Etchenaik dio vuelta la foto y leyó: «Cora y Vicente, Plaza Italia». Cuando escuchó el ruido de la puerta se la guardó en el bolsillo.

– Disculpe -era el de bigotes el que había aparecido-. Me dice Esteban que usted busca a Vicente. No sabemos nada de él. Le conviene llamar a la casa, a los viejos.

El tono pretendía ser amable ahora pero no ocultaba la mera intención de parecerlo. El tío del campo recuperó su sombrero.

– Gracias, no quería molestar. Creo que me arreglaré.

Nadie dijo nada. Etchenaik optó por dar unos pasos hacia la puerta.

– Mañana salgo para Santa Rosa y… -la pausa sólo sirvió para acentuar el silencio-. Buenas tardes, ha sido un… un placer.

El de bigotes arbitró los medios para que inmediatamente estuviera afuera, en el pasillo y camino del ascensor marchito.

– Que tenga suerte -dijo.

Y cerró con un golpe que no se la deseaba.

69. Silva y Cía

Aunque permaneció más de un minuto pegado a la puerta que el pelado de los bigotazos le había clausurado para siempre, Etchenaik no pudo oír un ruido, reconocer una voz.

Miró el reloj. Las tres y diez. Se largó por la de mármol castigado y ya en la vereda pudo ubicar la ventana del tercer piso. Caminó hasta la esquina de San Juan y entró a un bar. Ante la mirada ociosa del gallego que compartía el mostrador con un gato eligió una mesa desde donde podía controlar el movimiento del edificio.

Tomó un café, luego otro. No pasó nada. A las cuatro menos cinco se fue.

Ocupó el resto de la tarde en recorrer extrañas buhardillas por Patricios, departamentos en Palermo Viejo, cafés del centro y de la periferia. Desde el público de un bar de Independencia al dos mil y pico, luego de discar un número que ni recordaba dónde había recogido.

Etchenaik comprobó dos cosas: que ya el tío pampeano era bastante popular entre las amistades del inhallable Vicente; que esa popularidad no lo favorecía.

Volvió a la mesa y desparramó la información dispersa en papeles sueltos y hojas de libreta. Tachó los resultados negativos, una vez más reordenó las pistas y los timbres por tocar. En medio del inventario tropezó con la fotografía de Plaza Italia.

El pibe rubio no logró retener su atención. Ella. Era una foto de ella con él. Lo precario de la imagen no impedía que brillara la soltura, el aire desafiante de la mujer, la mezcla de púas y entrega en la mirada de ojos separados. Y el pelo era blando, pesado, un volumen oscuro y secreto. Guardó todo.

Hacia el atardecer, el bar comenzó a llenarse de estudiantes de la facultad cercana. Los grupos crecían y se disgregaban como gotas de aceite alrededor de las mesas.

Cuando un carro de la guardia de infantería se detuvo frente a la puerta los estudiantes apenas giraron la cabeza, como quien comprueba un hecho cotidiano. Etchenaik puso el dinero con una escueta propina sobre la mesa y se fue.

Minutos después cruzaba la puerta de la Bedelía de la facultad, un edificio ruinoso y sucio, entorpecido de carteles. Tras el viejo mostrador había un hombre con aire perplejo e intermitencias de luciérnaga en el parpadeo.

– Buenas tardes. Quisiera hablar con Silva, de maestranza.

– Un momento.

El hombre se dio vuelta y gritó el nombre a una puerta entreabierta.

– Ya viene -aclaró.

Al minuto apareció un hombre bajo con una gran cabezota adosada al guardapolvos azul como una lamparita de ciento cincuenta. La sonrisa le brotó fácil.

– ¡Qué haces, Etchenique, tanto tiempo!…

– Quiero hablar con vos…

Se sorprendió al escuchar su propia voz, seca y contenida.

– ¿Es importante?

– Más o menos… ¿A qué hora salís?

El de guardapolvos miró su reloj grande y ancho, de petiso.

– En veinte minutos estoy en la pizzería de la esquina.

– Nos vemos.

Primero pasó el grupo de los gritos y los carteles. Al ratito se oyeron las sirenas. Acodado en la mesa junto a la ventana, Etchenaik aspiró de su cigarrillo y esperó sin impaciencia los sordos disparos de las pistolas lanzagases. Los oyó, vio el humito lejano. Al rato, lagrimeando y a las puteadas, apareció Silva en la puerta de la pizzería.

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