Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Entiendo -dijo Etchenaik-. Pero ¿qué es? ¿Una vigilancia, un seguimiento?

– Algo de eso.

El gordo, el señor Vicente Berardi, suspiró y su cuerpo vasto, excesivo dentro de la camisa blanca dividida en dos campos por la corbata azul y roja, se conmovió un poquito. Tendría entre cincuenta y sesenta años pero daba la impresión de llevar esa cara gorda y llena de venitas rojas y violetas desde niño. La plegó en un manojo de arrugas y luego la distendió como quien hace un violento ejercicio de gimnasia facial, casi doloroso.

– Tengo un hijo de veinte años, un buen chico. Se llama Vicente, como yo, y ya hace un tiempo que no vive conmigo. Eso sería lo de menos en otras circunstancias pero no ahora. No sé dónde está y es importante que lo localice. Cuando terminó el secundario no se decidía por nada y me lo traje a la empresa. Lo tuve dos meses en secretaría pero me di cuenta que no le gustaba… Usted sabe: siempre es así. Uno piensa en algo para los hijos pero después… ¿Tiene hijos, Etchenaik?

– Sí. Y nietos.

– Entonces me entenderá.

El veterano hizo su gesto clásico de tal vez.

Justo en ese momento aparecieron los cafés, casi mágicamente sobre el escritorio. La rubia portadora hizo leves ruidos de cucharitas y al instante desapareció sin un sonido, requerida sin duda por la lámpara que la encerraba. Pero el gordo estaría acostumbrado a tales prodigios y rubias funcionales porque no hizo un gesto. Sólo le alargó un sobre con el brazo extendido.

– Éste es el pibe.

Etchenaik sacó la foto y lo vio: un rubiecito descolorido con un velero alrededor.

Ahora había que juntar la cara de la foto con el rubio real.

66. El sueño del pibe

La fotografía fue a parar al bolsillo del saco de Etchenaik como si se la comiera.

Y el gesto fue el acuerdo tácito, la conformidad con un laburo que todavía no estaba conversado pero que ya tenía la materialidad de una cadena tendida entre el veterano y ese colorido cartoncito, entre el gordo del escritorio y su rubio opaco, fugitivo familiar.

– Dígame los detalles, Berardi.

– Es todo bastante reciente -dijo el ejecutivo como si fuera una disculpa, un atenuante de qué-. Una tarde, dos años atrás, apareció por acá para decirme que iba a estudiar algo raro. Creo que Antropología o algo así. Sé que le di poca bola pero no me opuse. Eso era mejor que andar boludeando en la puerta de los boliches de la Recoleta. Pero a los pocos meses, un domingo luego de una discusión de sobremesa, se animó a plantearme lo que yo esperaba desde hacía tiempo: quería irse a vivir solo. Solo no, bah. Con dos compañeros a un departamento por Boedo.

– ¿Conocía a los otros?

– No. Pero eso no importa demasiado.

Etchenaik se guardó la pregunta que flotaba ahí.

– Me interesaba cómo se las iba a arreglar, porque en ese entonces no trabajaba. Me contestó con vaguedades, más optimismo que posibilidades reales. Yo le recordé que en casa nunca le había faltado nada.

– Hizo la justa -dijo Etchenaik enterrando el cigarrillo en el cenicero de cristal.

El gordo lo miró un momento y sonrió.

– Usted me gusta… Habla poco, no pregunta de más. Va al grano y los aspectos sentimentales no lo alteran en nada. Es como yo. De otro modo no sería lo que soy.

El excesivo ademán de brazos abiertos y extendidos abarcó mucho más que aquella oficina impecable.

– ¿Y qué pasó después? -soslayó Etchenaik.

– Al pibe le pasó algo. Puedo poner las manos en el fuego por él -otra vez el gesto fue teatral- y no pienso que ande en nada reprobable, pero me preocupa no tener noticias desde hace tres meses. Quiero saber dónde está, qué hace. En fin… me gustaría ubicarlo. Nada más que eso: ubicarlo. Sin que él se dé cuenta, por supuesto. No quiero interferir en su vida si él está bien y contento. ¿Me entiende?

– Sí.

Etchenaik metió la mano en el bolsillo y sacó un formulario.

– Tony ya le explicó la cuestión de los honorarios -dijo con una voz que ni él mismo reconocía-. Si lo localizamos en menos de una semana, es esa guita. Pero si en ocho o nueve días no hay noticias, me paga los viáticos y volvemos a conversar. Llene esto, por favor. Es el contrato ordinario.

Berardi observó unos instantes el papelerío. Murmuró su aprobación y comenzó a llenarlo prolijamente.

– Necesito algún dato más -dijo Etchenaik-. Amistades. ¿El de Boedo es el último domicilio que conoce?

– Sí, dése una vuelta. Además está la novia, una compañera de facultad que vive en Adrogué. Le doy por escrito nombres y direcciones.

Cuando terminó el contrato, Berardi cubrió prolijamente con su letra regular y neutra una hoja en la que el esquema convencional de una fábrica, con humito y techo anguloso, ocupaba casi un tercio.

– Aquí tiene mi dirección de la planta de Avellaneda también -dijo.

– El sueño del pibe.

– ¿Cómo?

– Olvídelo.

Etchenaik dobló en cuatro el papel, lo guardó y se puso de pie.

– El viernes tendrá novedades -dijo antes de cerrar la puerta.

67. El tío del campo

Dejó el Plymouth en San Juan y la cortada. Era una calle impersonal de veredas vacías y desparejas. Parecía un pasillo de inquilinato. Los viejos árboles habían sido reemplazados por ramitas verdes de futuro incierto. Un sol obsesionado quería reventar las baldosas. En seguida localizó el edificio de cinco pisos, en la vereda de enfrente, junto a una funeraria.

El ascensor no andaba. La escalera de mármoles gastados lo llevó penosamente al tercer piso. Un orgullo profesional que guardaba en el bolsillo interno del saco, arrugado pero todavía utilizable, le indicó que debía reponerse, regularizar la respiración antes de golpear a la puerta amarilla, sucia, con la letra H.

El muchacho que le abrió no tendría veinte años y la somnolencia le entorpecía los movimientos. Tenía el pelo revuelto y las cejas empecinadamente juntas.

– Buenas tardes. Quisiera saber si todavía vive acá mi sobrino.

La voz de Etchenaik se llenó de desniveles mientras un sombrero giraba, convencional, en sus manos.

– ¿Cómo se llama su sobrino?

– Vicente Berardi. Vengo de Santa Rosa.

– Hace meses que no vive acá -las cejas se separaron.

El gesto del tío no fue de contrariedad sino de sorpresa.

– ¿Y adonde se mudó?

– No sé. No dijo.

El veterano se quedó mirándolo, parpadeó. Pasaron algunos segundos. El muchacho sintió que debía hacer algo; cerrar la puerta, probablemente. No obstante, la abrió del todo.

– Yo soy Esteban -dijo haciéndole jugar-. Soy compañero de estudios de Vicente.

Las manos se encontraron con alguna dificultad.

– Santiago Morales, a sus órdenes.

Entraron a una pieza grande y llena de cosas. Había una ventana por la que se veía ropa tendida, techos picados, una cúpula coloreada.

– Así que Vicentito se mudó…

– Hace tres meses.

Esteban le indicó una silla y Etchenaik se sentó en el borde. Desde allí echó una mirada al desorden algo estudiado, los libros sobre los tres escritorios acoplados, los afiches que alternaban una Brooke Shields que el veterano no conocía, con un afiche en blanco y negro ostensiblemente latinoamericano y las consignas de La Sorbona, ya envejecidas de tan originales.

– ¿Y cómo hago para encontrarlo ahora? No voy a estar más que hasta mañana en Buenos Aires.

– Vaya a la casa. Ellos deben saber -dijo Esteban con las manos en los bolsillos.

Etchenaik sonrió, miró el piso, improvisó a lo loco:

– No sé si usted estará al tanto de cómo es mi cuñado -Esteban negó con la cabeza-. Yo no me trato con ellos hace años… Sólo con Vicentito nos hemos seguido viendo. Solía pasar los veranos en la chacra, de pibe…

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