Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Lo esperó así, recordando un proverbio chino o árabe en el que alguien sabio se sentaba en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver de su enemigo. Cuando fueron las tres y diez, él mismo, de pie y malhumorado, vio pasar el cadáver de su amigo Marcial Díaz, llevado por manos de bandoneonistas y cantores, vocales de SADAIC y algún locutor radial de trasnoche. Pero a Etchenaik no se le ocurrió ningún proverbio.

A la hora de los pañuelos habló primero un gordito retórico designado por la Asociación Gardeliana; luego, un flaco espontáneo que improvisó en nombre de los admiradores lagrimeó un poco e hizo sentir mal a todo el mundo. Y después Expósito, que tuteó al cadáver, golpeó el cajón, terminó tarareando la versión de Marcial de «Pedacito de cielo» con su fraseo característico.

Cuando se dispersaron, Etchenaik los dejó ir y se acercó por detrás a uno de los últimos, le puso la mano en el hombro:

– Espere, amigo…

El otro se dio vuelta: morochazo, fornido, el bigote caído sobre las comisuras. Los ojos dieron una vuelta rápida por la cara y los aledaños de Etchenaik.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quiere?

El veterano aflojó la mano, evaluó la edad, el lomo:

– Vos sos una guitarra argentina…

El otro contestó con una expresión de nada, como cuando en las transcripciones de reportajes se ponen puntos suspensivos, un vacío.

– Yo soy un amigo de Marcial o Alfredo, como quieras. Estaba en el boliche la noche que cantó «Café de los Angelitos» y ustedes no entendían nada…

El otro esbozó una leve sonrisa, apenitas.

– Pintos, a sus órdenes -y extendió la mano.

El veterano se la estrechó.

– ¿Y los otros dos muchachos?

El morocho llamado Pintos, guitarrero de tango, uno de los que Ir dieron los acordes finales al patético Alfredo Duggan de aquella noche que ahora parecía lejana, se encogió de hombros.

– Cuando empezaron los tiros bajamos del escenario y salimos. No los vi más. Ahora me enteré por los diarios, cuando vi la foto, que Marcial Díaz era Alfredo.

Etchenaik lo escudriñó hondo. El guitarrero aguantó la mirada casi divertido.

– ¿Qué le pasa? -dijo.

– Nada, nada. Yo no me enteré por los diarios. Yo sé que a Marcial lo asesinaron…

– ¿Lo asesinaron?

– Sí. Los balazos a la dinamarquesa eran para él. Se salvó porque la mina se levantó en ese momento. Esa noche consiguió escapar pero lo reventaron la noche siguiente.

Lo dijo todo seguido, sin especular, total ya estaba jugado.

Pintos miró clásicamente a su alrededor. Los pasillos estaban vacíos pero el programa continuaba: desde el fondo avanzaba un nuevo cajón con su gente, tal vez sus oradores.

– ¿Usted es policía?

– Algo así.

– No entiendo.

– Cambiemos de frente -lo encaró Etchenaik-. ¿Ayudás o no?

62. Un paquete desprolijo

Pintos tenía uñas de guitarrero, pero los dedos conocían otros rigores, además de la sutileza de la bordona y sus hermanas. Por eso cuando le estrechó la mano al veterano en un impulso afirmativo, enfático y contundente, lo machucó:

– Ayudo, Etchenique -dijo con una sonrisa.

– ¿Cómo me conocés?

El veterano abría y cerraba la mano dolorida, ahora le sumaba algo de asombro a la situación.

– Te conozco, digamos, de esa noche… Lástima que sacando vos y yo, esta tarde no haya nadie más de los que estaban en el For Export.

– Pero vos sos…

– Cana.

La chapa relampagueó en la palma, volvió al bolsillo interior.

– Vamos afuera. Estaba previsto que vinieras, pero también que apareciera algún otro. Parece que se borraron todos.

Rehicieron el camino. Etchenaik se sentía como un empleado de oficina al que las compañeras de laburo lo encuentran a la salida de un strip-tease al paso, lo acompañan después con una leve sonrisa humillante.

– Vení. Ahí está Macías. Hace tres días que te busca.

El colorado tomaba un helado de frutilla y chocolate en el asiento trasero de un Falcon, con los pies en la vereda. Otro morochazo parecido a Pintos le pasaba la lengua a un cucurucho de limón. No había ferretería a la vista pero un cana uniformado se paseaba en la esquina, a diez metros, y había otro parado en la vereda de enfrente, en un umbral.

– Hola. Te invito a dar una vuelta -dijo el colorado como si fueran chicos otra vez, como si le prestara la bici en las veredas de Parque Patricios.

– Ando con la máquina -y Etchenaik señaló el Plymouth que crepitaba al sol, un plato hirviente de papas fritas.

– Una vueltita y te traigo. Subí.

Subió. Dieron la vuelta a la plaza, tomaron Corrientes.

Hablaba Macías. Pintos y el otro ni se daban vuelta. Atrás y adelante del Falcon habían aparecido parsimoniosos patrulleros que los escoltaban sin ruido.

Recién a la altura del Abasto, el veterano habló.

– Pero yo no soy idiota útil de nadie -se quejó.

– No. Sos útil, no idiota. Más que útil, utilizable, que es parecido, pero peor.

– Yo no soy forr…

– No.

Macías siguió hablando. Llegaron a Pueyrredón, doblaron hacia Once. Mientras lo oía, Etchenaik sentía que sus movimientos de la ultima semana se parecían al gestuario de un nadador en una pecera de vidrio, a quien se ríe y se enoja mientras habla en la cabina de un teléfono público, o a una mosca que se ufana entre los sandwiches de miga pero no ve la campana, el mozo que la observa, acodado al mostrador.

– Vos nos diste pistas, nos entregaste gente servida: Loureiro, la Sardetti, un matoncito como el que cayó de la terraza. Pero por otro lado quemaste todo, nos obligaste a resolver de apuro algo que venía para redada grande. Hiciste saltar a Bertoldi y a los otros cuando los teníamos bajo control, con Pintos metido ahí esperando el momento. La noche del tiroteo, si aparecía Sanjurjo o La Tía Pocha, íbamos nosotros.

– Pero Marcial los asustó… -completó Etchenaik, cauteloso.

– Claro. Pintos esperaba que pasara algo.

Etchenaik se acomodó en el asiento, recapituló todo lo que había escuchado, concluyó:

– Pero ustedes no sabían nada de la carta que se jugaba Marcial, qué era lo que buscaba metido entre ellos.

– No. Eso lo sabías vos.

– Lo supe en lo de Brotto: estaba por completar una venganza que se prometió hace diez años.

– Un paquete muy desprolijo es éste. Demasiados hilos sueltos -dijo el colorado mirándolo fijamente.

63. Capítulo clásico

El Falcon había retomado Rivadavia hacia el Oeste y Macías terminaba su discurso: de Kasparian para arriba, se habían borrado todos; estaba roto el circuito de distribución, habían secuestrado kilos y kilos de coca y tenían el revólver que había matado a dos personas y varios candidatos para ser dueños del dedo que apretó el gatillo.

– Ya está todo cerrado, Etchenique -concluyó el colorado, portador de un suave desencanto-. Ahora explica lo tuyo.

El tránsito se detuvo a la altura de Medrano y obligó al patrullero de adelante a unos breves sirenazos intimidatorios. Como respondiéndoles, Etchenaik se apuró, se abrió un poquito.

– Lo de Marcial es simple: en el '62 le mataron un hijo, Ariel Brizuela, que llevaba el apellido de la madre, una mina a la que llamaban La Loba. Quedó destrozado y juró vengarse. Para eso se retiró del laburo y comenzó a rastrearlos, como un vengador anónimo. Cuando los ubicaba, se infiltraba y luego los liquidaba. Me juego la cabeza que las muertes del «Negro» Esteban Miranda, que nunca se aclaró, y la de Jesús Santomé, que apareció en Barranca de los Lobos, fueron cosa de él. Eran dos implicados en el caso de Ariel… ¿No le decían «Fraile» a Santomé?

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