Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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La puerta de la que había salido el de la media se abrió y entraron él y tres más. El último, uno alto y flaco con un antifaz del Llanero Solitario, traía una silla que arrastró hasta el medio de la habitación. Los otros tenían también la cara cubierta pero cada uno de una manera diferente. Uno tenía una bolsita de papel con agujeros. Se desparramaron por la pieza y el Llanero fue el primero en hablar.

– Venga, Etchenique.

El veterano se dobló como para sentarse pero luego de unos segundos repitió la caída de espaldas, ahora con un resoplido.

– No exagere -dijo el flaco-. No le pasa nada.

Tuvieron que ir a buscarlo y arrearlo hasta la silla. Tenía la cabeza volcada hacia adelante y la luz le caía vertical sobre la nuca.

– Etchenique -dijo casi con ternura el de la media levantándole el mentón con los dedos-. ¿Qué pasó con Chola Benítez?

Y ésa, precisamente ésa, el veterano no se la esperaba.

55. Patadas y galletitas

Cuando le nombraron a la piba que apenas había visto unas horas hasta que alguien la bajó desde un auto en la escenografía grotesca de Caminito, Etchenaik levantó la cabeza:

– No entiendo nada, viejo. La mataron… ¿Pero por qué te la agarras conmigo?

Desde atrás, una mano se apoyó suavemente en su cabeza y bajó enrejada en el pelo, se deslizó persuasiva.

– ¿Cómo fue? -escuchó.

– ¿Cómo «cómo fue»? -dijo intentando girar, pero sintió que le apretaban el hombro opuesto, lo retenían.

– Queremos los detalles, todos los detalles.

Etchenaik sintió que esperaban algo que él no podría darles y supo que eso le costaría caro.

– Creo que hay un malentendido… -comenzó.

Le tiraron un coscorrón entre amistoso e intimidatorio que le revolvió la pelambre, lo manoseó, ablandándolo.

– Escuchá bien, hijo de puta -ahora era el de la bolsita de papel-. No jugués al sorprendido porque de acá no vas a salir vivo si te hacés el loco.

– No soy demasiado valiente ni aguantador -dijo Etchenaik con la boca entreabierta y mirando al vacío-. Les puedo decir todo lo que sé, no tengo nada que ganar o perder en esto, pero me parece una guachada que traten de asustarme jugando a los mascaritas. Se ve que son pendejos…

Vio la turbación, el subir y bajar del papel humedecido en el lugar de la nariz, la inminencia del golpe. Pero una mano se apoyó en el hombro del de la bolsita y una voz más serena le habló desde atrás de esa mano. Era el Llanero.

– Vos sos el último que la viste. Iba en el auto con vos y el otro la noche que la mataron. ¿Adonde la llevabas? ¿Por qué te largó la cana?

– ¿La entregaste vos, no? ¿Se la entregaste vos a Sanjurjo? -saltó otra voz desde el fondo.

– Demasiado desorden en las preguntas -dijo Etchenaik y al momento se dio cuenta que no podía darse esos lujos, ironizar.

Vio venir la primera trompada y se encogió levantando las rodillas, pero igual sintió el golpe tremendo en el costado. La silla se tambaleó y se fue al piso. Quedó acurrucado boca abajo.

– No perdamos tiempo -escuchó que le decían sin pasión-. ¿Qué le hiciste a Chola? Habla o te reventamos.

– La puta madre que los parió -dijo con la boca pegada al suelo.

Lo levantaron entre dos.

– Habla.

Abrió los ojos y los volvió a cerrar. Parecía irse hacia la derecha pero se sostuvo. Volvió a abrir los ojos.

– Bueno, hablo -dijo.

Los que estaban a los costados lo soltaron; bajó la cabeza y dio un paso hacia la silla. De pronto giró con todo el impulso del cuerpo revoleando el puño de abajo hacia arriba. El de la bolsita de papel recibió el derechazo entre la oreja y el cuello y se fue para atrás como tironeado. Pero no pudo repetir el giro con la zurda. El Pato Donald lo pateó fuerte entre las piernas y vio todo blanco. Antes de tocar el suelo sintió otro golpe en los riñones. Las patadas caían sobre su cuerpo como en un sueño.

– ¿Qué pasó con Chela, Etchenique?

No contestó. Sentía el frío del mosaico curiosamente acogedor y los golpes retrocedían vertiginosamente.

Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la cama. Nada había cambiado pero podían haber pasado diez minutos o dos días. El Llanero Solitario masticaba galletitas Express sentado al revés en la silla, acodado al respaldo, mirándolo. Tuvo la impresión de que estaba allí desde tiempo indefinido, en esa misma posición. Quiso mover un brazo pero comprobó que estaba esposado al elástico.

56. Clases de lucha

Etchenaik vio que el Llanero Solitario se movía en la silla. Oyó que decía algo también pero prefirió hacer como que no, quedarse quieto.

– Quiero agua -dijo al rato.

El otro le alcanzó la jarra que estaba en el suelo y bebió dos sorbos largos, con ganas. El enmascarado lo miraba hacer casi con simpatía. Etchenaik se dejó caer sobre la cama y giró hacia la pared.

– ¿Usted con quién está? -oyó ahora sí clarito a sus espaldas.

– Con la puta que te parió -contestó bajito contra la almohada.

– ¿Cómo?

El flaco no insistió, siguió hablando sin esperar respuesta, con la boca llena de galletitas.

– A esta altura, viejo… El que no está con nadie se queda en el medio. Y a los que están en el medio todos les desconfían: cada uno cree que están con el otro.

– Atendeme, pibe -dijo volviéndose-. Pónganse de acuerdo: ¿me trajeron acá para ablandarme a piñas o para melonearme? A mí me importa tres carajos quiénes son ustedes o qué les pasa a los otros. Yo estoy con quien quiero y en el medio de nada.

El flaco agitó la cabeza.

– No lo entiendo, Etchenique. ¿Esto va en serio?

– ¿Qué cosa?

– Esto que le estoy mostrando, dése vuelta…

El veterano vio la tarjeta de la agencia en la mano del Llanero.

– ¿Es joda, no?

– No es joda. Yo soy eso: Etchenaik, investigador privado.

– Pero eso no existe, viejo. Es un invento yanqui, pura literatura, cine y series de TV… ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew Archer o Sam Spade existieron alguna vez? ¿Qué le pasó? ¿Se rayó como Don Quijote y creyó que podía vivir lo que leyó?

Etchenaik no contestó, permaneció impasible.

– Hasta se eligió un Sancho Panza: un gallego analfa que le crea y lo siga -se ensañó el enmascarado-. Inclusive tiene un auto viejo, casi una reliquia, así se siente Bogart… Aunque no lo veo con ninguna posibilidad de conseguirse una Lauren Bacall, una Verónica Lake, bah… Ni una Olguita Zubarry, creo.

Era como si el Llanero quisiera tensarlo hasta el estallido, obligarlo a mirar un espejo cruel o definitivo. No pasó nada, sin embargo, porque el veterano siguió inmóvil, estoicamente agarrado a un modelo o a quién sabe qué…

– ¿Terminaste, mascarita? -se esforzó en parecer entero, sobrador-. Seguro que vos no hacés literatura, disfrazado con el antifaz y jugando a…

– Yo sé para qué hago lo que hago, a quién golpeo, quiénes son mis enemigos -se trenzó el otro casi con curiosidad.

– Así es fácil: uno armado y sentado en su sillita y el otro atado a la cama: «¿De qué lado está? ¿Quiénes se benefician con los tiros que pega? ¿Cuáles son sus relaciones con el poder?»… O vos te crees que porque soy viejo soy pelotudo o no sé lo que pensás…

El Llanero no dijo nada. Sacó un cigarrillo y le ofreció. Se había olvidado que Etchenaik estaba atado a la cama… Le desató un brazo. Encendió el cigarrillo y se lo alcanzó.

– Estás muy loco, Etchenique… Y te vas a hacer pomada al pedo, por nada.

– No soy el único, creo. Cada uno elige. La cuestión es creer y seguir hasta el final.

Se calló imprevistamente, como si hubiera llegado demasiado lejos, demasiado en serio, casi en el borde de la mentira. Ya no sabía sí decía lo que creía o lo que creía que debía decir…

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