Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Disculpen un momento, por favor.

Fue hasta la cocina y desde allí les ofreció algo para beber. Volvió con una jarra de agua fresca y un limón cortado en cuatro. Puso los dos vasos sobre la mesa y finalmente se sentó.

Etchenaik y Tony bebieron en silencio.

– Es bastante complicado el asunto, señora -dijo el veterano con un suspiro-. Pero hay varios puntos oscuros que sólo usted y su marido pueden llegar a clarificar.

– Creía que mi esposo ya había hablado con ustedes.

– Su marido mintió.

– Eso no es verdad.

Etchenaik se metió un pedazo de limón en la boca, frunció la cara y escupió las semillas.

– ¿Cómo fue, señora? ¿Piensan seguir negando que Díaz estaba en la casa cuando llegaron los tipos?

– No estaba. No había llegado.

– ¿Y quién golpeó la ventana pidiendo auxilio? La nena se asustó.

– Oí unos golpes…

– ¿Y dos disparos después? ¿No oyó los disparos?

Etchenaik se paró, adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Ella apartó la cara, como si fuera una llama que le buscara los ojos.

– Fueron dos sonidos así: «pop-pop». Un treinta y ocho con silenciador… ¿No los oyó?

– ¡No!

Y fue un grito. La mujer empezó a ponerse de pie, los ojos como loca, toda loca. Ya no quedaba nada de la apacible gordita que había abierto la puerta como quien recibe una noticia buena y previsible.

– ¡No es cierto todo eso!

Y ahí hubo un ruido imperceptible. Sólo el gallego, una oreja sensible al chasquido, al golpecito llamador, se dio vuelta.

– ¡Guarda!

Reventó el disparo casi simultáneamente con el grito de Tony. La descarga del cartucho se estrelló contra el respaldo de la silla del veterano, que saltó a un costado.

La mujer volvió a gritar. El señor Brotto, con la escopeta humeante les apuntaba desde la puerta del pasillo, dispuesto a disparar el segundo cartucho.

– Salí de ahí, Flora -ordenó el martiliero.

Pero no pudo. Etchenaik gateó por debajo de la mesa, tomó a la mujer por los tobillos y la derribó. La señora de Brotto se desparramó entre dos sillas, hubo un revoleo de piernas y la histeria del martiliero:

– Soltala, hijo de puta, que te mato… ¡Soltala te digo!

Etchenaik se acuclilló tras la mujer reteniéndola con el brazo en la garganta. Tony aprovechó para parapetarse detrás del perfil del piano, fuera de la línea de fuego.

– Párese, Brotto, está loco -dijo el veterano ganando tiempo-. En un minuto va a venir la policía si sigue a los chumbos… Párese ahora, espere un momento.

– No espero nada. Los voy a reventar a los dos.

– A uno y con suerte… Mi viejo… -dijo el gallego casi dulcemente-. Esa porquería tiene un solo tiro más y me vas a chumbiar a mí. Mientras, el flaco te acogota la mujer. No perdés mucho pero…

– ¡Basta!

Y el señor Brotto se abrió un poquito buscando ángulo.

49. Un elefante blanco

Cuando el gallego se quedó sin argumentos para demorar la ejecución sumaria que se disponía a realizar el peluquero, nada había para hacer. Etchenaik apretó el cuello de la señora, la hizo gemir tratando de demostrar aunque más no fuera un precario poderío. Pero no alcanzó.

– Tírales, Rogelio -dijo la dama, toda resolución.

– Eso voy a hacer.

En la punta del piano, sobre una carpetita de crochet, había un elefante blanco decorado con pinceladas doradas. Cuando Brotto dio un paso al frente levemente inclinado para dispararle a Etchenaik, el elefante voló. Arrojado por Tony, le dio exactamente sobre la sien con terrible violencia y lo hizo trastabillar.

– ¡Hijos de puta! -gritó Brotto, y disparó al voleo contra el gallego.

El piano, tomado de lleno, retembló haciendo sonar todas sus cuerdas bajo la lluvia de plomo. Era lo que Tony quería.

Salió del escondite y se abalanzó sobre el peluquero que revoleaba el arma ahora inútil. Hubo un golpe pleno sobre el hombro que Tony aguantó a pie firme y después un derechazo en gancho que agarró al señor Brotto en medio del pecho. Cuando se fue contra la pared se encontró con una rodilla ascendente entre las piernas que lo dobló en dos hasta deslizarlo al piso. Allí quedó.

El gallego levantó el arma y la puso sobre la mesa. Etchenaik se incorporó con la mujer que sollozaba. La soltó.

– Cállese ahora -dijo Tony y sacó su revólver-. Abra la puerta y explíqueles a sus vecinos que no fue nada, que su marido estaba limpiando el arma y se escaparon los dos tiros. Vaya, que el martiliero no se le va a ir.

La mujer vacilaba, miraba a su marido caído, el arma que ahora le apuntaba.

– Vaya -dijo Etchenaik y le puso el índice entre las flores del batón en el medio de la espalda.

Fue. Luego de un instante la oyeron hablar bajo el cobertizo con voz vacilante pero que pretendía firmeza.

El señor Rogelio Brotto reaccionaba lentamente. Un hilo de sangre se deslizaba desde la sien para ensuciar el cuello del piyama abierto sobre el pecho desnudo. Había perdido una de las chinelas y toda la compostura que alguna vez lo caracterizara.

– Arriba -dijo Etchenaik tironeándole de las axilas.

Lo acomodó en una de las sillas, fláccido como un títere, la cabeza ladeada. En eso llegó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.

– Ocúpese de despertarlo. Lávele un poco la cara -dijo el gallego sin dejar de mover el revólver.

La mujer fue y vino con una toalla mojada hasta que el señor Brotto pudo mantener la cabeza sobre los hombros.

– Arrímese -ordenó el veterano.

El gallego se ubicó detrás del matrimonio y empujó los respaldos hasta apretarles el pecho con el filo de la mesa.

– Las manos encima, ahora.

Tony permaneció atrás, acodado, haciendo espaldas a la cómoda. Etchenaik se sentó del otro lado de la mesa, frente a los ojos azorados del matrimonio.

– No vamos a perder tiempo. Queremos saber todo, en una sola versión y sin correcciones.

La mujer abrió la boca. Salió un ruidito extraño y después nada. Volvió los ojos a su marido pero el martiliero estaba ocupadísimo en la tarea de mantenerse despierto.

– ¡Vamos!

El violento golpe de Tony con la culata de la escopeta sobre la mesa los sobresaltó.

– ¿Qué pasó esa noche, señora? ¿Recuerda los «pop-pop»?

50. Ahí

La mujer parecía dispuesta a hablar. Extendió las palmas sobre la mesa, acható las arrugas del mantel.

– Serían las dos cuando golpearon la puerta -dijo al cabo de un momento-. Eran tres. Dos hombres y uno más bajo y joven.

– ¿Qué querían?

La mujer volvió otra vez los ojos a su marido pero Brotto se había derrumbado definitivamente y tenía el rostro oculto entre los brazos.

– Querían la llave de la casa de Díaz. Les dijimos que no la teníamos, que no había otra. Entonces se fueron dos y quedó uno amenazándonos…

– No es así, señora -dijo Etchenaik con calma-. Ellos suponían que Marcial estaría armado y no se quisieron arriesgar a un tiroteo. La verdad es que ustedes les dieron la llave y después fraguaron lo del piedrazo contra la cerradura. Lo que pasó fue que el imbécil de su marido, por prolijo y temiendo dejar huellas, no encontró nada mejor que traer un pedazo de escombro del baldío, golpear la puerta y volver a llevarlo a su lugar. ¿Me equivoco?

Etchenaik cerró el puño y golpeó con fuerza sobre los dedos de Brotto contra la mesa. El hombre se conmovió y asintió sin levantar la cabeza.

– No me equivoco, claro que no. Ahora sigamos, señora.

– No sabemos qué pasó después… -retomó la mujer-. Escuchamos ruidos y media hora después los golpes contra la ventana, las amenazas…

– ¿Quién golpeó?

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