– Está loco, señor -dijo Loureiro levantando la mirada desde las baldosas-. No sé de qué está hablando.
– Que te explique con qué se hizo el tajo que tiene en la cabeza. -Etchenaik levantó el puño-. Con esta derecha le partí el mate de un hermoso botellazo al voleo. Es tan bestia que fue capaz de levantarse y escapar.
Se bajó del escritorio y le apoyó la suela en la espalda.
– Levántate ahora, turrito…
– Basta.
Macías lo tomó del brazo y lo apartó.
– Espero que sepas lo que estás haciendo, porque ésta no te la puedo bancar.
– Si hay que pagar el vidrio, lo pago.
– No seas boludo.
De nuevo, como otras veces, la bronca se tensaba entre los dos, casi casi los empujaba. Cuando apareció Tony en la puerta de la oficina fue como si llegara un funcionario con la tijera para cortar la cinta tendida entre uno y otro, inaugurar algo que ojalá fuera mejor que lo anterior:
– ¿Y Loureiro?… ¿Qué va a hacer con éste, Macías?
– Queda detenido. La piba también.
Tony y Etchenaik se miraron. Después de una pequeña vacilación el gallego agarró un bolso que había dejado en el suelo y abrió el cierre ante el inspector.
– Estaban en el baño -dijo.
Macías se inclinó para mirar.
El inspector apartó la mirada del bolso, dio una pitada honda al cigarrillo que pendía clásicamente de la comisura de su boca. No dijo nada.
– Una camisa embarrada y un par de mocasines sucios de tierra. -Le explicó didácticamente Tony, ya muy agrandado-. Estaban hechos un ovillo en el baño.
– Podes mandar a analizar esa tierra -se adelantó Etchenaik.
Macías lo miró con desaliento.
– Con el barro no probas nada. La tierra es igual en todos lados. Además, llovió estos días… En la Boca, en Patricios…
– En Munro -completó Etchenaik.
– Claro. En Munro también -reafirmó Macías sin mirarlo, como si nada.
– La tierra no es igual en todos lados -volvió el gallego.
– Es cierto. Pero hay infinidad de lugares donde es igual o con variaciones muy chicas. No sirve de prueba si no se tienen otros elementos. -Macías se volvió apuntándoles con el cigarrillo-. Y testigos.
El veterano iba a replicar pero en ese momento Macías daba órdenes para que se llevaran a los dos detenidos. Entraron dos canas y los levantaron del suelo. La piba tenía lindas gambas. Loureiro era todo feo.
– ¿Se los llevan a Bertoldi y a Cittadini, ché? -ironizó Etchenaik mirándolos partir-. ¿Se está haciendo algo con toda esa cría?
– A Bertoldi y a Gómez se los sacó del caso. Los saqué yo mismo con acuerdo de Cittadini.
– Eso está mejor. Porque nosotros no tenemos pruebas ni testigos pero nuestro verso es más coherente. Y te digo más: proba con otro forense también, aunque sea para tantear… No creo que Marcial haya muerto cuando dice el informe ni que tuviera esa ropa cuando lo balearon.
– ¿Qué pasa, Roqueiro? -dijo Macías.
El suboficial llegaba de la calle, apurado. La persecución del camión del Rápido del Norte había sido tardía pero algo había resultado. En su mano traía restos de una vasija, los pedazos informes tal vez de una estatuita de terracota. En la esquina de Amancio Alcorta y la Perito Moreno había más pedazos. Los testigos coincidían en que habían caído de un camión con la puerta de la caja abierta que cordoneó, casi chocó contra el semáforo, se cruzó totalmente y armó un desparramo.
– Ya avisé al radioeléctrico, señor.
– El polvito -dijo Macías sin oírlo-. Mande a analizar el polvito, Roqueiro.
Y señaló la suave harina que impregnaba la parte interna de algunos de los pedazos recogidos.
– Bien, señor.
Volvieron a quedar solos. Etchenaik sintió que ganaba pequeñas batallas inútiles en una guerra digitada.
– Vamos, Tony -dijo-. Cuando llega esta gente nosotros nos vamos.
Era una frase que alguien había dicho alguna vez y servía de remate para situaciones como ésa.
Salieron. El chistido de Macías los alcanzó cuando bajaban la escalera.
– ¿Qué pasa ahora?
– Para que no te hagas el incomprendido -dijo el inspector a través del hueco del vidrio roto-. Había un sótano en el restaurante; una pared falsa al fondo, detrás de una estantería de botellas. Por un pasillo y otra escalera llegas al patio de un negocio del otro lado de la manzana, un local para turistas también.
– ¿Artesanías salteñas?
– No. Hilados jujeños…
El veterano sonrió otra vez, duramente. Empezó a irse.
– Etchenique… -Macías sacó el brazo y le agarró el borde del saco.
– Sigue en pie el acuerdo. Tenés un día y medio. Apurate. -Lo soltó y le señaló el Plymouth que se recalentaba al sol.
Etchenaik se sacudió el saco como si lo hubiera cagado una paloma y se fue. Se fueron.
Hicieron el recorrido de vuelta con una extraña resolución; se alejaban de El Rápido del Norte dejándole a Macías un lujoso paquete, un regalo para que lo abriera a solas con su gente. Se piantaban oscuramente ganadores.
Sin embargo, cuando cruzaron Entre Ríos el gallego levantó la mirada de los papeles:
– ¿Adonde vamos?
– No sé, Tony. No tengo la más puta idea -contestó Etchenaik mirando al frente. Inmediatamente aminoró la marcha, se acercó al cordón y detuvo el auto:
– ¿Y si largamos? -se atrevió Tony, conciliador-. Hasta ahora fueron todos problemas: jeringazos de prepo, un día a la sombra.
Etchenaik no lo oía. Agarró de un manotazo los papeles que había dejado el gallego en la guantera y los hojeó distraídamente:
– ¿Sin noticias de la Tía Pocha? -murmuró.
– Nada… -Tony cruzó su dedo entre las hojas manuscritas-. Ahí tenés los datos que recogí de Robledo: los últimos quince años de la droga en el Gran Buenos Aires. Detenciones, redes desbaratadas, muertes de adictos. No encontramos ninguna coincidencia entre los nombres de Marcial y toda esa información dispersa. ¿Le hablaste a Macías de las otras direcciones?
– Sí… -Etchenaik siguió revolviendo-. ¿Y de dónde sacaste esto otro?
– Un amigo de mi sobrino, periodista de Abril. Es la investigación para una nota sobre drogadicción en la Argentina que nunca salió: material afanado de los archivos de la cana.
El veterano deslizó el dedo por una larga lista y de improviso se detuvo:
– Ariel Brizuela. Abril de 1962.
– ¿Qué pasa?
– No sé. Brizuela… ¿quién es Brizuela, Tony? Ese apellido lo he visto hace muy poco o alguien me habló de Brizuela.
El gallego quedó pensativo.
– Yo no. Ningún Brizuela para mí. A ver; léelo todo.
– Ariel Brizuela. Abril de 1962. 17 años. Muerto en circunstancias poco claras durante una redada en Mar del Plata. Baleado por sus cómplices a la llegada de la Policía. Secreto de sumario. Detenidos pero ningún procesado. Marihuana.
– Un chico.
– ¿Pero dónde carajo escuché yo el apellido Brizuela? ¿Quién es?
– Por ahí alguno de los canas…
– Tal vez -asintió Etchenaik sin convicción.
Puso en marcha el motor.
– ¿Adonde vamos?
– A la oficina. Los muchachos del Falcon que nos sigue están aburridos de tomar sol en lata.
Antes de subir, Tony hizo una escala en el bar. Había un amigote de la época de la bandeja que tenía algo que compartir con él.
Cuando Etchenaik salió del ascensor, la mujer de la limpieza lo miró sorprendida.
– Ah… ¿Dónde había ido?
– Acabo de llegar, Sofía… ¿Quién le abrió?
– Estaba abierta… Pensé que usted…
Etchenaik se acercó a la puerta y revisó la cerradura. Había sido sutilmente violentada. Ni siquiera una raspadura en la madera. Pero el mecanismo se había roto: no cerraba.
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