Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Etchenaik meneó la cabeza.

– En cualquier momento voy a hacer un desastre -dijo.

39. Barro

El Plymouth hizo crujir los cantos rodados sobre el empedrado y se detuvo frente a un edificio viejo y pintado de colores, el Almacén El Triunfo. Había un policía en la puerta y otros conversaban con la gente. Media cuadra más allá había un pequeño amarradero con su bote para cruzar a la Isla Maciel y un puente del viejo ferrocarril de trocha angosta, levantado. Los hombres que hablaban con el policía señalaban alternativamente el agua, el puente, se abrían de brazos.

Un poco más lejos, el Riachuelo doblaba a la derecha. Grandes montañas de canto rodado y grúas para cargar los camiones que no estaban. Nadie trabajaba esa mañana.

– Vení, vamos al almacén -dijo Macías.

A ambos lados de la puerta había viejos carteles esmaltados de Ginebra Bols, amarillos y rojos. Los yuyos crecían libremente en el techo, entre los ladrillos descubiertos de las paredes. Los hombres sentados en los bancos de madera, en la puerta, tenían cara de haberlos visto crecer desde allí.

Macías se entretuvo un momento conversando con el oficial a cargo del procedimiento. Después se acercaron al mostrador y pidieron dos cafés.

Los tomaron en silencio. Los policías entraban y salían del almacén a cada rato. Etchenaik pidió una ginebra con hielo y se sentó en la única mesa del lugar.

– ¿Me mostrás dónde fue?

Macías también pidió un trago y con el vaso en la mano le hizo un gesto para que lo acompañara.

Caminaron hasta la orilla y el inspector hizo tintinear el hielo al señalar.

– De ahí, del puente lo tiraron. Llegaron en un auto con Marcial muerto ya. Plafff… Hicieron mucho ruido y alguien los oyó.

– ¿Y la pesca?

– Aquel carguero de canto rodado, al desamarrar esta madrugada lo enganchó.

– Es un lugar medio boludo para tirarlo, ¿no?

Macías no contestó.

– ¿Hay forma de precisar cuándo murió?

– El forense le calcula más de sesenta horas… Coincide con los testigos, que oyeron los ruidos anteanoche. Además, la ropa es la misma que tenía en el For Export.

– Todo en la misma noche.

Macías asintió como si las piezas encajaran demasiado bien y eso no fuera bueno.

– Huyen juntos con la mina. Se separan. A él lo cazan y liquidan. Ella, a la mañana, recurre a ustedes para algún trabajo sucio y los embalurda. Algo había en el conventillo ese donde los cita. Ustedes van y cuando aparecen los otros se arma el quilombo… No me podés negar que es coherente. Ella tiene tu tarjeta, inclusive.

Etchenaik se agachó, agarró un puñado de piedras y las tiró al agua.

– Es un podrido asunto éste… ¿Hay algo más que ver?

– Nada más.

– ¿Y para esto me trajiste?

– Y para que te dejes de joder. No hay nada que hacer.

Etchenaik no dijo nada y comenzó a caminar por la orilla. Subió al puentecito y se acodó a la baranda. Miró el agua turbia, espesa como un caldo barato. Macías lo observaba, quieto en el mismo lugar. El veterano volvió lentamente y le puso el vaso en la mano.

– No te olvides de lo que arreglamos -dijo.

– Anda tranquilo, pero es al pedo.

Etchenaik se acercó al auto. Antes de subir se miró los pies; tenía los zapatos llenos de barro. El mismo barro que había visto pegado al cuerpo muerto de Marcial Díaz.

40. «Rapidísimo»

Puso el paquete sobre el escritorio y no dijo una palabra.

– ¿De dónde venís? -preguntó Tony.

Etchenaik fue directamente al baño y cerró la puerta de un golpe. Después, los ruidos. Los infructuosos ruidos de un hombre doblado sobre el inodoro, vaciándose de nada, de un poco de ginebra helada, de imágenes insoportables, de miedo también.

Volvió blanco, como si se hubiera desangrado, Tony no le preguntó nada ahora. Lo dejó que se rehiciera.

Al rato estaba dormido, tirado en el sillón, largo y desvalido. Un hombre viejo en realidad, qué otra cosa sino un hombre viejo al que le dolía todo.

El gallego tomaba mate, comía medias lunas del paquetito que había traído Etchenaik y esperaba. Esperaba poco ya. Todo venía oscureciéndose. Una tormenta paulatina, segura de sí misma, que los iba tapando, dejando sin salidas.

Tony repasaba los datos que había recogido la tarde anterior en el archivo, en las consultas con Robledo y Rafetto. Ordenaba direcciones, buscaba coincidencias, nombres, confrontaba con los papeles que había recogido Etchenaik en el conventillo.

Pero todo era un gesto mecánico, como reunir los antecedentes de un caso perdido o tan contundente y definitivo como una estadística sobre el hambre o la desgracia en el mundo.

Una semana atrás, pensó Tony, hacía calor pero no había esta humedad espantosa. Cacho venía más temprano y se prendía con Etchenaik en una partida hasta el mediodía; estaban saludablemente acalorados pero al pedo, libres y ociosos para discutir de tango mientras escuchaban «Rapidísimo», para quejarse sin convicción de la falta de laburo sin desearlo verdaderamente.

Ahora, no sólo se había roto su pie. El veterano que dormitaba agitado en el sillón era el vapuleado náufrago de una expedición a la Aventura, un pobre tipo que había sido un loco divertido.

«¿Qué habrá sido de Lucía, tan mía?» preguntaba el taño Marino desde la radio, indiferente y pleno, la voz de oro del tango.

– ¿Qué hora es, Tony?

– Diez menos cuarto.

Etchenaik se incorporó.

– Lo reventaron a Marcial. Dos tiros y al Riachuelo…

– Me imaginaba. Contame.

Y se la hizo larga, prolija, necesariamente llorona.

Cuando terminó el relato, la tangueada de Marino iba por «María» en todo su esplendor.

– A ver, pásame esas anotaciones -dijo Etchenaik mordisqueando una medialuna.

Revisó apellidos, puso en fila las direcciones recogidas, los datos de Robledo y Rafetto. Había que empezar por ahí… A primera vista vio varias coincidentes: Santiago del Estero al 1400, por Constitución; Rincón 17, casi Rivadavia, San Pedrito 1056, eso es… Luna 450, cerca de Patricios…

– Pará -dijo de pronto Tony, como electrizado-. Para, oí, oí…

– Qué carajo querés que oiga, no ves que estoy…

– Oí, animal… Oí… Oí: somos unos boludos… Oí-y le estiraba la palma hacia la radio-. Marcial creyó que trataba con tipos piolas y somos unos imbéciles…

Como dos noches atrás, el taño Marino tiraba el mensaje claro, indudable, el dato preciso que sólo ellos no habían sabido pescar y que le había costado a Marcial dos tiros y una barra de hierro para que se fuera al fondo del Riachuelo:

«Café de los Angelitos / bar de Gabino y Casaux. / Yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / Por Rivadavia y Rincón».

– ¡Rincón 17, casi Rivadavia!… Ahí está escrito, ¿te das cuenta? -gritaba el gallego.

41. El Coya S.R.L.

Antes de bajar del auto se dieron cuenta de que habían llegado tarde.

– El Coya S.R.L. Artesanías salteñas -leyó el gallego dando un portazo, acercándose rengueando.

Cruzaron. El local de Rincón 17 estaba cerrado por una pesada cortina de eslabones que ocultaba una vidriera estrecha, el mostrador vacío, la pequeña mesa con algunos papeles abandonados. Etchenaik se hizo anteojeras con las manos para evitar el reflejo y pegó la nariz a la cortina.

– Cerrado como culo de muñeco.

– Las estanterías peladas.

Por la puerta que se abría detrás de la mesa veían cajones abiertos, paja dispersa por el suelo.

– Fíjate que no hay tierra ni cartas. Acaban de cerrar.

– ¿Dónde estarán?

Tony se apartó de la vidriera y entró en el negocio de al lado.

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