Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Adentro todo estaba en orden, ni un papel en el suelo.

– Ya limpió, Sofía.

– Todito. Plumerié y después pasé un trapo húmedo por todas partes.

Etchenaik hizo un gesto de desaliento.

– ¿Qué pasa, hice mal?

– No, Sofía, la próxima vez traiga nafta y un fósforo.

Para la próxima, Etchenaik no lo sabía, esa ironía iba a resultar ridícula.

46. ¡Booom!

La mujer lo miró apoyada en el escobillón, sin comprender; lo siguió extrañada, mientras Etchenaik recorría la oficina, verificaba la prolija limpieza, los cambios imperceptibles que alguien había introducido en los objetos, las ausencias, los excesos.

Finalmente, luego de revisar el baño, el inodoro, el depósito del agua, se sentó en el escritorio y abrió el cajón central.

Todo estaba en el desorden reconocible. Llevó después la mano al cajón de la derecha y tiró. Hubo una leve resistencia y se detuvo. Lo soltó como si quemara y empezó a temblar.

– Sofía -dijo parándose como si temiera despertar a un tigre-. Abra la ventana y la puerta; quédese en el pasillo.

– ¿Qué pasa?

– Hágame caso y deme el secador.

Etchenaik sacó la máquina de escribir y el teléfono. Concentró todo en el otro extremo de la habitación y se parapetó detrás de un sillón. Desde allí esgrimió el secador hasta hacerle calzar una punta en la manija del cajón.

– Fíjese, Sofía -dijo dándose vuelta.

Y empujó fuerte.

Todo reventó con un estruendo descomunal. Cuando se disipó el polvo, lo que quedaba del escritorio estaba en el centro de la oficina, el sillón chico había saltado por el aire para caer contra la pared opuesta con los resortes a la vista. Sofía estaba sentada en el suelo y Etchenaik había quedado con un pedazo de secador en la mano, blanco como la pared ahora descascarada.

– ¿Qué fue eso? -dijo Sofía sin atinar a levantarse mientras en el pasillo se sumaban las voces, las corridas y los gritos.

– Creo que va a tener que limpiar otra vez -dijo Etchenaik dándose golpecitos sobradores en el saco lleno de polvo.

Cinco minutos después, tras aplacar las iras del administrador y mentir oscuramente sobre el origen del estruendo. Etchenaik dejó a los curiosos en el pasillo y no quiso ni mirar el estado general de su oficina, el vidrio de la puerta rajado, el armario que se había ido de boca como si tropezara. Dejó todo así y agarró el teléfono. Llamó primero a la aseguradora y después a Macías. El inspector no había llegado y en la compañía dejó el mensaje y colgó.

El polvo recién estaba terminando de caer cuando cayó, también, el gallego.

– ¿Qué te pasó? No se te puede dejar solo…

Etchenaik parecía el dueño orgulloso de un imperio arrasado por la furia de los elementos. Los peores elementos. Se paró y pateó las maderas rotas del escritorio.

– Se llevaron algunos papeles y dejaron un explosivo, una trampa cazabobos enganchada en el cajón. Sospeché cuando encontré todo en orden y abierto.

Tony agarró la punta de un resorte, lo tensó y lo dejó caer con un tañido prolongado.

– Te quieren reventar en serio.

– Es como si fuera todo demasiado grande, ¿no?

– Raro que se arriesguen así. Debe haber muchas cosas en juego. No sólo guita -aventuró el gallego-. ¿Pero qué buscás?

– El documento del seguro -dijo Etchenaik revolviendo entre los vidrios y los biblioratos rotos.

Encontró un cartón grande, de orlas azuladas y leyó todo detalladamente. Había algo en la letra chica donde por ahí lo curraban. Pero de pronto alejó el documento de sus ojos, quedó como suspenso, la mirada en el aire.

– ¡La profesora! -gritó.

Agarró al gallego por los hombros y lo sacudió.

– ¡La profesora, Tony!… Flora Brizuela, egresada del Conservatorio Nacional. De ahí me sonaba el apellido. El diploma es un cartón como éste, colgado junto al piano.

Tony no entendía ni de qué le hablaba. Tampoco entendió cuando dejaron todo tirado, así, y salieron para Munro.

47. Revolver la tierra

Bajaron y se treparon al Plymouth. El atardecer caía sobre la Avenida, lento e indiferente al vértigo que les comía las horas. El día había sido denso, inconcebible para una rutina de tantos años, abandonada ahora como ropa vieja y demasiado usada.

– Hay que perderlos a éstos -dijo el gallego y señaló el Falcon verde Nilo estacionado media cuadra más allá.

Tomaron por Hipólito Yrigoyen hacia el Bajo, lentos y prolijos, con el auto de la cana pegado a los talones. Al llegar a la Rosada, Etchenaik quiso escaparse en el semáforo pero lo madrugaron y los tuvo encima hasta llegar a Retiro. Al pasar frente al Sheraton se metió entre los colectivos. Dio la vuelta a la plaza, arriesgó los guardabarros para ganar el lugar de los que retoman por Leandro Alem y dejó al Falcon cuatro colectivos atrás. Entonces fue cuando se jugó: aceleró con luz roja por la cuadra de Juncal mientras los canas quedaban entorpecidos por el tránsito de Libertador y los colectivos que doblaban a la izquierda. Cuando el Falcon zafó y encaró la cuesta ya Etchenaik había doblado por Arenales y aceleraba con el semáforo de Esmeralda en rojo. Dobló a la derecha y los perdió.

Eran las ocho menos cuarto cuando llegaron a la casa de Fondo de la Legua.

– Espera un poquito -dijo Etchenaik.

– ¿Qué vas a hacer?

– Una corazonada. Vení, ayúdame a buscar acá, en esta tierra removida.

Se metió en el baldío que había junto a la casa y estuvo observando los escombros amontonados junto al paredón. Levantó algunos de los más grandes y los arrojó nuevamente, con fuerza. Después se puso en cuatro patas, a escarbar.

– ¿Qué pensás encontrar?

– Ojalá supiera.

Al golpear a la puerta, un rato después, Etchenaik tenía las uñas llenas de tierra húmeda.

Abrió ella. Cincuenta años, un rostro leve y descolorido. Los kilos de más puestos parejitos, como cuando un chico engorda un muñeco de arena en la playa.

– ¿Qué desean?

– Hablar con usted, señora.

La mujer se retrajo, parpadeó.

– Disculpe, pero mi marido no está. ¿Es por un terreno?

– No me entiende, señora de Brotto. Es con usted la cosa. También con su marido, pero sobre todo con usted. Yo soy Etchenaik.

Si le hubiera dicho que era Frankenstein o el mismísimo San Puta, el efecto no hubiera sido mayor. Fue como si repentinamente se abriera a una puerta a sus espaldas y entrase una ráfaga de aire helado. Se agitó, apretó los labios.

– ¿Y usted qué quiere?

Ya estaba perdida. Otros diez años cayeron sobre sus ojos que alguna vez habían sido hermosos o brillantes al menos.

– Marcial Díaz murió, señora. Asesinado.

Etchenaik lo dijo lentamente, como en las películas, las malas películas en las que se habla despacio, dejando segundos entre palabra y palabra para que se suponga que los personajes son inteligentes o dicen cosas que merecen recordarse.

Y en seguida el veterano le mostró las manos. Eso: se las mostró casualmente, en un movimiento aparatoso que justificó con una frase debidamente estúpida.

– No somos nada, señora.

Y ella le clavó la mirada en las uñas.

Y las uñas se le clavaron en las defensas finales, las desgarraron.

– Pasen -dijo finalmente derrotada.

48. «Pop – pop»

Ella se hizo a un costado para que pasaran y apenas se repuso:

– En realidad lo siento mucho… Mucho.

Entraron.

El living estaba en penumbras. La mujer encendió la luz de una araña fea, torpemente funcional, y reveló la mesa de planchar, un montón de ropa apilada encima. Había más en una silla. Ella desenchufó la plancha y retiró la frazada que cubría la mesa.

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