Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Etchenaik pasó sobre la puertita de hierro y avanzó sobre las piedras irregulares hasta llegar al cobertizo. Sólo se veía luz en la ventana pequeña de la cocina. Escuchó el zumbido apagado del televisor y algunas voces de chicos pero nadie lo vio ni lo oyó a él. Siguió hacia el fondo.

Detrás de la casa había un amplio patio abandonado donde estaban los tubos de gas, una parrilla sucia de grasa, una pileta de plástico con el agua turbia y un patito, una bicicleta tirada. Al fondo, la prefabricada. Circundada por tres hileras de baldosas, sin un árbol ni señales de vida alguna, la casilla de madera tenía un aspecto desolado. La puerta de metal estaba flanqueada por una ventana enrejada. Tras los vidrios, el descolorido estampado de una colcha hacía de cortina.

Etchenaik se acercó a la puerta pero no llegó a golpear. Bajo la cerradura había un profundo abollón provocado por el impacto de algo pesado que había hecho saltar la cerradura. El picaporte también había sido arrancado y colgaba lacio en su agujero. Etchenaik apoyó la palma en el medio de la puerta y empujó.

La claridad de una débil luz que pendía del techo no alcanzaba a desnudar todo el desorden. Era como si la habitación hubiera sido sacudida como una caja cerrada que se agita para saber su contenido. Etchenaik caminó dos pasos y se detuvo.

– Marcial… -dijo-. ¿Estás ahí?

Quedó un momento en silencio, a la espera de algo. Paseó la mirada por las paredes grises y vacías, la mesa, las dos sillas, la cama. No había otra cosa allí excepto una valija vacía y descalabrada bajo la ventana. Todas las puertas del ropero y los cajones de una vieja cómoda estaban abiertos. Había ropa dispersa por el suelo y sobre la cama deshecha.

Una corbata, un par de medias y un bollo informe de sábanas habían rodado sobre la mesa junto a un plato con restos de comida. Las cáscaras de una manzana ennegrecida pendían del borde de la mesa como un signo de interrogación. Algunas moscas levantaron vuelo cuando se acercó.

Etchenaik se pasó el brazo por la cara húmeda.

– Marcial -dijo despacio.

Y no se dio cuenta desde cuándo pero advirtió que tenía el revólver en la mano y lo empuñaba como para exprimirlo.

33. Graffiti

Etchenaik giró lentamente, recorrió todo con la mirada y se volvió hacia la puerta. Tomó una de las sillas y apoyó el respaldo bajo el picaporte. Con el pañuelo restregó levemente lo que había tocado. Sacó una birome y revolvió entre el desorden levantando las camisas sucias, un pantalón arrugado. Lo hacía con infinito cuidado y con algo de miedo o ternura, como si fuera la ropa de un leproso o un enfermo querido. Se arrodilló en el suelo y recogió algunos papeles que guardó casi sin mirarlos. Buscó bajo la cama. Sólo pelusa, toda la pelusa y la tierra del mundo.

La habitación tenía dos puertas. La que daba al fondo estaba abierta. Era una cocina en que apenas cabían dos hornallas y la pileta sucia con manchas de café. Había una olla sobre la cocina. Etchenaik levantó la tapa con la birome: papas hervidas, un pedazo de zanahoria, un hueso con más grasa que carne. Tocó con el dedo: frío.

La otra puerta estaba cerrada. La abrió. Daba a un breve pasillo con dos puertas más. Una estaba abierta. Etchenaik pensó en ese momento que un detective era un hombre que camina por un pasillo hacia una puerta entreabierta con un revólver en la mano. Eso era él.

La habitación estaba vacía y con una ventana que daba al fondo. Se veía un tapial de ladrillos descubiertos, telarañas. Un gato pasó parsimoniosamente de derecha a izquierda caminando por el borde.

Etchenaik se volvió a la otra puerta. ¿Sería el baño? Tomó el picaporte con el pañuelo… El baño. Un botiquín con la puerta entreabierta, vacío. Lo cerró empujando el espejo con los nudillos.

Se sentó en el inodoro y cerró la puerta con el pie. Había una toalla colgada de un clavo detrás de la puerta. La palpó. Estaba seca, casi áspera. La toalla se deslizó suavemente al suelo. Quedó descubierta la puerta llena de marcas. El baño era tan estrecho que el que estaba sentado en el inodoro podía tocar la puerta sin esfuerzo. Tocarla, rayarla, escribir. Precisamente, había muchas inscripciones y tachaduras: números, nombres. Arriba decía Fraile, con birome azul, y por encima una tachadura profunda, reiterada, que se hundía en la madera, hecha con algo que había ido y venido una y otra vez en cruz. Abajo decía Negro. También estaba tachado pero de otra manera. Seguían los nombres hacia abajo, desplegados como la formación de un equipo de fútbol. Al pie, recuadrado, decía La Tía Pocha. Etchenaik copió todos los nombres en su libreta, también los números, las aparentes fechas. Estaba tratando de descifrar algo más cuando el ruido de la silla al correrse violentamente lo sobresaltó.

Antes de que pasaran tres segundos estaba pegado a la puerta, el revólver levantado. Por un largo momento no hubo un solo sonido. Como si el que había entrado se tomase tiempo de entender lo que significaba esa silla trabada desde adentro. Etchenaik trataba de recordar si había cerrado la puerta que comunicaba el pasillo con la habitación principal mientras deseaba fervientemente escuchar la voz de Marcial, una puteada suya…

Pero no. Alguien abrió esa puerta que había cerrado.

– Señor Díaz…

La voz se parecía a la mano que empujaba la puerta, hubiera dicho Borges. Débil, tímida más allá de la cautela o el miedo.

Etchenaik estiró la mano y oprimió el botón de la descarga de agua. Hubo un largo estruendo pero el veterano no despegó la mirada del picaporte. Cuando empezó a girar, no esperó más y dio un violento tirón hacia adentro.

El hombre se desplazó como si estuviera pegado al picaporte.

– No se asuste -dijo Etchenaik poniéndole el revólver ante los ojos.

El hombre había quedado semisentado en el inodoro e inmediatamente comenzó a agitar la cabeza de un lado a otro. Negaba todo lo que había hecho y lo que no, lo que le preguntarían acaso y todo lo demás. Negaba y miraba el caño. No podía hablar.

34. Cara de peluquero

– No se asuste -repitió Etchenaik.

El hombre hizo un gesto que señalaba el revólver, intentaba espantarlo como si fuera una mosca. Etchenaik bajó el arma y lo observó cuidadosamente.

Aunque estaba turbado hasta la tartamudez, mantenía una cierta compostura, un algo formal e indefinible. No era su indumentaria, pues sobre el traje gris, la camisa blanca abrochada y la corbata azul llevaba puesto un delantal largo de color indefinible, del tipo de los que usan los zapateros remendones. Además, estaba en alpargatas y unos guantes de goma amarillos le llegaban hasta el codo sobre el saco. Los guantes estaban sucios de tierra.

– ¿Usted quién es? -dijo Etchenaik moviendo el revólver.

El hombre se pasó el dorso del guante por la frente y pareció relajarse un poco.

– Rogelio Brotto. El dueño de la casa.

Etchenaik se apoyó desganadamente en el marco de la puerta y luego de un instante tiró al azar:

– ¿Qué pasó con Díaz, Brotto?

El otro no contestó. Desvió la mirada y Etchenaik comprendió qué era lo que le daba ese aire prolijo y ordenado. Tenía una afeitada perfecta, el bigote fino recortado como un jardín inglés y la peinada blanda y firme, de un fijador en aerosol casi femenino. Una cara exacta de peluquero de barrio.

– ¿Y? ¿Sabe o no sabe?

– Me extrañó no verlo en todo el día. Recién vi luz, después, la puerta rota…

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Hace varios días, creo. Yo trabajo de mañana, ando afuera durante la mayor parte del día. Él sale de noche, nos encontramos poco… -el individuo había ganado soltura y se atrevía a hablar sin mirar la mano que empuñaba el revólver.

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