Eso sí: anoche, en Caminito, no había pasado nada.
Ya desde el pasillo oyó una voz estridente y tuvo ganas de volverse. Quién sería, a media tarde y en el epicentro del despelote en que estaban metidos. Pero no tuvo tiempo de pensar demasiado. Un segundo antes de abrir la puerta lo reconoció.
– Bienvenido el guerrero de la jungla de cemento -dijo el estridente con un ademán largo-. Pero… ¿Qué veo? Huellas de recientes combates surcan su frente y las consecuencias del insomnio entorpecen sus párpados…
– Qué hacés, Giangreco -dijo Etchenaik al pasar-. Sentate allá y andá guardando todos tus papelitos…
El gallego estaba desparramado en un sillón, de espaldas a la puerta, con los pies sobre el apoyabrazos.
– ¿Por qué tardaste tanto? ¿Adonde fuiste?
– Macías me puso un Falcon. Después hubo un intento clásico de corrupción que desbaraté con sagacidad y estupidez en Plaza Congreso, a cuatro cuadras de esta oficina, el lugar ideal. A los del auto los tengo atrás todavía. Fíjate.
Etchenaik señaló la ventana. Tony no se movió pero el muchacho al que había llamado Giangreco corrió hacia el balcón.
– Ahí están los polizontes -dijo.
Etchenaik se tiró en otro sillón. Señaló el mate que había quedado olvidado en un extremo del escritorio y Giangreco se apuró a poner nuevamente la pava sobre el calentador.
– Detective, ¿por qué no me pormenoriza el caso en que anda? Su compañero de rubro no ha sido muy explícito esta vez.
– Déjate de joder y ceba, pibe. Tres mates, me baño y me voy.
Tony volvió apenas la cabeza.
– ¿Adonde vas a ir? ¿Los vas a sacar a pasear a los del Falcon?
El veterano percibió el aire burlón, las oscuras ganas de pelear del gallego.
– ¿Qué te pasa ahora?
– Nada.
– Ah.
Giangreco le alcanzó el mate y Etchenaik dio dos chupadas largas.
– ¿Y? ¿Me cuenta o no me cuenta?
– ¿Para qué? ¿No terminaste todavía la encuesta de oficios raros para «Siete Días»?
– Cambió de idea -dijo el gallego sin volverse-. Ahora quiere escribir una novela policial de ambiente porteño y se viene a inspirar.
– Y en eso estoy, detective -dijo el de los rulos con el block en la mano y una birome roja.
Etchenaik estaba desolado. Por una razón u otra el sobrino del gallego siempre terminaba instalado en la oficina. Desde que apareció la víspera de Navidad para arreglar el timbre había intentado convencerlos sucesivamente de que podía encargarse de las relaciones públicas, la limpieza, la decoración y el archivo de la agencia. Casi siempre, terminaba mangándolo cuando el gallego no estaba…
– ¿Qué escribís ahí? -curioseó el veterano con fastidio.
– Tomo nota. Quiero algo con gancho: una historia verídica, una investigación real como se hace en Buenos Aires, que se pueda contar y al lector lo enganche.
– Eso no existe.
– ¿Por qué no? Puede interesar porque nadie cree que estas cosas pasen en Buenos Aires. Suponen que los detectives privados viven en Los Angeles solamente. O en Nueva York.
Etchenaik se rió con ganas.
– Deben tener razón -dijo-. Cébame otro.
– Bueno, pero cuente.
Y mientras el pibe cebaba, Etchenaik le hizo una detallada crónica de un caso de Meneses que recordaba muy bien, una pinturita. Y se lo atribuyó, por supuesto.
Cuando Etchenaik terminó su relato, Giangreco tenía material para tres novelas. Aunque nadie le iba a creer.
– No sirve, detective -dijo el pibe-. Le falta gancho, acción. Tiene que combinar elementos de la novela de «detection» al estilo Agatha Christie con la violencia y la crítica social implícita en la novela negra… Más Hammett que Goodis, un poquito de Chase. ¿Usted leyó las cosas más recientes, Etchenique?
– ¿Qué cosas?
– Los argentinos: Tizziani, Sinay, Martini, Urbanyi, Feinmann, Soriano sobre todo… Algunos cuentos de Piglia también.
El veterano lo miró como le hubiera gustado a Chandler para poder describirlo minuciosamente.
– Yo hace rato que no leo, pibe… Yo vivo las policiales. Yo soy un detective privado con oficina y todo, con ayudante y todo. Lo demás es literatura.
– Vamos… No joda, que yo vi la biblioteca de ahí atrás y no falta nada: los cien primeros números del Séptimo Círculo, dos estantes de Rastros, la Serie Naranja, el Club del Misterio. Hasta Míster Reeder está, Etchenique… No joda.
El gallego paró la oreja. Había ciertos temas que nunca había podido conversar con el ex jubilado, que andaban por ahí abajo como un mar de fondo lleno de pulpos o grandes peces.
– Hay una cosa, pibe -dijo Etchenaik sobrando sin que le sobrara-. Marlowe no existe… Yo sí.
El otro vaciló un momento. Pudo haber dicho algo definitivo pero no dijo nada.
– Ahora hay que localizar a Marcial -dijo Etchenaik tirando la pelota afuera, volviendo a su territorio.
Tony reaccionó, recordó algo que le molestaba además del pie.
¿Dónde vas a ir?
– A Munro, a hablar con el del club. ¿El auto está en la Boca todavía?
– No. En el estacionamiento de al lado.
Hubo una pausa en la que Etchenaik debía preguntar si Tony había averiguado algo sobre Chola, si había llamado a Robledo y a Willy Rafetto, o que Tony utilizaría en enterarse del episodio de Congreso. Pero no. El gallego había concentrado su melancolía en el pie cachuzo y permanecía enculado y silencioso como ante las peores tormentas.
– Me voy a bañar -dijo Etchenaik poniéndose de pie.
– Oíme -lo paró Tony cuando tenía la mano en el picaporte del baño-. Mira lo que estás haciendo. Te metiste en el caso de puro caliente nomás y ahora hay tres muertos. Tres. Ya estamos en orsay con la cana y esos tipos nos pueden amasijar en serio… Yo no me puedo mover.
El veterano no dijo nada. Lo miró un momento, después entró al baño.
Se duchó y afeitó con agua fría, con la voz chillona del sobrino en las orejas, con las baldosas blancas y negras empapadas. Pasó el secador, se vistió sintiendo el cuerpo saludablemente castigado y salió conciliador.
– Tata, la bendición -dijo arrodillándose junto al sillón.
El gallego sonrió, forcejeando con sus propias ganas de enojarse, y le puso la mano sobre el pelo mojado todavía.
– Hijo, ve al carajo y que el diablo te lleve por ser tan animal.
– Gracias, tata.
Giangreco no entendía nada pero seguía anotando en su block. Etchenaik se paró.
– Averiguame algo de la Chola y llama a esa gente, no seas amargado… -dijo amistoso-. Te prometo que mañana charlamos todo esto.
Tony no le creyó, claro que no. Pero cuando el veterano se fue le pidió a Giangreco que se fijara si estaba todavía el Falcon abajo.
– Se fue, tío. Creo que él se lo llevó pegado.
Pocholo, el cantinero del club Defensores de Munro, estaba tras el mostrador masajeando el mármol con la rejilla. El trapo dibujaba un círculo de la registradora a la máquina de café. Ya no quedaba nada por limpiar pero igualmente el brazo iba y venía. Etchenaik repitió por tercera vez la pregunta:
– ¿Dónde puedo encontrarlo a Marcial?
El hombre siguió moviendo el trapo, mirándolo fijamente en un lugar de la cara que no eran las cejas ni la nariz sino algún otro, equidistante de los ojos y la boca, pero más atrás. Una manera de mirar capaz de poner nervioso a cualquiera. A Etchenaik también.
– Pare -dijo poniéndole la mano sobre el brazo-. Se gasta, el mármol.
El hombre siguió con su tarea, arrastrando ahora el brazo del otro.
– Usted estaba la otra vez.
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