– En la cartera.
Etchenaik hizo una mueca de asco.
– Es increíble la cantidad de cosas que pueden llevar las minas en la cartera. Esta piba parece Alberto Arenas, el del tango… Anda con todas las pruebas encima.
Hubo una pausa. Había que decirlo de una vez, porque era como una gota pendiente, semiderramada. Y Etchenaik lo dijo:
– Alguien lo puso ahí. El revólver, digo.
– Basta -la voz de Cittadini volvió a temblar.
Etchenaik movió la cabeza con desaliento.
– Y hasta me imagino quién la puso ahí. El oficial ese está muy interesado en que el partido termine rápido. Por eso no hablo más… Si hasta usted parece que se cuida, como si le tuviera miedo a Bertoldi que…
Pese al esfuerzo que hizo Cittadini desde el otro lado del escritorio para calzarlo en el mentón, el puñetazo llegó abierto, muy abierto. Etchenaik recibió el golpe sobre el pómulo, de abajo hacia arriba, y trastabilló. El escritorio tembló por el cimbronazo y el mástil que estaba en un extremo rodó por el piso. El salpicón de tinta negra dejó las manchas vibrando sobre el papel impecable, lo chorreó, corrió hasta gotear desagradablemente en el suelo.
Etchenaik se dejó caer en el sillón.
El comisario permaneció un momento turbado junto al escritorio. Después se agachó rápidamente para recoger el mástil. Antes de colocarlo en su lugar lo frotó cuidadosamente con el antebrazo. Enderezó el tintero, estrujó indiscriminadamente los papeles manchados y arrojó todo al canasto a sus espaldas. Se sentó. Sacó un cigarrillo y lo encendió; echó humo largamente.
– ¿Quiere fumar?
Etchenaik no contestó. Siguió tocándose la cara.
En el reloj eran las siete y cinco. La aguja del minutero dio varias vueltas más antes de que, luego de toser secamente, el comisario Cittadini dijera, con un tono que quiso ser casual:
– Supongo que Macías tendrá sus razones. Por mi parte, hagamos de cuenta que empezamos de nuevo. Acabo de tirar al canasto algunos papeles; entre ellos, su declaración. Le aviso que si no colabora es muy simple saltearlo: no existe y listo.
Hubo otra pausa.
– ¿Terminamos ya? -dijo Etchenaik.
Cittadini no alcanzó a contestar. Una sombra ocupó el vidrio esmerilado y un segundo después el hombre estaba adentro:
– Buenos días, señores.
– Buenos días, inspector.
Cittadini separó las nalgas del asiento y extendió la mano. El que había entrado la apretó firmemente pero con aire distraído, la mirada fija en el hombre que permanecía derrumbado en el sillón.
– Cómo te va, Etchenique…
– Qué haces.
El inspector lo miró un instante, como esperando algo más, y se volvió al comisario.
– Acabo de hablar largo con Bertoldi. No sé qué opinará usted pero creo que hay que tirar todo y empezar de nuevo.
Cittadini abrió mucho los ojos.
– Sin duda -dijo-. Por supuesto.
Macías sonrió. De pronto comenzó a dar largos pasos en uno y otro sentido de la oficina, como si estuviera midiendo un campo a zancadas. Era un colorado bajo y desprolijo. El saco de su traje de un gris indefinido le colgaba de los hombros como si estuviera en el respaldo de una silla. El nudo de la corbata pendía a la altura del segundo botón de la camisa entreabierta y mientras caminaba no dejaba de hacer algo con sus manos llenas de pecas.
– ¿Y el testimonio de este hombre? -dijo deteniéndose bruscamente.
– Incompleto, un disparate… Tengo la certeza de que oculta algo o a alguien.
Macías largó una carcajada llena de ironía.
– Hay que entender a estos tipos, comisario -dijo señalando al veterano como un guía que muestra los animales raros del zoológico-. Los detectives de las novelas policiales, como éste, se toman muy en serio su trabajo y tiene un código muy estricto de lealtades. Son capaces de dejarse golpear y algo más con tal de no decir el color de las medias o el nombre del sobrino del que llaman su cliente… ¿No es así?
No esperaba una respuesta. Etchenaik tiró la ceniza y lo miró desde detrás del humo.
– Bueno… -prosiguió el inspector y golpeó las manos como si algo importante estuviera por comenzar-. Este hombre viene conmigo, y su compañero también. Ya le dije a Bertoldi que me junte todos los antecedentes de los dos casos: los testigos del For Export, la versión inicial de las declaraciones de Etchenique, las pruebas encontradas en poder de la Benítez, el prontuario de ella… Me llevo todo ahora a la Central y por la tarde nos comunicamos para rearmar todo esto. ¿De acuerdo, comisario?
Cittadini asintió sin despegar los labios. Estaba parado junto a su escritorio, una figura erguida tras el mástil con la bandera mustia y manchada.
– ¿Alguna novedad sobre Duggan?
– Todavía no, inspector.
Macías miró a Etchenaik largamente, como si esperase algo de él, apenas una leve seña de truco, una complicidad que justificase el cable que le estaba tirando, tanto cuidado. Pero no.
Entonces giró en redondo, le indicó con un gesto que lo siguiera y salió con los mismos largos pasos con que había entrado.
El veterano cerró la puerta detrás de él.
El Falcon estaba en la vereda de enfrente. El gallego cruzó apoyado en Etchenaik con su tobillo vendado y se instalaron en el asiento de atrás. Tony ni siquiera había llegado a declarar.
Macías se sentó junto al uniformado que manejaba.
– A la Central -dijo.
Arrancaron. El gallego le dedicó una amplia sonrisa al agente de guardia.
– ¿Qué haces? -dijo Etchenaik por lo bajo.
– El que ríe primero, ríe dos veces -aseguró Tony con una soltura desconocida.
Etchenaik iba a contestarle y después suspiró. Nadie hizo ningún comentario.
Luego de observar por unos momentos las nucas rapadas de adelante, Tony García se estiró en el asiento y se quedó mirando pensativamente su pie lastimado.
Cuando Etchenaik salió de la Central de Policía, la tarde clara y soleada no parecía parte del incómodo febrero. El veterano sintió ganas de celebrar algo; que fuese su cumpleaños, por ejemplo. Pero no. Daba lástima desaprovechar tanto cielo celeste y limpio, regalar el aire a la desgracia o los malentendidos.
Cruzó la calle, entró al primer bar que encontró y telefoneó a la agencia. Mientras la campanilla sonaba vio en el espejo su aspecto deplorable. Necesitaba un baño, una afeitada, una cama.
Atendió Tony, tranquilo.
– Hola, gallego.
– ¿De dónde me hablas?
– Macías me acaba de largar. Me dijo que a vos no te iba a retener.
– Casi no estuve adentro… ¿Pero, quién es ese tipo? ¿De dónde lo conoces? Si no es por él, los turros aquellos nos exprimen como una rejilla.
– Es largo. Después te explico; es buen tipo.
– A mí me mandó a la enfermería, me curaron y a la media hora un ofiche me preguntó si podía irme solo. Le dije que sí y le pregunté por vos. No sabía nada. Rajé igual, antes de que se arrepintieran.
– Estuvo bien Macías. No quiso apretarnos por separado para ver si nos contradecíamos.
– ¿Vos qué le dijiste?
Etchenaik se entretuvo observando un Falcon detenido enfrente. El que estaba al volante lo miraba también.
– ¿Me oís? -insistió Tony.
– Sí. ¿Cómo anda la gamba?
– Bien. Exageré un poco nomás. ¿Qué le contaste a Macías?
– Le dije que Duggan era Marcial y que me había llamado. Me prometió guardarse el dato y no usarlo en la investigación hasta que se clarifique algo más. Era lo menos que podía decirle. Si no, no salía más.
– Claro. ¿Venís para acá?
– En media hora estoy ahí… Hay que averiguar todo lo que se pueda sobre Chola Benítez y conseguir localizar a algunos de los que estaban la otra noche. Los peces gordos no… los otros. Encárgate de revisar el archivo y llama a Willy Rafetto y a Robledo de parte mía, con cuidado de no deschavarte demasiado. Ellos te pueden dar puntas, conocen el ambiente.
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