Volvió a la habitación ya más suelto. Bajó el arma y caminó hasta el fondo. Miró la gorra -Tienda Los Vascos, Salta e Hipólito Yrigoyen, Buenos Aires- y el paraguas de Taiwán. Dejó todo en su lugar. El armario estaba cerrado por un candadito. Dio un tirón. Nada. Dio otro tirón; nada, golpeó con la culata, haciendo un ruido que se imaginó terrible. Pegaba una vez y paraba; pegaba otra vez y paraba. Al final saltó uno de los sostenes del candado, astilló la madera y pudo abrir la puerta de un tirón. Había ropa de mujer hecha un bollo, papeles, un afiche arrugado. Lo recogió. Eran tres puntos con cara de bolero pero una pinta orillera que les enmarcaba las melenas como aureola de santo: Los Pargas. Para su contratación, Star Producciones: Galería Roma, local 15, Lomas de Zamora. Era un dato.
Pero algo pasó. Algo, levísimo, ni siquiera un ruido. Un roce apenas o menos que eso. Etchenaik soltó todo, giró con el arma levantada. Algo había cambiado y de pronto supo qué era. Estiró la mano izquierda y de un manotazo hizo volar la colcha del sofá.
No eran almohadones.
La chica llevaba puesto un slip negro y una tira que le tapaba la boca. Tenía los ojos demasiado abiertos y el pelo derramado hasta el suelo era una gruesa pincelada oscura.
La muchacha se arrastró como pudo hasta el apoyabrazos más lejano con las pupilas dilatadas y los labios temblorosos, deformados por la mordaza. Etchenaik vio las muñecas atadas, ese cuerpo cubierto de moretones, machucado por el terror como un animalito acorralado. Y entonces la reconoció. Era la piba que había intentado avisarle algo en el restaurante pero estaba demasiado asustada para entender qué pasaba.
– Tranquila -dijo acariciándole la cabeza-. Te vengo a ayudar.
Ella empezó a llorar. Etchenaik la cubrió con la colcha, sacó el cortaplumas y cortó el pedazo de cuerda que le había marcado las muñecas. Lo que la amordazaba era su propio sutién apretado salvajemente contra las comisuras de la boca abierta. Lo cortó también y le masajeó las mejillas. Ella se dejó caer sollozando y Etchenaik la reclinó contra el sillón.
– ¿Qué tal ahora?
La chica asintió con los ojos cerrados, respirando entrecortadamente. El veterano fue al baño y trajo un vaso de agua.
– Gracias -articuló ella, moviendo la boca como si los sonidos fueran chicles que se masticaran para luego escupirlos.
Etchenaik se sentó en el apoyabrazos.
– Gracias a vos también. Ahora ya pasó todo.
La muchacha no contestó. Se frotaba las muñecas y gemía débilmente.
– Quédate así. Cuando estés bien nos vamos. ¿Crees que vas a poder andar?
Ella dijo que sí y señaló el armario.
– La ropa -susurró.
Etchenaik agarró la ropa que antes había revisado, y también un par de sandalias rojas. Las dejó junto a ella.
– Te ayudo -dijo.
La piba se sentó como pudo y él le puso la camisa. Ella sonrió apenas. La llevó hasta el baño, le lavó la cara, la dejó sola para que terminara de vestirse.
– ¿Qué pasó con Marchese y el gallego? -preguntó al salir.
– El de la camisa a cuadros se comió las baldosas del patio; el otro duerme arriba con la cabeza rota. ¿Había alguien más?
– Creo que no.
Etchenaik se paseó por la pieza, hurgó bajo el sillón, pateó las revistas… No había nada más allí.
– ¿Cómo te llamas?
– Chola. Chola Benítez… -Y se animó a ir un poquito más lejos. – ¿Sabes qué pasó con Alfredo?
– No. En el momento de los tiros me desmayaron y no desperté hasta hace un rato, en la terraza… ¿Qué lugar es éste?
La chica se encogió de hombros.
– ¿Sos amiga de Alfredo?
Ella asintió, se le escapó otro sollozo.
Etchenaik comprendió que no era el momento para preguntar nada. La tomó del brazo para ayudarla a levantarse.
– Vamos ahora -dijo-. Hay que irse de acá.
Cuando la piba levantó la mirada dio un grito.
Etchenaik giró con el arma amartillada. No llegó a disparar: Tony García estaba parado en el marco de la puerta con un hacha en la mano.
– ¿Tenés para mucho? La salida del fondo ya está abierta…
Chola los miró alternativamente sin entender.
– Vamos a salir por atrás -explicó Etchenaik-. Puede haber vigilancia en la entrada.
– ¿Es de noche?
– Todavía sí. Deben haber pasado cinco o seis horas desde el tiroteo.
– No puede ser -dijo Chola-. Yo estuve en otro lugar y había luz cuando me trajeron acá.
El veterano se volvió al espejo y tanteó la barba crecida, entendió la sensación de hambre.
– Todo un día planchados -murmuró.
18. Balas contra la chapa
Chola se aferró al brazo de Etchenaik.
– Vamos, por favor, tengo miedo de quedarme acá.
– Sí. Vamos ya -dijo Tony balanceando el hacha.
Salieron. En el patio la chica se detuvo junto al caído, los ojos entrecerrados como si mirase el sol.
– Éste es Marchese -dijo sin odio.
En ese momento Tony echó una puteada. Alguien había terminado de abrir la puerta rota a hachazos.
– Ese hijo de puta se escapó… -gruñó. Y corrió hacia la escalera.
Se oyeron sus pasos en la terraza, los insultos. Regresó en cuatro saltos, con toda la amargura.
– Rajemos ahora. El muy bestia reaccionó y se fue.
Atravesaron la puerta y se encontraron en el patio de un conventillo. Un perro ladró y se acercó amenazante. Etchenaik le tiró una patada y caminó hacia la salida, un pasillo entre dos altas paredes de lata iluminado por un foquito miserable. La chica fue tras él mientras Tony se retrasaba un poco.
– Guarda al salir.
El veterano agarró a la chica de la mano y abrió la puerta.
Hubo un estallido y la chapa sonó junto a su cabeza. Otro disparo se clavó a sus pies. Se agazapó y disparó dos veces hacia donde se habían encendido los fogonazos, en la vereda de enfrente.
– Vamos, gallego… Hay que salir o nos revientan.
– No estamos lejos -dijo Chola-. Creo que es una cortada que da detrás de la cancha de Boca. Por aquel lado deben estar los baldíos de Casa Amarilla.
Etchenaik se volvió a los otros dos:
– No hay para elegir. Salimos de golpe y corremos hacia la izquierda. Hay que tirar mucho, Tony. No creo que sean más de tres. Vamos.
Abrió la puerta de una patada y se arrojó hacia adelante disparando. La chica lo siguió. Hubo dos tiros desde la misma vereda y Etchenaik, sin dejar de correr, se acercó a los árboles del cordón. Fue Tony García el que contestó desde el umbral. Tres tiros muy rápidos, casi nerviosos, y una sombra se derrumbó detrás de un árbol. Tony salió a la calle y disparó ahora contra la vereda de enfrente y nadie contestó. Corrió entonces hacia la esquina pero una bala zumbó sobre su cabeza y lo hizo meterse en un zaguán. Etchenaik había desaparecido con la chica flameando a su lado en la esquina que ahora parecía inalcanzable, veinte metros más allá.
Por un momento volvió la calma. Se oyó el ruido de alguna ventana que se abría, gritos más allá. Una voz se alzó, enardecida:
– ¡Al otro, boludos!… ¡Que no se escape el otro con la mina!
Dos sombras se desplazaron ágiles entre los árboles de enfrente. Instintivamente, Tony disparó otra vez y luego gatillo en falso. Pensó que la cosa ahora sí se complicaba.
Pero en ese momento hubo un chirriar de frenos en la esquina y un Peugeot se cruzó de cordón a cordón sin dejar de acelerar. Enderezó como pudo y salió por el centro de la calle.
– ¡Tony! -dijo Etchenaik sacando la cabeza por la ventanilla.
– ¡Arriba!
El gallego se lanzó hacia adelante mientras el auto clavaba los frenos, cordoneando con las ruedas traseras. La puerta abierta se agitó como un ala desasida y golpeó contra el árbol. El vidrio estalló. Cubriéndose la cara, Tony se zambulló por el hueco, las piernas le quedaron colgando y pataleó para ponerse a salvo cuando ya Etchenaik había vuelto a acelerar y las chapas del Peugeot eran penetradas una y otra vez por los balazos que cruzaban la calle desde todos los ángulos.
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