Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Empezó a sonar música como si alguien machacase acompasadamente una mesa de vidrio con un martillito mientras sonaban lijas, una voz distante de rematador infructuoso. El golpeteo se hizo más fuerte mientras la nieve empujaba las persianas y una figura se iba dibujando al frente. La música fue perdiendo aristas, llenando los golpes de acordes, las voces se destilaron hasta poder reconocer la melodía:

«Qué lindo que es estar en Mar del Plata, / en alpargatas, en alpargatas…»

Etchenaik supo que la música salía de aquel núcleo oscuro que se hamacaba, iba y venía como una gran piedra movediza, equilibrio inestable y musical. Luego tomó contornos más precisos y fue una silla y un hombre grande de camisa verde, sentado.

Etchenaik sintió su cuerpo: estaba tirado en el suelo, boca abajo, con el mentón apoyado en el plano inclinado que iba a morir junto al hombre de la camisa verde, la silla y la música. Aunque podía mantener los ojos abiertos, no quería. Sentía la tentación de cerrarlos y dejarse llevar pos las laboriosas cucarachas que se obstinaban en arrastrarlo hasta el hombre sentado allá, junto a la música que ahora rompía las paredes.

– El ruido -dijo.

Hubo un movimiento imperceptible.

– Te despertaste, cabrón.

Oyó la voz indiferente del hombre que habló sin moverse de su sitio, aburrido como la misma música que descendía ahora, monótona, una lluvia pareja, hinchapelotas.

– Se te escapa el piso. ¿Eh, cabrón?

La voz estaba ahora sobre su cabeza. Etchenaik alzó los ojos pero el pozo comenzó a chuparlo otra vez hacia arriba.

– Me quiero bajar, quiero salir -dijo apoyándose en los codos.

El otro se rió y se alejó hacia la silla. Tanteó el piso, agachándose. Su risa se superpuso a las voces que seguían hablando de patas y alpargatas. Etchenaik levantó la cabeza y sintió que algo venía rodando hacia él con ruido infernal.

La botella lo golpeó sobre la nariz, entre las cejas.

– ¡Chanta! -dijo el de la música.

Fue una espiral de dolor que concentró todo repentinamente en la frente. En ese fuego blanco que estalló como un globo ante sus ojos, Etchenaik encontró el centro ordenador que le puso la cabeza sobre los hombros, los dedos en las manos, el techo en su lugar.

Como si el golpe lo hubiera despertado, abrió los ojos. Entonces vio venir, rodando, otra botella. Pudo esquivarla pero comprendió oscuramente que no le convenía. Abatió la cabeza y esperó, sufrió, controló el golpe contra la coronilla.

– ¡Chanta otra vez! ¡Chanta cuatro, cabrón! -dijo el otro sin entusiasmo.

Sintió que el nuevo golpe confluía con el de la frente y se unían en el centro de la cabeza. De ese centro salía un hilo finito que le hilvanaba los miembros.

– Esto es droga… Los hijos de puta… -pensó.

13. Botellazos en la noche

Con los ojos abiertos, Etchenaik reconoció la pieza estrecha en la que estaba tirado, la mezquina lamparita, el elástico apoyado contra la pared descascarada, la pila de botellas. El grandote se balanceaba en la silla que cubría el hueco de la puerta. Tenía un aire satisfecho o imbécil con su flequillo negro pegado a la frente y la mandíbula acusada como una quilla. La música salía de su mano derecha, donde seguramente estaría oculta la radio chillona. Sonreía mientras chasqueaba los dedos a destiempo.

El veterano giró la cabeza lentamente y localizó a Tony, sentado o tirado con la cabeza ladeada, apoyada en la pared. Su pie izquierdo estaba cerca de la cintura del gallego. Le dio un golpe que lo conmovió. Tony se agitó y no abrió los ojos.

En ese momento, por encima de la música o a través de ella comenzó a crecer una sirena. El grandote silenció la radio con un apretón suave de su puño y abrió la puerta de un tirón. La sirena llenó la pieza como una ola. El matón ocultó la noche con su cuerpo. Por encima del hombro, Etchenaik vio retazos de cielo oscuro, algunas estrellas. Volvió a golpear con el pie.

Por los sacudones de las costillas o por las breves ráfagas frescas que se colaron por la puerta abierta, en un momento dado Tony dijo algo, movió pesadamente la cabeza y despertó. Ya la sirena se disolvía, un punto imperceptible en el tramado de la noche, cuando el hombre se volvió. El gallego quedó un momento perplejo, un paracaidista caído en un gallinero.

Se miraron.

– ¡Loureiro! -gritó Tony García-. ¿Qué haces, Loureiro?

Para el otro fue como si le saltase una víbora entre las piernas. Sacó un revólver y dio un paso atrás, apuntándole a la cabeza.

– ¿Qué hacés vos? ¿Quién sos vos?

– Pero pibe… Loureiro, ¿no te acordás?… -dijo Tony tratando de incorporarse.

– Quieto o te quemo.

Mientras Etchenaik arrimaba los dedos a las patas de una silla cercana, Tony parpadeó, se llevó la mano a la cabeza ensangrentada. Parecía hipnotizado; miraba el revólver y se estiraba como para agarrar una manija del aire.

– Pero pará, pibe… ¿No te acordás de mí?… Antonio García, en el Centro Asturiano…

El grandote dio un paso al frente con el entrecejo ceñido; al segundo paso no oía lo que balbuceaba el otro, y al tercero ya enarbolaba el revólver como para disolverle la memoria.

En ese momento Etchenaik dio un tirón y arrastró la silla violentamente contra las piernas del matón. Fue un golpe zonzo pero exacto en la parte de atrás de la rodilla. El grandote vaciló y se vino en banda con una puteada inconclusa. No había llegado al suelo cuando ya Etchenaik le había tirado dos botellazos. El primero le resultó alto por el apuro; el segundo, de vuelta, le partió la frente y dejó el vidrio más grande del tamaño de una mosca. El matón quedó tendido. No se movió más. Abrió lentamente las manos, la radio se deslizó de sus dedos y comenzó a funcionar.

Etchenaik estaba en cuatro patas, tratando de controlar el vaivén del piso para ponerse de pie. Avanzó gateando por encima del cuerpo caído y se apoderó del arma. Era la suya. La guardó en el bolsillo y apoyándose en la pared se arrimó a Tony, que había vuelto a derrumbarse. Lo zamarreó.

– Gallego, tenemos que salir de acá.

El otro miró a su alrededor, vio la mole a sus pies, la sangre sobre la cara, el pelo pegoteado.

– El pibe Loureiro, mirá vos…

– ¿En serio lo conocías?

– Un mozo del Asturiano, un buen muchacho.

– Seguro -dijo Etchenaik, y le pisó dulcemente la oreja…

14. Alguien que sube

Etchenaik se apretó la cabeza con las dos manos y la movió como para atornillársela al cuello. Tony estaba también en cuatro patas y abría y cerraba los ojos. Miró su reloj.

– Las dos y media. Hace más de tres horas que nos plancharon.

– Voy a ver qué es este lugar -dijo Etchenaik.

Gateó hasta la puerta entreabierta y sacó la cabeza. Era una terraza grande y oscura en forma de ele que no daba a la calle, llena de cajones y botellas. Se recostó contra la pared.

– Vení, despertate.

Tony se acercó tropezando y se desplomó junto a él. No se oían ruidos y nada se movía. Sólo el rumor de la radio en el suelo.

Dos gatos sigilosos pasaron sobre sus piernas y se metieron en la pieza. Dieron unas vueltas pegados a las paredes y se acercaron tímidamente al caído. Olfatearon la sangre y salieron. Con una breve carrerita se perdieron en un ángulo de la terraza.

– Ahí hay una escalera. Voy a ver.

Etchenaik se tambaleó hasta donde habían desaparecido los gatos. Al acercarse al borde, se agachó. Era una trémula escalera de caracol que daba a un patio apenas iluminado por una lamparita que pendía entre dos puertas. Una estaba cerrada; la otra, entreabierta. Y alguien se movía en la oscuridad.

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