Etchenaik metió el arma en la sobaquera. Sin decir nada dio media vuelta y se dirigió a la pieza que daba al frente. El otro lo siguió.
– ¿Y usted quién es? -dijo en un hilito de voz.
– ¿Qué piensa que pasó? -dijo Etchenaik sin contestarle mientras le alcanzaba una tarjeta.
Brotto miró el pedacito de cartulina hipnotizado.
– Parecen ladrones, ¿no? -tartamudeó levantando la mirada.
– Parecen.
El hombre trató de ponerse las manos en los bolsillos y al darse cuenta de que tenía los guantes sucios las sacó rápidamente.
– Arreglando las plantas… -dijo señalándose los dedos con tierra.
– No lo vi al entrar.
– Estaría en el baldío de al lado, tirando los yuyos y el cascote…
Etchenaik tomó repentinos ánimos.
– Vamos -dijo-. Hay que llamar a la policía.
– ¿Por qué no esperamos a que Díaz regrese? Tal vez él…
Etchenaik lo miró desde la puerta.
– No creo que vuelva, al menos por ahora.
Entraron a la casa. Brotto, adelante, miraba a todos lados como si estuviera en un lugar extraño.
– Por aquí -dijo.
En el pequeño living se mezclaba todo. Había un piano que ocupaba media pared, con su crochet y un florerito. Enfrente, una vitrina de cristales biselados convivía por los azares de la herencia con una mesa de fórmica y un cuadro seudochino de pinceladas brillantes sobre terciopelo negro.
– Mi señora es profesora -dijo Brotto cuando vio a Etchenaik curioseando un diploma junto al piano.
Etchenaik asintió y se dirigió directamente al teléfono. Comenzó a discar. Brotto estiró la mano.
– No llame. Por favor…
35. Hombres malos, de noche
En el momento en que Brotto ponía la mano sobre la horquilla y Etchenaik se aprestaba a replicar, una nena salió corriendo de una habitación contigua y se abrazó a las piernas del hombre.
– Hola -dijo Etchenaik.
La nena lo miró con ojos grandes, no contestó.
– Anda para allá -dijo Brotto bruscamente.
– ¿El señor es malo?
– No, es bueno. Ándate ahora.
– ¿Quiénes son los hombres malos? -dijo Etchenaik agachándose-. ¿Qué hicieron los hombres malos?
– Golpearon la puerta. ¿Van a golpear otra vez?
– No, no van a golpear otra vez. Vamos…
Brotto la levantó y la llevó en brazos a la otra habitación. Por un momento se siguió escuchando la voz finita que preguntaba, la voz gruesa calmándola.
Cuando el hombre regresó y cerró la puerta, en su cara de peluquero estaba todo el miedo del mundo.
– No llame -dijo.
– Está bien. No llamo… Hable entonces.
Etchenaik lo acosó mientras el otro se sacaba los guantes, buscaba respuestas con la mirada perdida.
– No tengo demasiado tiempo, Brotto…
Hubo un silencio largo. Sólo se oía el ronroneo de una Siam veterana en la cocina, su temblor al detenerse. Después, los grillos del patio, las ranas del baldío, todo con el fondo opaco del televisor. Brotto se quitó el saco, aflojó la corbata.
– ¿Y?… -apuró Etchenaik adelantando el mentón-. Nos va a agarrar la noche…
– Fue ayer -dijo Brotto luego de otro silencio interminable-. Anoche, tarde. No vi a los tipos. No los vi bien, quiero decir. Me levanté a abrir la puerta de la cocina para que corriera un poco de aire y en eso veo a tres o cuatro tipos que corren hacia la casilla. Uno se dio cuenta y me amenazó con el revólver: «Métete adentro o te quemo. Y cuidado con lo que haces», me dijo. Se quedó junto a la puerta, de guardia, y los demás fueron al fondo. Me hicieron meter acá y no vi nada. No pude hablar por teléfono ni pedir auxilio porque el tipo me apuntaba. Oí el golpe contra la chapa y por un rato ningún ruido más. En el momento de irse me patearon la puerta para intimidarme. «Ni se te ocurra ir a la cana. Mira que te vamos a vigilar, eh…» y se fueron.
– ¿Y usted qué hizo?
El peluquero movió las manos, que parecieron casi obscenas sin guantes.
– Yo esperé. Tenía miedo. Pensé que lo mejor era que fuera el mismo Díaz el que hiciera la denuncia, cuando volviera a la madrugada.
– Claro… -acompañó Etchenaik, casi amistoso-. Porque Marcial no estaba en la casa anoche. No estaba, seguro que no estaba.
El rostro de Brotto se endureció. Fue como un levísimo gesto de tensión. Inmediatamente recuperó la movilidad cautelosa del relato.
– Es muy raro que vuelva antes de las tres o cuatro de la mañana. Díaz no estaba; si no, me hubiera dado cuenta.
– Brotto: usted asegura que Marcial no estaba cuando los tipos llegaron -puntualizó sin asco Etchenaik.
– Sí, claro que sí. No había luz.
– No había luz. Y eso significa…
El peluquero cruzó una mano frente a su cara, sacó alguna telaraña o algo más que le molestaba y no le dejaba ver o pensar claro.
– Está bien, tiene razón: no me alcanza para probar nada. Pero no estaba.
– De otra manera, mejor -dijo Etchenaik con displicencia-. La luz no significa nada, Brotto. Usted piensa… piensa que probablemente Marcial no estaba allí.
Pero ya Brotto no pensaba nada. Se quería ir.
Las cosas habían llegado demasiado lejos. Brotto estaba colgado de una ramita, suspendido en el abismo, y Etchenaik lo miraba, sentado en el borde. Podía estirar la mano o no. Podía pegarle un tacazo en los dedos, escuchar el aullido inútil, el ruido sordo, también inútil, de la muerte.
– Supongamos que le creo, mejor… Y ahora siga contando -dijo sentándose sobre la mesa, la rodilla derecha a la altura del pecho del peluquero.
Brotto supo que el otro le concedía una tregua, aflojaba la presión justo cuando él ya no quería más. Aunque no sabía por qué se aferró a esa posibilidad, siguió ciegamente adelante:
– Con mi mujer decidimos que lo mejor era hacer como que no habíamos oído nada y esperar que llegara Díaz -dijo de un tirón-. Nos asustamos un poco cuando pasó toda la noche y después la mañana sin que apareciera. Al mediodía entré a la casilla y vi todo revuelto pero nada raro, así que me tranquilicé. No quise llamar a la policía por miedo a las represalias: no va a ser la primera vez que por menos que esos le meten cuatro tiros a uno. Además, esperábamos que apareciera Díaz, no sabíamos qué buscaban los tipos y por ahí él no quería escándalos… Así que estuve trabajando normalmente toda la tarde y al atardecer me puse a arreglar el jardín. En el momento que volvía del baldío me pareció notar algún movimiento adentro y me animé a entrar. Creí que era Díaz. Era usted.
Etchenaik acomodó las nalgas sobre la fórmica.
– Usted se complica mucho la vida, Brotto. Nadie puede creer que los tipos hayan venido a robar… Le hubieran afanado a usted. Buscaban a Díaz o algo que Díaz tenía y se llevaron. Y eso lo sabe, no se haga el gil. Además, rece porque Marcial aparezca con vida porque la cosa viene muy sucia. Y vaya a la cana, ya. Haga la denuncia y cuénteles lo que me dijo a mí, tal cual. Va a ser bravo pero por ahí le creen y no lo salpican.
– Voy a hacer eso. -Las manos juntas, la cabeza asintiendo, toda la voluntad del mundo en que le creyeran-. Pero yo no entiendo qué pasa, señor… ¿En qué andaba Díaz?
– ¿Cómo «andaba»? -Etchenaik lo miró con desaliento, con asco-. ¿Tanto miedo tiene? Cuanto más se trabuque y mienta va a ser peor.
Brotto dijo que sí repetidamente y quedó derrumbado sobre la silla. Etchenaik le golpeó el hombro, le hizo levantar la cabeza y le puso otra vez el revólver en la nariz.
– Una mentirita más, gusanito… Usted a mí no me conoce. No necesito explicarle por qué le conviene seguir perdiendo la memoria.
Читать дальше