Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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Hubo unos ruiditos de complicidad, chasquidos de boca de quien se dispone a morder y tiene hambre y la comida es rica.

– Lo suficiente como para escribir su elogio fúnebre o hacerle un escándalo en veinticuatro horas. Es guita en serio esa.

– Es lo que necesito. ¿A qué hora?

– A las siete estaría bien.

– A las siete, entonces.

Tenía tiempo de sobra. Pidió la guía y buscó: Huergo, Mariano

83. El Sin Cruz

Había una lista larga de Huergos en la guía. Los anotó a todos. Las oficinas de don Mariano estaban en Diagonal Norte al quinientos. La que sería su casa particular era por Palermo. Cuando intentó volver al teléfono las señoras se habían multiplicado y decidió que era hora de ir a buscar el auto al taller; el gallego le había asegurado que Garibotto cumpliría su promesa de tenerlo para la tarde. Era cumplidor, Garibotto.

El taller quedaba en Córdoba y Agüero. Hizo el viaje en el 29 y estaba tan abstraído que no prestó atención a los carros de asalto estacionados en Callao o los patrulleros que aturdían por Pueyrredón rumbo a Once.

Garibotto lo saludó desde abajo de un Fiat 128 que tenía más chapas rotas que sanas.

– Puedo esperar un rato. Si quiere voy y vuelvo -dijo Etchenaik.

Recién el otro mostró la cara asomándose por debajo del paragolpes.

– Buenas tardes, ¿cómo le va? -tenía una gorra de color y forma indefinidos y la grasa lo cubría como una película protectora-. Ya estoy con usted. El auto está allá, en el fondo. Listo.

Etchenaik caminó bajo el techo abovedado hasta encontrar el Plymouth profusamente maquillado de color ladrillo. Tenía el capot todavía levantado y había algo de indecente en eso, como la boca desdentada de una mujer vieja, demasiado pintada. Bajó pudorosamente la chapa articulada, se subió y empuñó el volante, la mirada en las manchas que había dejado en el parabrisas la lluvia de días atrás en Chacarita. Se quedó un rato así, pisoteando los pedales como un pibe.

– Sáquelo, señor Etchenaik -era Garibotto golpeándole el vidrio con las uñas sucias y crecidas.

– Se lo dejo a usted… ¿Me permite usar el teléfono?

– Vaya nomás… Ahí adelante, en la oficina.

En el estrecho cuartito que Garibotto llamaba su oficina, rodeado de vidrios engrasados, Etchenaik disco con la mirada fija en el almanaque en que una chica trataba de demostrar que era lo más natural del mundo estar sentada en pelotas sobre una pila de neumáticos Pirelli.

– Estudio -le informaron.

– Con Huergo, por favor.

– El doctor está ocupado. ¿Quién le habla?

– El fiscal Etchenaik. Es urgente, señorita.

– Un momento.

Se escuchó el teclear de máquinas, los lejanos bocinazos de un semáforo de Diagonal Norte.

– Hola, ¿quién es? -la voz sonó urgente pero emparedada entre el almidón y la corbata.

– Habla Etchenaik.

– Ah, usted… ¿Qué quiere?

– Tenemos que hablar.

– Cambia pronto de opinión.

– Las cosas pasan bastante rápido, últimamente. Hay algunos que se creen muy rápidos, también.

Se hizo una pausa de esas que un hombre demasiado ocupado no puede soportar. Uno demasiado estúpido, tampoco.

– Bueno, ¿qué quiere hablar?

Etchenaik le hizo unos finos bigotitos a la chica de Pirelli y se dedicó a transformar el año del almanaque en un 94 que, pensó, nunca vería.

– ¿Ahí o en su casa? -dijo de golpe.

– En casa… A las nueve y venga solo.

Tuvo la precaución de alejar el tubo para que el golpe no lo aturdiera.

La redacción de Clarín tenía el aspecto moderno y desolado que le daban la luz blanca y los muebles metálicos. David Schwartzman lo divisó desde lejos y se vino sonriendo, alto, avanzando con soltura en mangas de camisa. Los anteojos de vidrio suspendido brillaban al pasar bajo los fluorescentes. Cuando estuvo junto a Etchenaik lo tomó de la cintura y ambos sonrieron como ante una cámara cuando jugaban al básquet en Macabi.

– Hola, Caña… Vení por acá.

– Sin Cruz, ¿tenés eso para mí?

– Huergo, Mariano, abogado… Mirá que es largo, eh.

84. Libertador para allá

David Schwartzman, el Sin Cruz, lo llevó hasta una habitación con paredes de vidrio en un extremo de la redacción, una especie de cabina gigante de teléfonos, un serpentario tal vez, aislado por cortinados verdes.

– Acá podemos hablar tranquilos, Caña.

Etchenaik oía dos o tres veces al año ese sobrenombre en labios de lungos desgarbados y judíos, los mismos que hacía cuarenta años compartían con él vestuarios y saltos en la llave, esas fotos viejas en fila decreciente de los equipos de básquet con jugadores engominados y de bigotitos: Macabi, primera división.

– ¿Qué tal vos? -dijo cuando se sentaron.

– Jodido pero sigo -dijo el otro levantando los anteojos, clavándose el pulgar y el índice en las órbitas mientras arrugaba la cara-. Me pasaron al archivo… No, no me archivaron a mí. Laburo ahí.

Etchenaik sonrió.

– ¿Recibiste mi tarjeta a fin de año?

– «Etchenaik Investigaciones Privadas»… ¿Todavía no te metieron un chumbo, inconsciente?

– Lo estoy buscando. Tal vez el Dr. Huergo…

– Contame.

En cinco minutos le contó dos días, le mencionó los apellidos Berardi, Huergo, Paz Leston, Sayago, le habló de cúpulas y metalurgias, campos y extorsiones. Le dijo todo.

– Qué lindo -fue el comentario final de Sin Cruz-. Con lo que yo te pase no vas a ir desarmado esta noche. Anotá.

Cruzó Libertador y entró en el laberinto de calles estrechas y arboladas con la certeza de que acabaría equivocándose de casa, tratando de explicar en la seccional más cercana su presencia en el jardín de la embajada de un país nórdico.

En una esquina que se abría a tres posibilidades, un hombre le explicó que la calle Castex era la que transitaba, que se había pasado una cuadra del lugar donde quería llegar. Giró en redondo.

La noche se apuraba allí, en ese pedazo de Buenos Aires que no se podía ilustrar con música de tango; no contaminado de comercios ni kioscos ni colectivos; un barrio con años bacanes sin descascarar la piedra, sin podar los árboles, sin huellas de la historia en las pintadas callejeras. La noche caía natural ahí, sin oposición, como en la estancia. Y la casa tenía algo de eso.

Se acercó despacio y estacionó entre un Mercedes negro y un Peugeot blanco levemente manchado de barro. La prestigiosa verja remataba en dos globos de luz del tamaño exacto para no desaparecer entre las enredaderas que los acosaban.

Desde el jardín, el frente de piedra irregular que alternaba con la madera oscura no tenía aspecto definido. Era una casa de dos plantas pero existía una zona imprecisa en la que se abrían pequeñas ventanas enrejadas, posibles entrepisos. Había árboles altos y rumorosos.

Apretó el timbre y esperó un momento. Hubo un levísimo sonido metálico, un roce, y sintió que lo observaban por la mirilla.

– ¿Qué desea? -la voz era de mujer.

– El doctor Huergo me espera. Dígale que está el fiscal Etchenaik.

El ojo desocupó la ranura y el veterano aprovechó para constatar la dureza del revólver en el hueco de la axila. Casi inmediatamente la puerta se abrió dejando semioculta a una mujer con uniforme de mucama que lo hizo pasar y en seguida desapareció. Se quedó solo en una habitación mal iluminada, cargada de muebles, cuadros, objetos de arte. La luz apenas llegaba a los rincones.

– Por aquí.

La mujer habló casi a su lado, con brusquedad. No la había oído entrar. Entre banquetas y vitrinas arrimadas a la pared, el pasillo por el que lo condujo era un sendero estrecho y zigzagueante. Al fin la mucama abrió una puerta, lo dejó pasar.

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