Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– ¿Fiambre?

– No. Ayúdame que vamos a ponerlo en la cama. Se le debe haber abierto otra vez la herida.

Lo agarraron por las axilas, como dos días atrás, y lo arrastraron por la galería. La viejita los vio pasar sin moverse del lugar y hasta contestó con una inclinación de cabeza el saludo del veterano.

Cuando lo acomodaron en una cama de hierro estrecha y blanda, Sayago suspiró profundamente.

– ¿Qué pasó? -preguntó el gallego.

– Se piantó del Argerich porque lo quisieron amasijar. Por suerte yo le dejé un chumbo ayer a la tarde. Liquidó a uno y al otro lo encanaron. Rajó en un taxi y después se afanó la pick up. No sé cómo pudo llegar a la oficina.

Tony miró la mole depositada sobre la colcha blanca, invicta, de doña Alcira. Le puso la mano en la frente, entreabrió la camisa y el pijama.

– Hay que cambiarle las vendas, desinfectar esto. ¿No sabes qué antibiótico le dieron?

El Negro hizo un ruido con la boca que era una gárgara y un nombre de remedio que terminaba en «etín». No abrió los ojos.

– No está tan jodido -se tranquilizó Tony.

– Menos que vos -ironizó el herido inmóvil, socarrón.

– Ya viene la enfermera, campeón -dijo Etchenaik-. Van a examinarle la herida, a ver si puede continuar o pierde por abandono.

– ¿Cómo estoy en las tarjetas?

– Mal. El referí le descuenta puntos, no ve los cabezazos. Hay que ganar por nocaut.

– Ganaremos.

Llegó doña Alcira con un té, algodones, gasas, agua oxigenada.

– A ver, déjeme mirarle eso -dijo con toda la autoridad.

– Llámalo al tordo Assef, que venga en seguida -dijo el veterano.

– Explícale, pero poco: lo importante es que pare el dolor y siga con el antibiótico. Hay que apurarse ahora.

Tony fue a hablar por teléfono, Etchenaik miró el trabajo que ya empezaba doña Alcira.

– Se soltaron dos puntos nomás -diagnosticó por sobre el hombro de la gallega que palpaba la herida con la gasa como una almohadilla.

– Usted salga -dijo ella sin volverse.

– Salí -confirmó el herido.

Salió.

Se sentó en uno de los sillones de mimbre y volvió a abrir La Nación en la página del destino.

En media hora había elaborado un plan de acción. Fue y golpeó suavemente los vidrios de la pieza. Doña Alcira corrió las cortinas bordadas con gesto de fastidio.

145. Aventura de los molinos de viento

Sayago dormía el sueño de los justos, de los injustos o de los que fueran. Y doña Alcira cuidaba su sueño como una jubilación. Etchenaik volvió bajo la parra. Tony mateaba.

– Gallego, te cuento -empezó casi mendigando.

– Dale.

Le suministró las novedades que iban de la visita tardía de la dama de Olleros al matutino del día y sus nuevos funcionarios. Omitió prolijamente toda referencia a Cora y su brusca partida, terminó con una afirmación que lo requería, insustituible:

– Tenés que conseguir que Sayago reconozca el sentido de esto: Álamos y Abedules. F.A. Estoy seguro que es la clave para encontrar a Vicente; un dato que él mismo dio, creo. El Negro tiene que saber o conocer de qué se trata. Para mí son nombres de comandos de Fuerzas Armadas o algo así y Sayago participó en la primera parte del secuestro al menos. Puede saber.

El gallego hizo sonar el mate:

– Álamos y Abedules. F.A… parece cosa de espías -lo miró con desconfianza-. ¿Y vos qué vas a hacer?

– Voy a jugar las cartas del afecto con la vieja.

– ¿Te vas a meter entre ellos?

– Arremeto contra ellos.

– Molinos de viento… Te van a mandar a la mierda.

– Tengo un hermoso libreto, Tony. Te llamo para ver si le sacas algo al Negro. Abrime el portón ahora.

Se subió a la pickup, la hizo ronronear y salió fuerte, como despertando a los malvones a golpes de acelerador.

Bajó por Rivadavia hasta Once y dobló hacia el norte. La tarde se movía lentamente con la música de fondo de las transmisiones de fútbol, el monótono recreo.

Al llegar a Juncal dobló a la derecha y anduvo varias cuadras. Cruzó Callao y estacionó cerca de la esquina. Se bajó y caminó hasta un edificio nuevo, con muchos pisos de balcones amplios, abarrotados de gomeros y plantas con flequillo.

Tomó el ascensor hasta el octavo. El piso tenía dos puertas pero sin duda era un solo departamento. En una había un ocho cuadrado y hueco como dos cubos superpuestos. Era la principal. Apretó el botón y sonaron suaves acordes en algún oculto xilofón. Una chica entreabrió la puerta y se asomó por encima de la cadenita de seguridad. No dijo nada: puso la cara y preguntó con los ojos.

– Dígale a doña Justina que está Etchenaik, que no le guarda rencor y que anda solo… -la chica no se movía y el veterano enumeraba con los dedos-. Alcáncele esto.

Sacó del bolsillo un sobre grueso, abultado. La mucama lo recogió y desapareció.

Volvió antes de lo que esperaba y se puso a la puerta abierta, Etchenaik vio que era gordita y seria.

– Pase -dijo bajito-. Por ahí.

El veterano siguió el dedo. Recorrió el pasillo y entró en una habitación que parecía una cancha de polo. Al fondo, un cortinado verde y traslúcido dejaba ver el planterío del balcón que ocupaba todo el ancho del ambiente. Cerca del ventanal había dos sillones de cuero negro y arrugado; después, por el medio de la cancha, una biblioteca hasta el techo y una lámpara; ahí, junto a él, se extendía la mesa tamaño pingpong cubierta por un vidrio y rodeada por setenta sillas y ninguna flor. Supuso que la usarían para las conversaciones familiares de Navidad.

En seguida se abrió la puerta del fondo y apareció Nancy. Etchenaik dejó el cigarrillo y lo clavó en un cenicero de cristal. Ella vino caminando sin un ruido, pasando de alfombra en alfombra, de color en color con la timidez y la lentitud de una novia de las de antes.

Tardó quince minutos en llegar y detenerse junto a él. El veterano tuvo tiempo de mirarla, medirla, darse cuenta de que no la conocía, de que no tenía la menor idea de qué había detrás de esas cejas o entre las costillas, más allá del medallón pesado y las pilchas elegidas según las cortinas o el día.

– ¿De dónde la sacó? -dijo devolviéndole la libreta universitaria de Vicente Berardi hijo.

– La tenía él, con los documentos.

– ¿Está vivo?

– Supongo que sí.

Ella suspiró. Era una madre muy madre. Demasiado madre.

146. Diálogos interesantes

Ella le hizo creer que no le creía, sentir que no lo sentía.

– Me tranquiliza -concedió.

– Ojalá yo pudiera decir lo mismo -insistió Etchenaik.

La dama no dijo nada. El veterano resopló. Entre suspiros y silencios se iba el domingo.

– ¿Qué quiere ahora? -apuró ella.

Etchenaik no llegó a hablar, jugaba de visitante.

– Ya sé lo que lo trajo por acá: está loco por vengarse y cree que tiene las cartas que ganan. Pero claro, como es sano y justo no se va a ensuciar con brutalidades. Pensará alguna sutileza, alguna presión ejemplar, un castigo… Lo fundamental lo tiene: sabe dónde está Vicente y quiere destruirme. No sabe probablemente por qué pero lo va a hacer. ¿Es así?

Era como en el cine: ella, cínica y poderosa, recitaba frente a él, se sinceraba en la situación límite antes de la estocada final. Pero no había ningún inspector de policía detrás de las cortinas para escuchar confesiones, aparecer a tiempo.

– Quiero que me ayude -dijo Etchenaik viéndola venir como a una mala e inevitable noticia-. Usted es lo único que el pibe puede rescatar todavía. Hay tiempo, si quiere…

– Está loco.

El veterano se impacientó. Esperaba un gesto, un temblor, algo para seguir adelante, una puntita. Nada.

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