Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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El Gremlin rebotó en la pequeña pendiente de tierra al final de la pista y salió catapultado hacia el cielo por encima del agua, igual que un cometa, dejando una estela de humo, como un cohete. El impulso separó las llamas frente a Ig, como si unas manos invisibles hubieran descorrido un telón rojo. Vio un torrente de agua que avanzaba hacia él, como una carretera asfaltada en mármol negro brillante. El Gremlin cayó con una gran sacudida que hizo estallar el parabrisas delantero y después todo fue agua.

Capítulo 30

Lee Tourneau permaneció de pie en la orilla mirando cómo la corriente hacía girar lentamente al Gremlin hasta situarlo apuntando río abajo. Sólo la parte trasera sobresalía del agua. El fuego se había extinguido, aunque todavía salía humo blanco de las esquinas del maletero. Se quedó allí con la llave inglesa en la mano mientras el coche se escoraba y se hundía un poco más, siguiendo la corriente. Lo miró hasta que algo deslizándose a sus pies distrajo su atención. Bajó la vista y después saltó con un grito de asco, y le dio una patada a una culebra de agua que había en la hierba y que reptó hasta sumergirse en el Knowles. Lee reculó con una mueca de asco cuando vio una segunda culebra, y después una tercera, que se arrastraban sinuosas hasta el agua, haciendo añicos el reflejo plateado de la luna en la superficie del río. Dirigió una última mirada al coche que se hundía y después se volvió y emprendió el camino colina arriba.

Se había ido ya cuando Ig salió del agua y trepó por la orilla hasta la hierba. Su cuerpo humeaba en la oscuridad. Dio seis pasos temblorosos por el suelo y cayó de rodillas. Mientras se impulsaba de espaldas hacia los helechos escuchó una puerta de coche cerrarse en lo alto de la colina y a Lee poniendo en marcha su Cadillac y alejándose en él. Permaneció allí descansando bajo los árboles que jalonaban la orilla.

Ya no tenía la piel pálida como el vientre de un pez, sino teñida de un rojo oscuro como el de algunas maderas barnizadas. Nunca había respirado con tanta facilidad, nunca había sentido los pulmones tan henchidos de aire. Sus costillas se ensanchaban con cada inhalación. No hacía ni veinte minutos que había oído cómo una de ellas se partía, pero no sentía dolor alguno. Pasó un tiempo antes de que reparara en la leve decoloración causada por contusiones que parecían ya viejas en los costados, la única prueba de que alguien le había atacado. Abrió y cerró la boca moviendo la mandíbula, pero tampoco ésta le dolía, y cuando buscó con la lengua la cavidad de los dientes que había perdido los encontró en su sitio, tersos e intactos. Dobló la mano. Nada tampoco. Veía los huesos del dorso, los nudillos lisos e incólumes. En un primer momento no se había dado cuenta, pero ahora supo que en realidad no había sentido dolor mientras ardía. En lugar de ello había salido del fuego indemne y restablecido. La cálida noche olía a gasolina, a plástico derretido y a hierro quemado, una fragancia que le excitó vagamente, como lo hacía antes el aroma a limones y menta de Merrin. Cerró los ojos y respiró tranquilo unos minutos. Cuando los abrió, había amanecido.

Notaba la piel tirante sobre los huesos y los músculos. Limpia. De hecho nunca se había sentido tan limpio. Supuso que de eso iba el bautismo. La orillas del río estaban pobladas de robles, cuyas anchas hojas temblaban y se mecían contra un cielo de un azul hermoso e imposible, sus bordes brillando con una luz verde dorada.

* * *

Merrin había visto una casa en un árbol cuyas hojas habían brillado exactamente de la misma manera. Ella e Ig empujaban sus bicicletas por un sendero en el bosque, de vuelta del pueblo donde habían pasado la mañana trabajando en un equipo de voluntarios, pintando la iglesia. Ambos vestían camisetas amplias y pantalones cortos salpicados de pintura. Habían recorrido ese sendero muchas veces, a pie y en bicicleta, pero nunca habían visto la casa antes.

Era fácil no verla. Estaba construida a más de cuatro metros del suelo, en la copa amplia y frondosa de un árbol de una especie que Ig no logró identificar, escondida detrás de un millar de hojas de color verde oscuro. Al principio, cuando Merrin la señaló, Ig no pensó siquiera que estuviera allí. Y no estaba. Sólo que de repente sí. Un rayo de sol se abrió paso entre las hojas e iluminó una de sus paredes de madera blanca. Cuando se acercaron y se situaron debajo del árbol lo vieron con más claridad. Era una caja blanca con amplios cuadrados a modo de ventanas de las que colgaban cortinas de nailon barato. Parecía construida por alguien que sabía lo que se hacía, y no por cualquier carpintero improvisado; aunque no tenía nada de especial. No había una escalera para acceder a ella y tampoco hacía falta. Varias ramas bajas hacían las veces de escalones que conducían hasta la trampilla de entrada. Pintada sobre ésta en letras blancas había una frase supuestamente cómica: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

Ig se había detenido a mirar la frase -que le hizo sonreír-, pero Merrin no había perdido un instante. Apoyó su bicicleta en los matorrales al pie del árbol e inmediatamente empezó a trepar, saltando de rama en rama con seguridad atlética. Ig se quedó abajo mirándola subir, admirando sus muslos bronceados, suaves y elásticos después de una larga primavera jugando al fútbol. Cuando llegó a la trampilla volvió la cabeza para mirarle. A Ig le costó trabajo apartar la vista de sus piernas y dirigirla a su cara, pero cuando lo hizo, vio que ella sonreía burlona. Sin decir nada, empujó la trampilla y reptó por ella.

Para cuando Ig asomó la cabeza al interior de la casa Merrin ya se estaba desnudando. En el suelo había una pequeña alfombra polvorienta. Una menorá de latón, con nueve velas a medio consumir, reposaba en el extremo de una mesa rodeada por pequeñas figuras de porcelana. En una esquina había una butaca con una mohosa tapicería color musgo. Las hojas se mecían junto a la ventana y proyectaban sus sombras en la piel de Merrin en un movimiento constante, mientras la casa crujía suavemente en su cuna de ramas. ¿Cuál era aquella nana que hablaba de una cuna en las ramas de los árboles? «Ig y Merrin en lo alto de un árbol, besándose». No, no era ésa, «Duérmete niño, el árbol te mece. Mecerse». Cerró la trampilla tras él y colocó la butaca atravesando la entrada, para que nadie pudiera entrar y pillarles desprevenidos. Se desvistió y se dedicó a mecerse con Merrin un rato.

Después Merrin dijo:

– ¿Para qué serán esas velas y esas figuras de porcelana?

Ig avanzó hasta ellas a cuatro patas y Merrin se incorporó rápidamente y le dio una palmada en el culo. Ig rió y se apartó de un salto, riendo.

Se arrodilló junto a la mesa. La menorá estaba apoyada sobre un pedazo de tela sucia con letras estampadas en hebreo. Las velas de la menorá se habían consumido de tal manera que dibujaban un entramado de estalactitas y estalagmitas de cera alrededor del candelabro de latón. Una virgen María de porcelana -en realidad una judía de expresión astuta vestida de azul- estaba hincada de rodillas ante el ángel del Señor, una figura alta y sinuosa envuelta en una túnica casi a modo de toga. Se suponía que buscaba su mano, aunque alguien la había dispuesto de tal manera que en realidad le estaba tocando el muslo y parecía disponerse a sacarle el cirio. El mensajero del Señor la miraba con desaprobación altanera. Un segundo ángel estaba a unos centímetros de los dos con el rostro levantado hacia el cielo dándoles la espalda y tocando una trompeta dorada con expresión contrita.

Algún gracioso había completado la escena con un alienígena de piel grisácea y ojos negros y poliédricos de mosca. Estaba inclinado junto a la virgen y parecía susurrarle algo al oído. No era de porcelana, sino de goma, una figurita inspirada en el personaje de alguna película; Ig pensó que tal vez fuera Encuentros en la tercera fase.

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