Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Cuando Ig cerró los ojos vio una sordina dorada Tom Crown insertada en una trompeta para amortiguar el sonido. Por fin había encontrado una sordina para los cuernos. La cruz de Merrin había interceptado su señal, había trazado un círculo protector alrededor de Lee que los cuernos no podían traspasar. Sin ella Lee era por fin vulnerable a los cuernos. Claro que ya era demasiado tarde.

– Mi cruz -dijo Lee todavía con la mano en el cuello-. La cruz de Merrin. La has roto cuando tratabas de estrangularme. Eso ha sido innecesario, Ig. ¿Es que crees que disfruto haciendo esto? Pues no. La persona a la que me gustaría hacerle esto es una chica de catorce años que vive en la casa contigua a la mía. Le gusta tomar el sol en su jardín trasero y a veces la miro desde la ventana de mi dormitorio. Parece una guinda, con su biquini de la bandera estadounidense. Pienso en ella de la misma manera en que pensaba en Merrin. Pero no voy a hacerle nada, sería demasiado arriesgado. Somos vecinos y sospecharían de mí. Donde tengas la olla no metas la polla. A no ser que… ¿Crees que tengo alguna posibilidad de hacerlo sin que sospechen de mí? ¿Tú qué opinas, Ig? ¿Crees que debería ir a por ella?

A pesar del dolor taladrante que le irradiaban su costilla rota, la mandíbula hinchada y la mano destrozada, percibió que algo había cambiado en la voz de Lee. Que ahora parecía hablar para sí mismo, como en una ensoñación. Los cuernos estaban empezando a hacer su efecto en él, como lo habían hecho con todas las demás personas.

Sacudió la cabeza y profirió a duras penas un sonido que expresaba negación. Lee pareció decepcionado.

– No es una buena idea, ¿verdad? Te diré algo, sin embargo. Estuve a punto de venir aquí con Glenna hace un par de noches. No sabes las ganas que tenía. Cuando salimos juntos de la Station House Tavern estaba borracha como una cuba y dispuesta a que la llevara a casa en mi coche, así que pensé que en lugar de ello podría traérmela aquí y follarme sus tetas gordas, después abrirle la cabeza a golpes y dejarla tirada. Te lo habrían atribuido a ti también. Ig Perrish actúa de nuevo, asesina a otra de sus novias. Pero entonces va Glenna y me hace una mamada en el aparcamiento, delante de tres o cuatro tíos, y ya no pude seguir con el plan. Demasiados testigos nos habían visto juntos. En fin, otra vez será. Lo bueno de las chicas como Glenna, chicas con antecedentes y tatuajes, chicas que beben y fuman demasiado, es que desaparecen continuamente y seis meses más tarde nadie se acuerda ni siquiera de su nombre. Y esta noche…, esta noche por fin te tengo a ti, Ig.

Se inclinó y, agarrándole de los cuernos, le arrastró entre los matojos. Ig no tenía fuerzas ni para patalear. La sangre le manaba de la boca y la mano derecha le latía como un corazón.

Lee abrió la puerta delantera del Gremlin y, cogiéndole por las axilas, le metió dentro. Ig cayó de bruces sobre los asientos y las piernas le quedaron colgando en el aire. El esfuerzo de meterle en el coche hizo que Lee se tambaleara -también él estaba cansado, Ig podía notarlo- y estuvo a punto de caer también dentro del coche. Apoyó una mano en la espalda de Ig para recuperar el equilibrio mientras le mantenía sujeto apoyando una rodilla en su trasero.

– Eh, Ig, ¿te acuerdas del día en que nos conocimos? Aquí, en la pista Evel Knievel. Si te hubieras ahogado entonces, yo me habría tirado a Merrin cuando todavía era virgen y seguramente no habría pasado nada de todo esto. Aunque no estoy seguro. Incluso entonces era una perra frígida. Hay algo que quiero que sepas, Ig. Todos estos años me he sentido culpable. Bueno, culpable exactamente no. Porque no sé cuántas veces te lo dije y tú nunca me creías. Saliste del agua tú solo, yo ni siquiera te golpeé en la espalda para ayudarte a respirar. En realidad te di una patada por accidente, cuando trataba de escapar. Había una serpiente gigantesca justo a tu lado. Odio las serpientes, les tengo fobia. Oye, igual fue la serpiente la que te sacó del agua. Desde luego era lo suficientemente grande, como una puta manguera de incendios. -Le dio una palmadita con una mano enguantada en la cabeza-. Bueno, ya está. Por fin lo sabes todo. Ya me siento mejor, así que lo que dicen debe de ser cierto. Eso de que la confesión es buena para el alma.

Se levantó, agarró a Ig por los tobillos y le empujó las piernas hasta meterlas dentro del coche. Una parte de Ig, la que estaba más cansada, se alegraba de estar a punto de morir allí precisamente. Casi todos los momentos felices de su vida los había pasado dentro del Gremlin. En él había hecho el amor con Merrin, habían tenido sus mejores conversaciones, le había cogido la mano mientras daban largos paseos por la noche, los dos sin hablar, disfrutando del silencio compartido. La sentía ahora cerca, tenía la impresión de que, si levantaba la cabeza, la vería en el asiento del pasajero alargando una mano para acariciarle la cabeza.

Escuchó movimiento a sus espaldas y después esa mezcla de tintineo y chapoteo que por fin consiguió identificar. Era el sonido de un líquido llenando una lata metálica. Acababa de conseguir incorporarse sobre los codos cuando sintió que algo le salpicaba la espalda, mojándole la camisa. Un olor penetrante a gasolina inundó el interior del coche haciéndole lagrimear.

Se dio la vuelta y luchó por incorporarse. Lee terminó de rociarle, agitó la lata para vaciar del todo su contenido y la tiró a un lado. Los fuertes vapores hicieron parpadear a Ig y el aire a su alrededor se impregnó de olor a gasolina. Lee sacó una cajita del bolsillo. Al salir de la fundición había cogido las cerillas Lucifer de Ig.

– Siempre he querido hacer esto -dijo mientras encendía la cerilla y la tiraba por la ventanilla abierta.

El fósforo encendido rebotó en la frente de Ig y cayó. Éste tenía las manos atadas con cinta aislante por las muñecas, pero delante del cuerpo, así que pudo atrapar la cerilla mientras caía. Fue un acto reflejo, lo hizo sin pensar. Por un solo instante -sólo uno- tuvo en las manos una llama brillante y dorada.

Después su cuerpo se tiñó de rojo, convertido en una antorcha humana. Gritó pero no oyó su voz, porque fue entonces cuando el interior del coche prendió, con un fluosss que pareció succionar todo el oxígeno del aire. Vio a Lee de refilón tambaleándose detrás del coche cuando las llamas iluminaron su cara de asombro. Aunque se había preparado para ello le pilló desprevenido. El Gremlin se había convertido en una gran torre de fuego.

Ig trató de abrir la puerta y salir, pero Lee se adelantó y la cerró de una patada. El plástico del salpicadero se ennegreció y el parabrisas empezó a derretirse. A través de él veía la noche, la caída de la pista Evel Knievel, al final de la cual, en algún lugar, estaba el río. Tanteó a ciegas entre las llamas hasta encontrar la palanca de cambios y la puso en punto muerto. Con la otra mano quitó el freno de mano. Al retirar la mano de la palanca se desprendieron con ella trozos pegajosos de plástico fundidos con piel.

Miró de nuevo por la ventanilla abierta del lado del conductor y vio a Lee apartándose del coche. El infierno sobre ruedas alumbró su rostro pálido y perplejo. Después vio cómo lo dejaba a sus espaldas y también dejaba atrás árboles a gran velocidad conforme el Gremlin se precipitaba colina abajo. No necesitaba los faros para ver lo que tenía delante, el interior del coche emanaba una luz suave y dorada, era un carro de fuego que proyectaba un resplandor rojizo en la oscuridad y, sin saber por qué, le vino a la cabeza el verso del himno góspel: «Dulce carro, guíame a casa».

Las copas de los árboles se cerraron sobre el coche y los arbustos lo zarandearon. Ig no había regresado a la pista desde aquel día en el carro de supermercado, hacía más de diez años, y nunca la había bajado de noche ni en un coche, quemándose vivo. Pero a pesar de todo conocía el camino, la sensación de estar descendiendo le decía que estaba en la pista. La pendiente se volvió más y más inclinada conforme bajaba hasta que pareció que el coche se había precipitado desde lo alto de un acantilado. Los neumáticos traseros se despegaron del suelo y después bajaron otra vez de golpe con gran estruendo. La ventanilla del asiento del pasajero explotó por efecto del calor y las hojas de los árboles zumbaban al paso del coche. Ig sujetaba el volante, aunque no recordaba en qué momento lo había cogido. Notaba cómo se reblandecía al tacto, derritiéndose como uno de los relojes de Dalí, plegándose sobre sí mismo. La rueda delantera del lado del conductor chocó con algo y notó cómo intentaba librarse del obstáculo haciendo escorarse el coche a la derecha. Pero maniobró con el volante y logró mantenerla dentro de la pista. No podía respirar. Todo era fuego.

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