Miró fijamente a su audiencia; había perdido el hilo de su discurso. Inclinó la cabeza hacia atrás y dio un sorbo de vino que le quemó agradablemente al bajar por la garganta, como si fuera una brasa encendida. Cristo, al menos, tenía razón al amar el vino, bebida del demonio que, al igual que la fruta prohibida, traía consigo la libertad, la sabiduría y también una cierta decadencia. Exhaló humo y recordó lo que estaba diciendo.
– Pensad por ejemplo en la chica a la que yo amaba y en cómo acabó. Llevaba la cruz de Jesús colgada del cuello y fue siempre fiel a la Iglesia, que jamás hizo nada por ella salvo quedarse con su dinero de la colecta dominical y llamarla pecadora a la cara. Llevaba a Jesús en su corazón cada día y cada noche le rezaba. Y ya veis de qué le sirvió. Cristo en su cruz. Son muchos los que han llorado por Jesús en su cruz. Como si nadie hubiera sufrido más que él. Como si millones de personas no hubieran padecido muertes peores y no hubieran sido relegadas después al olvido. Si yo hubiera vivido en tiempos de Pilatos habría hundido con gusto mi lanza en su costado, él, tan orgulloso siempre de sus padecimientos.
»Merrin y yo éramos como esposo y esposa. Pero ella quería algo más, quería libertad, una vida, la oportunidad de descubrirse a sí misma. Quería tener otros amantes y que yo los tuviera también. La odié por eso y también Dios. Sólo por imaginar que pudiera abrirse de piernas ante otro hombre. Dios le dio la espalda y cuando ella le llamó, cuando la estaban violando y asesinando, hizo como que no la oía. Sin duda pensó que estaba recibiendo un merecido castigo. Yo veo a Dios como a un escritor de novelas populares, alguien que construye historias con argumentos sádicos y sin talento, narraciones cuyo único fin es expresar su terror hacia el poder de la mujer de elegir a quién amar y cómo amar, de redefinir el amor como mejor considere y no como Dios cree que debería ser. El autor es indigno de los personajes que crea. El demonio es, antes que nada, un crítico literario cuya misión es exponer a este escriba sin talento al merecido escarnio de sus lectores.
La serpiente que tenía alrededor del cuello dejó caer la cabeza hasta abrazar uno de sus muslos en amoroso gesto. Ig la acarició con suavidad mientras llegaba al argumento central, al punto álgido de su encendido sermón.
– Sólo el demonio ama a los hombres por lo que verdaderamente son y se regocija con las astutas estratagemas que traman los unos contra los otros, con su desvergonzada curiosidad, su falta de autocontrol, su tendencia a infringir una regla en cuanto saben de su existencia, con su disposición a renunciar a la salvación de sus almas por un simple polvo. El diablo, a diferencia de Dios, sabe que sólo aquellos que tienen el valor suficiente de arriesgar su alma por el amor tienen derecho a tener alma.
»¿Y qué pinta Dios en todo esto? Dios ama al hombre, nos dicen, pero el amor ha de ser probado con hechos, no con razones. Si estamos en un barco y dejamos ahogarse a un hombre es seguro que arderemos en el infierno. Y sin embargo, Dios, en su inmensa sabiduría, no siente la necesidad de utilizar sus poderes para salvar a ningún hombre del sufrimiento, y a pesar de su inacción se le celebra y reverencia. Decidme: ¿dónde está la lógica moral en esto? No podéis decírmelo porque no existe. Sólo el diablo opera dentro de los límites de la razón, prometiendo castigar a aquellos que osan hacer de la tierra un infierno para aquellos que osan amar y sentir.
»Yo no digo que Dios esté muerto. Afirmo que está vivo, pero que es incapaz de ofrecer la salvación, ya que él mismo está condenado por su indiferencia criminal. Se perdió en el momento mismo en que exigió lealtad y adoración antes siquiera de ofrecer su protección. Un trato propio de un gánster. En cambio el diablo es cualquier cosa menos indiferente. Siempre está disponible para aquellos deseosos de pecar, que es otra manera de decir «deseosos de vivir». Sus líneas de teléfono están siempre abiertas, con los operadores en sus puestos.
La culebra que llevaba en los hombros agitó su cascabel con un castañeteo de aprobación. Ig la levantó con una mano y besó su fría cabeza; después la dejó en el suelo. Se volvió hacia la chimenea mientras las serpientes abrían paso a sus pies. Cogió la horca, que descansaba contra una pared, junto a la escotilla del horno, y entró en éste, aunque no descansó. Estuvo un tiempo leyendo su «Biblia Neil Diamond» a la luz del fuego e hizo una pausa, tironeándose nervioso de la perilla, reflexionando sobre la ley del Deuteronomio que prohíbe vestir ropas de fibras combinadas. Un pasaje problemático que requería de especial consideración.
– Sólo el demonio quiere que el hombre pueda elegir entre una amplia gama de estilos de vestir ligeros y confortables -murmuró por fin, ensayando una nueva sentencia-. Aunque tal vez no deba haber perdón para el poliéster. Sobre este asunto Dios y Satán coinciden plenamente.
Un estruendo penetrante y metálico lo despertó. Se sentó en la oscuridad, que olía a hollín, frotándose los ojos; el fuego llevaba horas apagado. Escudriñó en la oscuridad tratando de ver quién había abierto la escotilla y entonces una llave inglesa le golpeó en la boca tan fuerte que le obligó a ladear la cabeza. Cayó a cuatro patas y se le llenó la boca de sangre. Notaba unos bultos sólidos contra la lengua y al escupir un hilo de sangre viscosa cayeron al suelo tres dientes.
Una mano enfundada en un guante de cuero negro entró en la chimenea, le sujetó por el pelo y le arrastró fuera del horno. Su cabeza chocó con la escotilla de acero y resonó estridente, como un gong. Trató de ponerse en pie con una flexión y una bota con puntera de acero le golpeó en el costado. Los brazos cedieron y dio con la barbilla en el suelo de cemento. Los dientes le entrechocaron como una claqueta: Escena 666, toma uno. ¡Acción!
Su horca. La había apoyado contra la pared justo fuera del horno. Rodó por el suelo y alargó el brazo hacia ella. Sus dedos rozaron el mango y la herramienta cayó al suelo con gran estrépito. Cuando fue a cogerla Lee le aplastó la mano con la bota y escuchó los huesos quebrarse con un crujido, como cuando alguien parte un puñado de higos secos. Volvió la cabeza para mirar a Lee en el mismo momento en que éste le atacaba otra vez, golpeándole justo entre los cuernos. En su cabeza explotó un resplandor blanco, llamas de fósforo refulgente, y el mundo desapareció.
* * *
Abrió los ojos y vio el suelo de la fundición deslizarse debajo de él. Lee le agarraba por el cuello de la camisa y tiraba de él arrastrándole de rodillas por el suelo de cemento. Tenía las manos delante del cuerpo, sujetas por las muñecas con algo que parecía cinta aislante. Trató de ponerse en pie y sólo consiguió patalear débilmente. Un chirrido infernal de langostas lo llenaba todo y tardó unos segundos en comprender que el sonido estaba dentro de su cabeza, porque de noche las langostas guardan silencio.
Cuando se estaba dentro de una fundición era un error pensar en términos de dentro y fuera. No había techo, por tanto el interior era, en realidad, exterior. Pero cruzaron una puerta e Ig tuvo la sensación de que, de alguna manera, habían salido a la noche, aunque seguía notando cemento y polvo bajo las rodillas. No podía levantar la cabeza, pero tenía la impresión de estar en un espacio abierto, de haber dejado los muros atrás. Escuchó el ronroneo del Cadillac de Lee desde algún lugar. Estaban detrás del edificio, pensó, no lejos de la pista Evel Knievel. Movió la lengua pesadamente dentro de la boca, como una anguila nadando en sangre, y con la punta tocó una cuenca vacía donde antes había habido un diente.
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