Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– ¿Qué tipo de escritura es ésta? ¿Lo sabes? -preguntó Merrin arrodillada a su lado.

– Hebreo -contestó Ig-. Es de una filacteria.

– Pues menos mal que estoy tomando la píldora. Porque te has olvidado de ponerte la filacteria.

– Una filacteria no es eso.

– Ya lo sé.

Ig esperó, sonriendo para sus adentros.

– Entonces, ¿qué es?

– Los judíos se las ponen en la cabeza.

– Creía que eso era la kipá.

– Sí, pero esto es otra cosa que también se ponen en la cabeza. O en el brazo, no me acuerdo.

– ¿Y qué dice?

– No lo sé. Es de la Biblia.

Merrin señaló al ángel con la trompeta.

– Se parece a tu hermano.

– Qué va -dijo Ig. Aunque pensándolo bien sí se parecía a Terry cuando tocaba la trompeta, con esa frente despejada y esos rasgos principescos. Aunque Terry no se pondría esa túnica ni muerto, a no ser para una fiesta de disfraces.

– ¿Y qué es todo eso? -preguntó Merrin.

– Un altar.

– ¿Dedicado a qué? -dijo señalando al alienígena con la cabeza-. ¿A E. T., el extraterrestre?

– No lo sé. Tal vez esas figuras sean importantes para alguien. Quizá están ahí como recuerdo de alguien. O alguien las puso para tener un lugar donde rezar.

– Eso creo yo también.

– ¿Quieres rezar? -preguntó Ig sin pensar, y a continuación tragó saliva, pues sentía que había formulado una petición obscena, algo que Merrin podría encontrar ofensivo.

Ella le miró con los ojos entornados y le sonrió con cierta picardía y por primera vez se le ocurrió que Merrin le consideraba un poco loco. Ella paseó la mirada por la casa, deteniéndose en la ventana, con sus vistas a las hojas ondulantes y amarillas, observando la luz del sol, que pintaba las desgastadas paredes; después se volvió hacia él y asintió.

– Claro -dijo-. Es mucho mejor que rezar en la iglesia.

Ig juntó las manos, agachó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero Merrin le interrumpió.

– ¿No vas a encender las velas? -preguntó-. ¿No crees que deberíamos crear una atmósfera de respeto? Acabamos de portarnos como si este sitio fuera un plato de cine porno.

Había una caja combada y sucia en un cajón poco profundo que contenía cerillas con extrañas cabezas negras. Ig encendió una, que prendió con un siseo y una chispa blanca. La fue llevando de una mecha a otra, encendiendo cada una de las velas de la menorá. Aunque se dio tanta prisa como pudo, la llama le quemó los dedos al prender la novena vela. Merrin gritó mientras la apagaba:

– ¡Dios, Ig! ¿Estás bien?

– Perfectamente -dijo agitando los dedos. Y lo estaba. No le había dolido lo más mínimo.

Merrin cerró la caja de cerillas e hizo ademán de guardarlas. Entonces dudó y se quedó mirándolas.

– Ajá -dijo.

– ¿Qué?

– Nada -contestó, y cerró el cajón.

A continuación inclinó la cabeza y juntó las manos en actitud de espera. A Ig le pareció que le faltaba el aliento al verla así, al mirar su piel firme, blanca y desnuda, sus pechos suaves y su mata roja de pelo. Nunca se había sentido tan desnudo en toda su vida, ni siquiera la primera vez que se desvistió delante de ella. Al verla así, esperando pacientemente a que formulara una plegaria, le sobrevino una oleada de emoción, de un amor casi más intenso de lo que era capaz de soportar.

Así desnudos, juntos, rezaron. Ig pidió a Dios que les ayudara a ser buenos el uno con el otro y a ser amables con los demás.

Le pedía a Dios que les protegiera de todo mal cuando notó que la mano de Merrin se movía sobre su muslo, deslizándose suavemente hacia su entrepierna. Tuvo que concentrarse mucho para poder terminar la plegaria, cerrando con fuerza los ojos. Cuando hubo terminado dijo: «Amén». Merrin se volvió hacia él y repitió en un susurro: «Amén», al tiempo que posaba sus labios en los de él y le atraía hacia sí. Hicieron de nuevo el amor y cuando terminaron se quedaron dormidos el uno en brazos del otro, los labios de Ig en la nuca de Merrin.

Cuando Merrin se incorporó -apartando el brazo de Ig y excitándole de nuevo con el gesto- parte del calor del día se había marchado y la casa del árbol estaba oscura. Merrin se encorvó cubriéndose los pechos desnudos con un brazo, buscando a tientas sus ropas.

– Mierda -dijo-. Tenemos que irnos. Mis padres nos esperaban para cenar y se estarán preguntando dónde estamos.

– Vístete. Voy a apagar las velas.

Se inclinó sobre la menorá para soplar las velas y un extraño escalofrío, angustioso y desagradable, le recorrió el cuerpo.

Una de las figurillas de porcelana le había pasado desapercibida. Era el demonio. Estaba apoyado en la base de la menorá y, al igual que la casa del árbol bajo el manto de hojas, era fácil de pasar por alto, medio oculto como estaba detrás de la hilera de estalactitas de cera que colgaban de las velas. Lucifer estaba convulso por la risa, con sus puños rojos y escuálidos cerrados y la cabeza vuelta hacia el cielo. Parecía estar bailando sobre sus pezuñas de macho cabrío. Sus ojos amarillos expresaban un placer delirante, una especie de éxtasis.

Al verlo, a Ig se le puso la carne de gallina. Debería formar parte de la escena kitsch dispuesta ante sus ojos y sin embargo no era así, y lo odió, era algo terrible de ver, un gesto cruel por parte de quien lo hubiera dejado allí. De repente deseó no haber rezado en aquel lugar y casi se echó a temblar de frío, como si la temperatura dentro de la casa del árbol hubiera descendido varios grados. El sol se había escondido detrás de una nube y la habitación estaba sombría y gélida. Un viento áspero azotaba las ramas.

– Es una pena que nos tengamos que ir -dijo Merrin a su espalda subiéndose los pantalones-. ¿No te encanta cómo huele el aire?

– Sí -contestó Ig aunque con una voz inesperadamente brusca.

– Adiós a nuestro trocito de cielo -dijo Merrin. Y entonces alguien golpeó la trampilla con un ruido tan fuerte que ambos gritaron.

La puerta chocó contra la butaca que atravesaba la entrada, con tal fuerza que el árbol entero pareció temblar.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! -gritó Ig-. ¿Hay alguien ahí?

La trampilla chocó de nuevo contra la butaca y ésta se desplazó unos centímetros, pero siguió taponando la entrada. Ig miró histérico a Merrin y ambos se apresuraron a vestirse. Ig se embutió a toda prisa sus pantalones mientras ella se abrochaba el sujetador. La trampilla pegó de nuevo contra la silla, esta vez más fuerte que antes. Las figurillas en el extremo de la mesa saltaron y la virgen María cayó al suelo, mientras el demonio oteaba con avidez desde su caverna de cera.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? -gritó Ig con el corazón a punto de salírsele del pecho.

Niños -pensó-, tienen que ser unos putos niños. Pero no lo creía. Si eran niños, ¿por qué no se reían? ¿Por qué no salían corriendo de allí riendo histéricos?

Estaba vestido y preparado, y agarró la butaca para apartarla; entonces se dio cuenta de que tenía miedo. Se detuvo mirando a Merrin, que estaba paralizada, con las zapatillas en la mano.

– Vamos -le susurró-. A ver quién está ahí fuera.

– No quiero.

Y era verdad. El corazón se le encogió ante la sola idea de apartar la silla y dejar entrar a cualquier persona (o cosa) que hubiera fuera.

Lo peor era que se había quedado repentinamente callado. Quienquiera que hubiera estado empujando la trampilla había dejado de hacerlo y esperaba a que ellos la abrieran por voluntad propia.

Merrin terminó de ponerse las zapatillas y asintió con la cabeza.

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