Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Otras veces le traía agua salada y la obligaba a beberla, ahogándola casi. Un solo trago le bastaba a su madre para retorcerse y atragantarse tratando de escupirla. Era curioso comprobar cuánto tiempo era capaz de sobrevivir. No esperaba que llegara viva a la segunda semana de junio y, sin embargo, contra todo pronóstico, estaban ya en julio y no había muerto.

Ig y Merrin le llevaban DVD, libros, pizza y cerveza. Venían juntos o cada uno por su lado, deseosos de estar con él, de ver qué tal llevaba la situación. En el caso de Ig, Lee pensaba que se trataba de envidia. A Ig le habría gustado que uno de sus padres cayera enfermo y dependiera de sus cuidados. Sería la ocasión de demostrar su capacidad de sacrificio, su estoica nobleza. En el caso de Merrin pensaba que se alegraba de tener una excusa para pasar tiempo con él en aquel horno que era ahora su casa, de beber Martinis, desabrocharse el primer botón de la blusa y abanicarse el escote desnudo. Cuando veía que era Merrin quien se acercaba por el camino, Lee solía recibirla en la puerta sin camisa, disfrutando de estar con ella a solas, los dos medio desnudos. Bueno, los dos y su madre, que realmente ya no contaba.

Tenía instrucciones de llamar al médico si su madre empeoraba, pero opinaba que, dada la situación, morir era un alivio para ella. Con esa idea en la cabeza, la primera persona a la que llamó cuando por fin ocurrió fue a Merrin. Mientras lo hacía estaba desnudo y se sentía bien, de pie en la cocina apenas iluminada, sin nada de ropa y la voz solícita de Merrin hablándole al oído. Le dijo que se vestiría e iría para allá inmediatamente, lo que bastó para que Lee se la imaginara también desnuda, en su dormitorio en casa de sus padres. Braguitas de seda, tal vez. Ropa interior de niña con estampado de flores. Le preguntó si necesitaba algo y le contestó que un amigo.

Después de colgar se tomó otra copa, ron con coca-cola. La imaginó escogiendo una camisa, admirándose en el espejo de la puerta de su armario. Tenía que dejar de pensar en eso, estaba excitándose demasiado. Tal vez debería vestirse. Estuvo pensando si ponerse o no una camisa y por fin decidió que en una mañana así aparecer desnudo de cintura para arriba no resultaría apropiado. La camisa y los vaqueros del día anterior estaban en el cesto de la ropa sucia. Consideró la posibilidad de subir a coger algo limpio al piso de arriba, pero después se preguntó: ¿Qué haría Ig en una situación así? Finalmente decidió ponerse la ropa del día anterior. Una vestimenta arrugada y sucia completaba de alguna manera la pose de dolorosa pérdida. Lee llevaba guiando su comportamiento durante casi una década por la fórmula ¿Qué haría Ig en una situación así? y le había servido para ganarse la vida y permanecer alejado de los problemas; le había mantenido a salvo, a salvo de sí mismo.

Pensó que Merrin llegaría en pocos minutos, el tiempo suficiente para hacer algunas llamadas más. Telefoneó al médico y le dijo que su madre por fin descansaba en paz. Llamó a su padre a Florida. Llamó a la oficina del congresista y habló con él por espacio de un minuto. El congresista le preguntó si quería que rezaran juntos por teléfono y Lee le dijo que sí. Dijo que quería agradecerle a Dios esos últimos tres meses con su madre, que habían sido algo impagable. Los dos permanecieron en silencio unos minutos, ambos al teléfono pero sin decir palabra. Después el congresista carraspeó, algo emocionado, y le dijo a Lee que le tendría en sus pensamientos. Lee le dio las gracias y se despidió.

La última de las llamadas fue a Ig. Pensó que tal vez éste lloraría al oír la noticia, pero, como hacía de vez en cuando, le sorprendió mostrándose calmado y serenamente afectuoso. Lee había pasado los últimos cinco años entrando y saliendo de la universidad, apuntándose a cursos de psicología, sociología, teología, ciencias políticas y teoría de los medios de comunicación, pero en realidad se había licenciado en «estudios de Ig» y a pesar de años de aplicado esfuerzo no siempre era capaz de adelantarse a sus reacciones.

– No sé de dónde sacó fuerzas para aguantar tanto tiempo -le dijo Lee a Ig.

Y éste le contestó:

– De ti, Lee. Las sacó de ti.

No había muchas cosas que hicieran reír a Lee, pero ésta le provocó una carcajada que enseguida transformó en un sollozo ronco y estremecido. Había descubierto, años atrás, que era capaz de llorar a voluntad y que una persona llorando tenía el poder de desviar una conversación en la dirección que quisiera.

– Gracias -dijo, algo que había aprendido de Ig con los años: nada hacía sentirse mejor a las personas consigo mismas que el que alguien les diera las gracias sin necesidad constantemente. Después, con voz áspera y ahogada, añadió-: Te tengo que dejar.

Era la frase perfecta, ideal para ese momento, pero también era cierta, puesto que veía a Merrin en el camino de entrada, al volante de la camioneta de su padre. Ig le dijo que estaría allí enseguida.

La observó a través de la ventana de la cocina mientras subía por el camino, estirándose la blusa, elegantemente vestida con una falda de lino azul y una camisa blanca cuyos botones desabrochados dejaban ver la cruz de oro. Piernas desnudas, zapatos azules abiertos por detrás. Había elegido con cuidado la ropa antes de venir, había decidido qué imagen quería dar. Se terminó el ron con coca-cola de camino a la puerta y la abrió en el momento preciso en que Merrin levantaba una mano para llamar. Lee todavía tenía los ojos brillantes y llorosos de su conversación con Ig y se preguntó si no convendría dejar escapar alguna lágrima, pero después decidió que no. Era mejor dar la impresión de que luchaba por contener el llanto.

– Hola, Lee -dijo Merrin con aspecto de estar conteniendo también las lágrimas. Le colocó una mano sobre la mejilla y después se le acercó.

Fue un abrazo breve, pero durante un instante tuvo la nariz en su pelo y sus pequeñas manos apoyadas en el pecho. El pelo de Merrin desprendía un intenso, casi ácido, olor a limones y menta y Lee pensó que era el perfume más arrebatador que jamás había olido, mejor incluso que el olor a coño mojado. Se había acostado con muchas chicas y conocía todos sus olores, todos sus sabores, pero Merrin era distinta. A veces tenía la impresión de que si no oliera de esa manera podría olvidarse de ella.

– ¿Quién ha venido? -preguntó mientras estaba en la casa con el brazo rodeándole todavía la cintura.

– Eres la primera… -dijo Lee y estuvo a punto de añadir: A la que he llamado. Pero se dio cuenta de que sería un error y además resultaría… ¿qué?… ¿raro? Inesperado. Un error por el momento, en todo caso. Así que en lugar de ello dijo-: En llegar. He llamado a Ig y después a ti. No sé en qué estaba pensando; tenía que haber llamado antes de nada a mi padre.

– ¿Has hablado con él?

– Hace unos minutos.

– Pues ya está. ¿Quieres sentarte? ¿Quieres que me ocupe yo de llamar a la gente?

La condujo hacia el dormitorio de invitados, donde estaba su madre. No le preguntó si quería verla, se limitó a echar a andar y Merrin le siguió. Quería que viera a su madre, quería ver la cara que ponía.

Se detuvieron en el umbral. Lee había encendido el aparato de aire acondicionado junto a la ventana y lo había puesto al máximo en cuanto su madre murió, pero en la habitación aún se respiraba un calor seco y febril. Su madre tenía los brazos marchitos cruzados sobre el pecho y las escuálidas manos agarrotadas, como si tratara de apartar algo de sí. Y lo había hecho, había intentado desembarazarse de los edredones que la cubrían hacia las nueve y media, pero estaba demasiado débil. Los edredones extra estaban ahora cuidadosamente doblados y guardados y una sábana azul limpia era lo único que la cubría. Con la muerte había adquirido facciones de pájaro; parecía un polluelo muerto tras caerse del nido. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta de par en par dejando ver los dientes empastados.

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