Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Killian no contestó. No sabía nada de aquello.

– Él conducía… me refiero a mi marido. Algunos dicen que el accidente fue culpa suya, que conducía de forma descuidada. Lo investigaron. Supongo que sí fue su culpa. -Se calló unos instantes y después añadió-: Lo único bueno de su muerte es que al menos le ahorró tener que pasar el resto de su vida con algo así sobre su conciencia. Vivir sabiendo que aquello fue culpa suya… eso lo habría destruido por dentro.

Killian deseó ser Gage. Él habría sabido qué decir en una Nsituación así. Habría alargado el brazo por encima de la mesa y la habría tocado. Killian, en cambio, siguió sentado con las botas del muerto puestas y buscando algo que decir. Después soltó de buenas a primeras:

– Las cosas más terribles siempre les ocurren a las mejores personas. Las más amables. Y la mayoría de las veces no hay ninguna razón para ello, sólo mala suerte. Si no está segura usted de que fue su culpa, ¿por qué se tortura pensándolo? Ya es bastante duro perder a alguien sin necesidad de eso.

– Bueno, intento no pensar en ello -dijo la mujer-. Le echo de menos, pero doy gracias a Dios por cada noche que pasamos juntos durante doce años. Doy gracias a Dios por sus hijas, que tienen sus ojos.

– Sí-dijo Killian.

– No saben qué hacer. Nunca se han sentido tan confusas.

– Sí -repitió.

Se quedaron sentados un rato y entonces la mujer dijo:

– Me parece que tienes su misma talla de ropa. Puedo darte una de sus camisas y unos pantalones, además de las botas.

– No, señora, no estaría bien aceptar cosas que no puedo pagarle.

– Olvídate de eso. No hablemos de dinero, lo que busco es lo bueno, por pequeño que sea, que pueda salir de algo tan triste. Eso me haría sentirme mejor -dijo con una sonrisa.

Killian había pensado que tenía el pelo gris, recogido en un moño detrás de la cabeza, pero donde estaba sentada ahora la iluminaban los rayos de sol que entraban por la ventana y vio que tenía el pelo tan rubio como sus hijas, casi blanco.

Se levantó y salió de nuevo de la cocina. Killian aprovechó para fregar los platos. La mujer pronto estuvo de vuelta con unos pantalones color caqui y con tirantes, una camisa gruesa de cuadros y una camiseta. Le indicó el camino hacia un cuarto situado detrás de la cocina y le dejó solo mientras se cambiaba. La camisa le quedaba grande y olía ligeramente a hombre, aunque no era un olor desagradable. También olía a tabaco de pipa; Killian había visto una en el estante, sobre la estufa.

Salió con sus ropas viejas y sucias bajo el brazo, sintiéndose limpio y normal, con el estómago agradablemente lleno. La mujer estaba sentada a la mesa con uno de sus zapatos viejos en la mano. Sonreía un poco mientras retiraba el trozo de arpillera cubierto de barro.

– Esos zapatos se han ganado un descanso -dijo Killian-. Casi me avergüenzo de cómo los he tratado.

La mujer levantó la cabeza y lo contempló en silencio. Miró sus pantalones, que llevaba enrollados por encima de los tobillos.

– No estaba segura de si eran de tu talla -dijo-. Pensé que quizá él era más grande, o que tal vez yo le recordaba más grande.

– Bueno, pues era tan grande como usted lo recuerda.

– Cuanto más lejos estoy de él, más grande me parece -murmuró ella.

No había nada que Killian pudiera hacer por ella en pago por las ropas y la comida. Le dijo que Northampton estaba a casi cinco kilómetros y que debería irse ya, porque probablemente volvería a tener hambre cuando llegara allí y en el Bendito Corazón de la Virgen María le darían un plato de alubias y una rebanada de pan. También le informó de que al este del río Connecticut había una «villa miseria», pero que si iba allí no debía quedarse mucho tiempo, porque a menudo había redadas y arrestaban a los ocupantes ilegales. Ya en la puerta le dijo que era mejor ser arrestado en la estación que intentar saltar de un tren que iba demasiado rápido. Añadió que no quería que saltara de más trenes, a no ser que estuvieran parados o circulando muy despacio. Que la próxima vez podía acabar con algo más que un tobillo torcido. Killian asintió y le preguntó de nuevo si podía hacer algo por ella. La respuesta fue que se lo acababa de decir.

Killian sentía deseos de darle la mano. Gage lo habría hecho, le habría prometido que rezaría por ella y por su marido muerto. Deseó poderle hablar de Gage, pero descubrió que era incapaz de alargar la mano para tocarla y no estaba seguro de poder decir nada. A menudo le abrumaba la bondad de personas que apenas tenían nada; en ocasiones su generosidad le resultaba tan intensa que tenía la impresión de que algo se quebraba en su interior.

Cuando cruzaba el jardín en dirección a la carretera vestido con sus nuevas ropas miró en dirección a los árboles y vio a las dos niñas entre los juncos. Se habían puesto de pie, ambas sostenían un ramillete de flores silvestres y tenían los ojos fijos en el suelo. Entonces volvieron la cabeza, primero la mayor y después la más pequeña, y lo miraron.

Killian sonrió tímidamente y cruzó cojeando el jardín hasta ellas, abriéndose paso entre los húmedos juncos. Justo detrás de donde estaban las niñas se abría un calvero sobre el que había extendida una tela negra de arpillera. En ella estaba tumbada una tercera niña, más pequeña que las otras dos, vestida con un traje blanco con encaje en el cuello y los puños. Tenía las manos blancas como la porcelana, cruzadas encima del pecho, y sujetaban un pequeño ramo de flores. Sus ojos estaban cerrados y se esforzaba por reprimir la risa. No tendría más de cinco años. Una corona de margaritas secas enmarcaba sus cabellos rubios. A sus pies había un montoncito de flores muertas y a uno de sus lados una Biblia abierta.

– Nuestra hermana Kate ha muerto -dijo la hermana mayor.

– Éste es su velatorio -añadió la otra.

Kate estaba muy quieta sobre la tela. Continuaba con los ojos cerrados pero se mordía los labios para no sonreír.

– ¿Quieres jugar? -preguntó la hermana mediana-. ¿Quieres jugar a este juego? Podrías tumbarte y hacer de muerto. Te cubriríamos de flores y leeríamos la Biblia y cantaríamos Voy hacia Ti, mi Dios.

– Yo lloraré -dijo la niña mayor-. Puedo llorar siempre que quiero.

Killian contempló en silencio a la niña en el suelo y a las dos dolientes. Después dijo:

– Me parece que este juego no me gusta. No quiero hacer de muerto.

La niña mayor pestañeó y después le miró a la cara.

– ¿Por qué no? -preguntó-. Estás vestido para el papel.

Bobby Conroy regresa de entre los muertos

Al principio Bobby no la reconoció. Estaba herida, como él. Los treinta primeros que llegaron hacían todos de heridos. Tom Savini los había maquillado personalmente.

Llevaba la cara de color azul plateado y los ojos hundidos y rodeados de dos círculos negros, y donde había estado su oreja derecha había ahora un agujero de bordes desiguales, un orificio que dejaba ver un trozo de hueso rojo y húmedo. Estaban sentados a menos de un metro de distancia en el murete de piedra que rodeaba la fuente, que estaba cerrada. Ella tenía sus páginas apoyadas en una rodilla -tres en total, y grapadas- y las miraba con concentración, frunciendo el entrecejo. Bobby había leído las suyas mientras esperaba en la cola para entrar en maquillaje.

Sus vaqueros le recordaban a Harriet Rutherford. Estaban cubiertos de parches que parecían cortados de pañuelos; cuadrados rojos y azul oscuro con estampados de cachemira. Harriet siempre llevaba vaqueros como ésos y a Bobby seguía excitándolo ver el trasero de unos Levi's de chica cubiertos de parches.

Siguió con la vista la curva de sus piernas hasta la campana de los pantalones en los tobillos, y después miró sus pies descalzos. Se había quitado las sandalias y se frotaba los Bobby Conroy abrió los ojos y los dirigió a su derecha, donde un niño con cara azul de muerto y pelo lacio y negro lo miraba. Llevaba una sudadera con la capucha puesta.

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