Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Harriet aflojó el abrazo y poco a poco se apartó de Bobby. Éste miró al niño unos segundos más -no tendría más de seis años-, y después bajó la vista a la mano de Harriet, a la alianza colocada en su dedo anular.

Entonces sonrió forzadamente al niño. Bobby había ido a más de setecientos castings en los años que pasó en Nueva York y tenía acumulado todo un catálogo de sonrisas falsas.

– Eh, chaval -dijo-. Soy Bobby Conroy. Tu madre y yo éramos amigos cuando los dinosaurios poblaban la tierra.

– Yo también me llamo Bobby -dijo el niño-. ¿Sabes mucho de dinosaurios? A mí me encantan.

Bobby sintió una punzada que pareció desgarrarle las entrañas. Miró a Harriet a la cara -no quería, pero no pudo evitarlo- y vio que ésta también lo miraba, con una sonrisa nerviosa y contenida.

– Lo eligió mi marido -dijo, mientras, por alguna razón, daba palmaditas en la rodilla a Bobby-. Por un jugador de los Yanquees. Nació en Albany.

– Sé algo de mastodontes -le dijo Bobby al niño, sorprendido al comprobar que su voz sonaba perfectamente normal-. Grandes elefantes peludos del tamaño de autobuses. Durante un tiempo habitaron la meseta de Pensilvania, dejando gigantescas cacas por todas partes, una de las cuales después se convirtió en Pittsburgh.

El niño sonrió y echó una mirada de reojo a su madre, tal vez para comprobar si la había escandalizado la alusión a la «caca». Ella le sonrió con indulgencia.

Bobby vio la mano del niño y dio un respingo.

– ¡Vaya! Ésa es la mejor herida que he visto en todo el día. ¿Qué es? ¿Una mano falsa?

De la mano izquierda del niño faltaban tres dedos. Bobby la cogió y tiró de ella esperando que salieran los dedos, pero estaba caliente y carnosa debajo del maquillaje azul y el niño se soltó.

– No -dijo-. Es mi mano. La tengo así.

Bobby se ruborizó tan intensamente que le escocían las orejas y agradeció estar maquillado. Harriet le puso una mano en la muñeca.

– Le faltan esos tres dedos -dijo.

Bobby la miró, intentando pensar en la manera de excusarse. Harriet sonreía ahora con cierta inquietud, pero no parecía estar enfadada con él, y que tuviera la mano apoyada en su brazo era una buena señal.

– Los metí en la sierra de mesa, pero no me acuerdo porque era muy pequeño -explicó el niño.

– Dean trabaja en el negocio de la madera -dijo Harriet.

– ¿Está Dean por aquí haciendo de zombi? -preguntó Bobby estirando el cuello y mirando a su alrededor de manera ostensible, aunque evidentemente no sabía qué aspecto tenía el marido de Harriet. Las dos plantas de la plataforma situada en medio del centro comercial estaban llenas de personas como ellos, maquilladas para parecer recién muertos. Estaban sentadas en bancos o de pie, formando grupos, charlando y riéndose de las heridas de cada uno, o leyendo las páginas fotocopiadas del guión que les habían dado. El centro comercial estaba cerrado al público -las tiendas habían bajado sus verjas de seguridad-, y dentro sólo había gente del equipo de producción y zombis.

– No. Nos dejó aquí y se fue a trabajar.

– ¿Endomingo?

– Tiene su propio taller.

Se disponía a decir algo gracioso al respecto cuando pensó que hacer chistes sobre el oficio del tal Dean delante de su mujer y de su hijo de cinco años no sería una buena idea, por mucho que Harriet y él hubieran sido en un tiempo amigos íntimos y la pareja más popular del grupo de teatro Morir de Risa durante su último año en el instituto. Así que se limitó a decir:

¿ Ah sí? ¡Qué bien!

– Me gusta el corte gigante que llevas en la cara -dijo el niño señalando la ceja de Bobby. El tenía una herida en la cabeza de feo aspecto, en la que se veía el hueso bajo la piel-. ¿No te pareció guay el tipo que nos maquilló?

A Bobby, en realidad, le había dado bastante grima Tom Savini, que mientras lo maquillaba estuvo consultando todo el tiempo un libro de fotografías de autopsias. Las personas allí retratadas con la carne mutilada e inerte y caras contritas estaban realmente muertas, no se levantarían después para servirse un café de la mesa de catering. Savini estudiaba sus heridas con concentrado interés, igual que un pintor estudia el motivo de su cuadro.

Pero Bobby entendía por qué le había parecido guay al niño. Con su chaqueta de cuero negro, botas de motociclista, barba oscura y unas cejas poco comunes, gruesas y negras y puntiagudas como las del Dr. Spock o Bela Lugosi, parecía la viva imagen de un dios del death-metal rock.

Alguien dio una palmada y Bobby miró a su alrededor. El director, George Romero, estaba al pie de las escaleras mecánicas, un hombre corpulento de un metro ochenta de estatura y espesa barba castaña. Bobby había reparado en que muchos hombres del equipo de producción llevaban barba. Gran parte de ellos tenían también pelo largo y vestían antiguas prendas militares y botas de motero, como Savini, de forma que parecían una banda de revolucionarios de la contracultura.

Bobby, Harriet y el pequeño Bob se unieron al resto de extras para escuchar lo que decía Romero. Tenía una voz potente y segura, y cuando sonreía se le formaban dos hoyuelos en las mejillas, visibles a pesar de la barba. Preguntó si alguno de los presentes sabía algo de cómo se hace una película. Unos pocos, Bobby entre ellos, levantaron la mano. Romero dijo «gracias a Dios que hay alguien», y todos rieron. Añadió que quería darles la bienvenida al mundo de las superproducciones de Hollywood y todos volvieron a reír, porque George Romero hacía películas sólo en Pensilvania y todos sabían que El amanecer de los muertos era menos aún que una película de bajo presupuesto, era prácticamente una película sin presupuesto. Dijo que daba las gracias a todos por estar allí y que a cambio de diez horas de trabajo extenuante les pagaría en metálico una suma tan colosal que no se atrevía a decirla en voz alta, y por tanto se limitaría a enseñársela. Después de lo cual agitó un billete de un dólar en la mano, lo que fue recibido con nuevas risas. A continuación Tom Savini se inclinó sobre la barandilla de la planta de arriba y gritó:

– No os riáis. ¡Eso es más de lo que muchos cobramos por trabajar en este bodrio!

– La mayoría está aquí por amor al trabajo -dijo George Romero-. Tom en cambio lo hace porque disfruta rociando a la gente con pus.

Se escucharon algunos gemidos de asco.

– ¡Es pus falso! -gritó Romero.

– Eso es lo que tú te crees -respondió Savini desde algún lugar de la planta de arriba, pues se había separado de la barandilla y ya no se le veía.

Hubo más risas. Bobby tenía algo de experiencia en diálogos cómicos, y sospechaba que éste era ensayado y que había sido representado más de una vez.

Romero habló un rato sobre el argumento. Personas que acababan de morir volvían a la vida y se dedicaban a comerse a la gente. Ante la incapacidad del gobierno de hacer frente a esta crisis, cuatro jóvenes héroes se refugiaban en este centro comercial. Bobby dejó de escuchar y se descubrió observando al otro Bobby, el hijo de Harriet. Tenía un rostro alargado y solemne, ojos color chocolate y abundante pelo negro, lacio y despeinado. De hecho, el niño se parecía un poco a él, que también tenía ojos marrones, cara ovalada y espesos cabellos negros.

Se preguntó si Dean se parecería también a él y aquel pensamiento le aceleró el pulso. ¿Qué pasaría si Dean se presentaba a hacer una visita a Harriet y al pequeño Bobby y resultaba ser su hermano gemelo? Esta idea le resultaba tan inquietante que por un instante sintió que le flaqueaban las piernas, pero entonces recordó que estaba disfrazado de cadáver, con la cara azul y una herida en la cabeza. Incluso si resultaban ser idénticos nadie lo notaría.

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