Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
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Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Caminó con paso vacilante entre los árboles hasta el jardín trasero de la casa, y cuando llegó al lindero del bosque dudó. La pintura estaba descascarillada y las ventanas oscurecidas por la mugre. Cerca de la pared trasera de la casa había un arriate, un rectángulo de tierra de las dimensiones de una tumba, en el que no había nada plantado.

Killian estaba allí de pie mirando a la casa cuando vio a las niñas. No las había visto al llegar, tan quietas y calladas como estaban. Se había acercado a la casa desde la parte de atrás, pero el bosque se extendía por uno de sus lados y las niñas estaban allí, arrodilladas sobre unos helechos, dándole la espalda. Killian no podía ver lo que hacían, pero estaban prácticamente inmóviles. Eran dos, arrodilladas con sus vestidos de domingo. Las dos tenían el pelo rubio muy claro, largo, limpio y cuidadosamente cepillado, sujeto con pequeñas peinetas doradas.

Permaneció de pie observándolas mientras ellas seguían arrodilladas y muy quietas. Entonces una de ellas giró la cabeza y lo miró. Tenía cara con forma de corazón y ojos de color azul pálido. Lo miró sin expresión alguna. Pronto la otra niña se volvió y miró también a Killian, esbozando una leve sonrisa. La que sonreía debía de tener siete años y su inexpresiva hermana, diez. Killian las saludó con la mano. La niña de expresión seria continuó mirándolo unos instantes y después volvió la cabeza. Killian no veía lo que estaba haciendo allí, arrodillada, pero fuera lo que fuese la tenía absorbida por completo. La niña más pequeña tampoco le devolvió el saludo, pero pareció inclinar ligeramente la cabeza antes de regresar a su ocupación. Su silencio y su inmovilidad inquietaron a Killian.

Cruzó el jardín hasta la puerta principal. La puerta con mosquitera estaba de color naranja por el óxido, y curvada hacia fuera, desencajada del marco por algunos sitios. Killian se quitó el sombrero y se dispuso a subir las escaleras para llamar a la puerta, cuando ésta se abrió y una mujer apareció detrás de la mosquitera. Killian se quedó quieto con el sombrero en la mano y puso cara de mendigo.

La mujer podía tener treinta, cuarenta o cincuenta años. Tenía la cara tan delgada que parecía famélica, y los labios finos y descoloridos. Llevaba un paño de cocina colgado del cinturón del delantal.

– Buenos días, señora -dijo Killian-. Estoy hambriento y me preguntaba si podría darme algo de comer, una tostada, quizá.

– ¿No has desayunado?

– No, señora.

– En el Bendito Corazón dan desayunos. ¿No lo conoces?

– No, señora. Ni siquiera sé dónde está.

La mujer asintió.

– Te haré una tostada, y huevos si quieres. ¿Quieres?

– Bueno, señora, si me los prepara, desde luego no voy a tirarlos a la carretera.

Esto era lo que Gage decía siempre cuando le ofrecían algo más de lo que había pedido, y hacía reír a las amas de casa, pero ésta no rió, tal vez porque él no era Gage y la frase no sonaba igual viniendo de él. En lugar de ello la mujer se limitó a asentir una vez más y dijo:

– Muy bien. Límpiate los pies en el… -miró sus zapatos y calló un momento-. Mira esos zapatos. Quítatelos y déjalos junto a la puerta.

– Sí, señora.

Miró de nuevo a las niñas antes de subir las escaleras, pero ambas le daban la espalda y no le prestaron atención. Entró, se quitó los zapatos y caminó por el frío suelo de linóleo con los pies sucios y descalzos. A cada paso que daba notaba una extraña punzada en el tobillo izquierdo. Cuando se sentó a la mesa, los huevos ya chisporroteaban en la sartén.

– Ya sé por qué te has presentado en mi puerta trasera, por qué te has parado en mi casa. Es la misma razón por la que todos lo hacen -dijo, y Killian pensó que iba a decir algo sobre el árbol con la equis, pero no fue así-. Es porque el tren va más despacio durante medio kilómetro antes de cambiar de vía, y todos saltáis para no tener que encontraros con Arnold Choke en Northampton. ¿No es eso? ¿Saltaste tú en el cambio de vía?

– Sí, señora.

– ¿Por Arnold Choke?

– Sí, señora. He oído que es mejor evitarlo.

– Su reputación le viene del nombre [7]. Arnold Choke no es una amenaza para nadie. Es viejo, está gordo y si cualquiera de vosotros saliera corriendo probablemente moriría de un ataque al corazón intentando cogerlo. Aunque dudo de que haya corrido alguna vez en su vida. Saltar del tren en ese sitio es mucho más peligroso que entrar en Northampton.

– Sí, señora -contestó Killian y se frotó la pierna izquierda.

– El año pasado una chica embarazada saltó, chocó contra un árbol y se partió el cuello. ¿Me oyes?

– Sí, señora.

– Una chica embarazada. Y que viajaba con su marido. Deberías contar la historia por ahí. Que los otros sepan que es mejor quedarse en el tren hasta que se haya parado. Aquí tienes los huevos. ¿Quieres mermelada en la tostada?

– Si no es molestia, señora. Muchas gracias, esto huele de maravilla.

La mujer se apoyó en la encimera de la cocina con la espátula en la mano y lo miró mientras comía. Killian no habló, se limitó a comer a gran velocidad mientras ella lo miraba sin decir palabra.

– Bueno -dijo cuando hubo terminado-. Creo que te voy a freír un par más.

– Así está bien, señora. Ha sido suficiente.

– ¿No quieres más?

Killian vaciló sin saber qué contestar. Era una pregunta difícil.

– Los quieres -afirmó la mujer, y cascó dos huevos más en la sartén.

– ¿Tan hambriento parezco?

– Hambriento no es la palabra. Pareces un perro abandonado a punto de volcar un cubo de basura buscando algo de comer.

Cuando tuvo el plato delante, Killian dijo:

– Si hay algo que pueda hacer para pagarle esto, señora, me gustaría mucho.

– Gracias, pero no hay nada.

– Me gustaría que pensara en algo. Le estoy agradecido por abrirme así su despensa. No soy ningún vago y no me da miedo el trabajo.

– ¿De dónde eres?

– De Misuri.

– Supuse que eras del sur. Tienes un acento raro. ¿Hacia dónde te diriges?

– No lo sé.

La mujer no hizo más preguntas y permaneció apoyada en la encimera con la espátula en la mano, mirándolo comer de nuevo. Después salió y lo dejó solo en la cocina.

Cuando hubo terminado, Killian se quedó sentado, sin saber muy bien qué hacer, dudando de si debía marcharse.

Cuando trataba de decidirlo la mujer apareció con un par de botas en la mano y unos calcetines negros en la otra.

– Pruébatelos, a ver si te sirven -dijo.

– No, señora, no puedo hacer eso.

– Puedes y lo harás. Pruébatelos. Parecen de tu talla.

Killian se puso los calcetines y las botas. Tuvo cuidado al meter el pie, pero aun así notó una punzada de dolor en el tobillo.

– ¿Te pasa algo en el pie? -preguntó la mujer.

– Me lo he torcido.

– Al saltar del tren.

– Sí, señora.

La mujer sacudió la cabeza.

– Otros se matarán, y sólo por miedo a un viejo gordo con seis dientes sanos.

Las botas le quedaban algo grandes, tal vez un número más de la cuenta. Tenían cremallera y la piel era negra y brillante, sólo un poco rozada en las puntas. Parecían casi nuevas.

– ¿Qué tal te quedan?

– Bien, pero no puedo quedármelas. Son nuevas.

– A mí no me sirven para nada, y mi marido ya no las necesita. Murió el pasado julio.

– Lo siento.

– Yo también -dijo ella sin cambiar la expresión de su cara-. ¿Quieres un poco de café? No te lo he ofrecido.

Killian no contestó, así que la mujer le sirvió una taza. Después se sirvió otra ella y se sentó a la mesa.

– Murió en un accidente de camión -dijo-. Un camión de obras públicas que volcó. No fue el único que murió, también otros cinco hombres. Tal vez lo has leído, salió mucho en los periódicos.

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