– Cariño… -empezó a decir el padre.
– Supongo que recordará que no les hemos cobrado -dijo Alinger-. La entrada es gratuita.
– ¡Mira, papá! -El niño gritaba desde el otro extremo de la habitación mientras leía un nombre en una tarjeta-. ¡Es el hombre que escribió James y el melocotón gigante!
Alinger se volvió hacia él dispuesto a describir la pieza cuando por el rabillo del ojo vio moverse a la mujer y se interrumpió para dirigirse a ella.
– Yo escucharía antes los otros -dijo, mientras la mujer se llevaba los auriculares a los oídos-. A algunas personas no les resulta agradable lo que se oye en el frasco de Carrie Mayfield.
Ella lo ignoró, se colocó los auriculares y escuchó con los labios fruncidos. Alinger entrelazó las manos y se inclinó hacia ella atento a su reacción.
Entonces, de manera súbita, la mujer dio un paso atrás y con un gesto abrupto empujó el frasco hasta casi tirarlo al suelo, lo cual hizo sufrir bastante a Alinger por unos instantes. Se apresuró a sujetarlo para evitar que cayera al suelo. La mujer se quitó los auriculares con repentina torpeza.
– Roald Dahl -decía el padre posando una mano en el hombro de su hijo y admirando el frasco que éste había descubierto-. Vaya, vaya. Le interesan los escritores, ¿eh?
– No me gusta este sitio -dijo la mujer. Tenía la mirada vidriosa y fija en el frasco que contenía el último aliento de Carrie Mayfield, pero no lo veía. Tragó saliva ruidosamente, llevándose una mano a la garganta.
– Cariño -dijo-, quiero irme.
– Pero, mamá -protestó el niño.
– Me gustaría que firmaran en mi libro de visitas -dijo Alinger, y los condujo de vuelta al guardarropa.
El padre se mostraba solícito, tocando a su mujer en el hombro y mirándola con ojos tiernos y preocupados.
– ¿No podrías esperarnos un ratito en el coche? A Tom y a mí nos gustaría quedarnos un poco más.
– Quiero que nos marchemos ahora mismo -dijo la mujer con voz neutra y distante-. Los tres.
El padre la ayudó a ponerse el abrigo. El niño se metió las manos en los bolsillos y con gesto enfadado dio una patada a un viejo maletín de médico que había junto al paragüero. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho y, sin mostrar atisbo alguno de estar avergonzado, lo abrió en busca del aspirador.
La mujer se enfundó sus guantes de cabritillo con mucho cuidado, metiendo bien cada dedo. Parecía perdida en sus pensamientos, de modo que los demás se sorprendieron cuando de repente pareció espabilarse, se giró y fijó la vista en Alinger.
– Es usted horrible -le dijo-. Igual que un profanador de tumbas.
Alinger juntó las manos y la miró con aire comprensivo. Llevaba años enseñando su colección y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.
– Vamos, cariño -dijo el marido-. Hay que tener un poco de perspectiva.
– Me voy al coche -replicó ella bajando la cabeza y encorvando los hombros.
– Espera -dijo el marido-. Espéranos.
No tenía el abrigo puesto; tampoco el niño, que estaba de rodillas con el maletín abierto y pasando las yemas de los dedos por el aspirador, un aparato que parecía un termo de acero inoxidable con tubos de goma y una máscara de plástico en un extremo.
La mujer no llegó a oír a su marido; se dio la vuelta y salió dejando la puerta abierta. Bajó los empinados escalones de granito hasta la acera, siempre con los ojos fijos en el suelo. Caminaba como una sonámbula, sin levantar la vista y directamente hacia el coche, aparcado al otro lado de la calle.
Alinger se disponía a coger el libro de visitas -pensaba que tal vez el hombre sí accedería a firmar- cuando escuchó el chirrido de los frenos y el crujido metálico, como si el coche se hubiera empotrado en un árbol, sólo que no necesitaba mirar para saber que no era un árbol en lo que se había empotrado.
El padre gritó una vez, y otra más, y Alinger se volvió justo a tiempo para bajar las escaleras a trompicones. Un Cadillac negro estaba atravesado en la calzada y de los costados de su arrugado capó salía humo. La puerta del conductor estaba abierta y éste se encontraba de pie en la carretera, con un sombrero de fieltro ladeado sobre la cabeza.
Aunque los oídos le zumbaban, Alinger le oyó:
– Ni siquiera miró. Fue directa al coche. Por Dios, ¿qué se supone que tenía que hacer yo?
El padre no le escuchaba. Estaba en la calle, arrodillado y sujetando a su mujer entre sus brazos. El niño seguía en el guardarropa, con el chaquetón a medio poner y mirando hacia la calle. Una vena hinchada le latía con fuerza en la frente.
– ¡Doctor! -gritó el padre-. ¡Doctor, por favor! -repitió mirando a Alinger.
Éste se detuvo para coger su abrigo de la percha donde estaba colgado. Era marzo, hacía viento y no quería coger un resfriado. Desde luego no había llegado a los ochenta años de edad siendo descuidado o haciendo las cosas de forma apresurada. Le dio al niño unos golpecitos en la cabeza al pasar junto a él, pero no había llegado a la mitad de los escalones cuando éste le llamó.
– Doctor -balbuceó el niño. Y Alinger se volvió para mirarlo.
El niño le alargó su maletín, todavía abierto.
– Su maletín -dijo el niño-. Puede que necesite algo de dentro.
Alinger sonrió, afectuoso, subió de nuevo las escaleras y cogió el maletín que los fríos dedos del niño sujetaban.
– Gracias. Sí, es posible que necesite algo.
Se ha dicho que incluso los árboles pueden reaparecer en forma de fantasmas, y existen numerosos testimonios al respecto en la literatura sobre parapsicología. Está el famoso caso del pino blanco de West Belfry, en Maine, un altísimo abeto con una corteza blanca y suave como nunca se había visto, y agujas del color del acero bruñido. Lo talaron en 1842, y en la colina donde había estado construyeron un salón de té y un hotel. En la esquina del comedor, pintado de amarillo, había una zona circular de un diámetro idéntico al del tronco del pino donde siempre hacía un frío intenso. Justo encima del comedor se encontraba un pequeño dormitorio en el que nunca dormía ningún huésped. Quienes lo intentaron contaban que las fuertes ráfagas de un viento fantasmal y el suave crujir que producía en las ramas altas de los árboles no les habían dejado dormir; el viento hacía volar los papeles por la habitación y hacía jirones las cortinas. Y cada mes de marzo, de las paredes manaba savia.
En Canaanville, Pensilvania, un bosque fantasma se apareció durante veinte minutos un día de 1959. Existen fotografías que lo confirman. Fue en una zona residencial de reciente construcción, un barrio de calles serpenteantes y chalés pequeños y modernos. Los que allí vivían se levantaron una mañana de domingo y se encontraron durmiendo sobre lechos de abedul que parecían brotar directamente del suelo de sus dormitorios, y en las piscinas de los jardines las cicutas de agua flotaban y agitaban sus ramas. El fenómeno se extendió a un centro comercial cercano. La planta baja de Sears se llenó de maleza y las faldas a mitad de precio colgaban de las ramas de arces noruegos, mientras en el mostrador del departamento de joyería una bandada de golondrinas picoteaba las perlas y las cadenas de oro.
De alguna manera resulta más sencillo imaginar el fantasma de un árbol que el fantasma de un hombre. Un árbol puede seguir en pie cien años, nutriéndose de rayos del sol y succionando la humedad de la tierra, extrayendo, incansable, su alimento del suelo, como se saca el agua con un cubo de un pozo sin fondo. Las raíces de un árbol talado siguen bebiendo meses después de haber muerto, pues están tan acostumbradas a ello que lo han convertido en un hábito al que no pueden renunciar. Algo que no es consciente de estar vivo no puede, obviamente, saber que ha muerto.
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