Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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– ¡Ésta es la mayor locura! -dijo-. ¡Oh, Dios mío, nadie se lo va a creer! ¿Eres consciente de que vas a ser la persona más famosa de toda la historia?

Mientras hablaba me miraba con los ojos abiertos y brillantes, como solía hacerlo al principio, cuando le hablaba de Alaska. Me dirigí hacia la cómoda para aterrizar, pero cambié de idea y, agachando la cabeza, salí volando por la ventana.

– ¡No! ¿Qué estás haciendo? ¡Joder, qué frío hace!

Me apretaba tan fuerte alrededor del cuello que me costaba trabajo respirar. Volé en dirección al filo plateado de la luna.

– Aguanta el frío -le dije-. Sólo será un minuto. ¿No merece la pena, con tal de poder volar así, como en sueños?

– Sí -contestó-, es increíble.

– Lo es.

Temblaba violentamente, lo que hacía vibrar sus pechos debajo de la delgada blusa de forma interesante. Continué ascendiendo hacia una hilera de nubes ribeteadas de mercurio. Me gustaba cómo se aferraba a mí, sentirla temblar.

– Quiero volver.

– Todavía no.

Yo llevaba abiertos los primeros botones de la camisa y ella hundió la cabeza en mi pecho, apretando su helada nariz contra mi carne.

– Llevaba un tiempo queriendo hablar contigo -dijo-. Esta noche quería haberte llamado. Estaba pensando en ti.

– ¿Y a quién llamaste en mi lugar?

– A nadie -contestó. Entonces se dio cuenta de que había estado escuchando desde detrás de la ventana y añadió-: Bueno, a Hannah, una compañera de trabajo.

– ¿Está estudiando para algún examen? Te oí preguntarle por qué estudiaba un sábado por la noche.

– Volvamos.

– Claro.

Enterró de nuevo la cabeza en mi pecho y su nariz rozó mi cicatriz, una incisión con forma de luna creciente. Precisamente me dirigía hacia ella, la luna, que no parecía estar tan lejos. Angie me pasó el dedo por la cicatriz.

– Es increíble -susurró-. Qué suerte tuviste. Unos pocos centímetros más abajo y esa rama te habría atravesado el corazón.

– ¿Quién dice que no fue así? -dije, y me incliné hacia delante y la solté.

Se aferró a mi cuello y tuve que separar sus dedos uno a uno, antes de que cayera.

Siempre que mi hermano y yo jugábamos a los super-héroes me obligaba a hacer de malo. Alguien tiene que hacer de malo.

Mi hermano lleva tiempo diciéndome que debería volar a Boston una de estas noches y tomarme unas copas con él. Creo que pretende darme algunos consejos de hermano mayor, decirme que tengo que hacer algo con mi vida, avanzar. Tal vez también quiere compartir sus penas conmigo. Porque penas tiene, estoy seguro.

Creo que una de estas noches lo haré… me refiero a ir volando a visitarlo. Le enseñaré la capa y veré si le apetece probársela y lanzarse con ella desde la ventana de un quinto piso.

Tal vez no quiera, después de lo que pasó la última vez, Habrá que animarlo un poco, darle un pequeño empujoncito de hermano menor. Y ¿quién sabe? Quizá si se tira por la ventana con mi capa vuele en lugar de caerse y se pierda flotando en el fresco y quieto abrazo del cielo.

Aunque no lo creo. La capa no le funcionó cuando éramos niños. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

Es mi capa.

Último aliento

Un poco antes de mediodía entró una familia, un hombre, una mujer y su hijo. Eran los primeros visitantes del día -y Alinger suponía que también serían los únicos, pues el museo jamás se llenaba- y estaba libre para acompañarles en la visita guiada.

Los recibió en el guardarropa. La mujer seguía con un pie en las escaleras de entrada dudando si avanzar más. Miraba a su marido por encima de la cabeza de su hijo, con expresión incómoda, de indecisión. El marido le frunció el ceño. Tenía las manos en las solapas de su pelliza, pero parecía dudar si quitársela o no. Alinger había visto esto cientos de veces. Una vez que la gente había entrado y visto la tristeza fúnebre del vestíbulo, muchos empezaban a cambiar de opinión, a preguntarse si habían ido al sitio adecuado. Comenzaban a pensar en darse la vuelta y marcharse por donde habían venido. Sólo el niño parecía sentirse cómodo, y ya se estaba quitando la chaqueta y colgándola en una de las perchas que había en la pared, a baja altura.

Antes de que pudieran huir, Alinger carraspeó para llamar su atención. Una vez que lo veían, nadie se marchaba; en la pugna entre la incomodidad y los buenos modales casi siempre triunfaban estos últimos. Juntó las manos y les sonrió de manera, esperaba, tranquilizadora y bondadosa. Pero el efecto fue justo el opuesto. Alinger era un hombre de aspecto cadavérico, de casi metro noventa de estatura y sienes hundidas. Tenía los dientes (ocho, todos suyos) pequeños y tan grisáceos que parecían empastados. Al verlo el padre retrocedió un poco y la madre buscó inconscientemente la mano de su hijo.

– Buenos días. Soy el doctor Alinger. Por favor, pasen.

– Ah, hola -dijo el padre-. Sentimos molestarlo.

– No es ninguna molestia, estamos abiertos.

– Ah, estupendo -contestó el padre con un entusiasmo poco convincente-. ¿Entonces qué…? -Su voz se apagó y se quedó callado a mitad de frase, como si hubiera olvidado lo que iba a decir, no estuviera seguro de cómo expresarlo o no se atreviera.

Su mujer tomó el relevo.

– Nos dijeron que tenían ustedes una interesante exposición. ¿Es un museo de la ciencia?

Alinger les mostró de nuevo su sonrisa y al padre empezó a temblarle el párpado derecho con un tic nervioso.

– Les han informado mal -respondió-. Esto no es un museo de la ciencia, sino del silencio.

– ¿Cómo? -dijo el padre mientras la madre se limitaba a fruncir el ceño-. Creo que sigo sin entenderle.

– Vamos, mamá -dijo el niño, soltando su mano de la de ella-. Vamos, papá. Quiero verlo. Vamos.

– Por favor -dijo Alinger saliendo del guardarropa y haciendo un gesto hacia el vestíbulo con su mano demacrada y de largos dedos-. Con mucho gusto les ofreceré una visita guiada.

Las persianas estaban echadas, de manera que la habitación, con sus paneles de madera de ébano, estaba tan oscura como un teatro justo antes de que suba el telón. Las vitrinas, en cambio, estaban iluminadas desde arriba por focos encastrados en el techo. Expuestas en mesas y pedestales había lo que parecían ser probetas de cristal vacías, tan pulidas que brillaban como bombillas y acentuaban la oscuridad que las rodeaba.

Cada probeta tenía adherido lo que parecía ser un estetoscopio con el diafragma directamente fijado al cristal con cinta adhesiva. Los auriculares parecían esperar a que alguien los cogiera y escuchara a través de ellos. El niño encabezó la marcha seguido de sus padres y de Alinger. Se detuvieron ante la primera pieza expuesta, un recipiente colocado en un pedestal de mármol situado justo después de la entrada a la sala.

– No tiene nada dentro -dijo el niño y miró a su alrededor inspeccionando toda la sala, el resto de probetas también cerradas-. Ninguna tiene nada dentro. Están vacías.

– Ja -dijo el padre sin ninguna alegría.

– No del todo vacías -intervino Alinger-. Cada recipiente está cerrado al vacío, sellado herméticamente y contiene el último aliento de un moribundo. Tengo la colección de últimos alientos mayor del mundo, más de cien. Algunos de estos frascos encierran el último soplo de vida de personas muy famosas.

Al oír esto la mujer se echó a reír, pero, al contrario que la del marido, la suya era una risa de verdad, no fingida. Se tapaba la boca con la mano y temblaba, pero no conseguía disimular la risa. Alinger sonrió. Llevaba años enseñando su colección al público y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.

El niño, sin embargo, se había vuelto hacia la probeta situada justo delante de él, con la mirada muy atenta. Cogió los auriculares de aquel aparato que parecía un estetoscopio pero no lo era.

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