Cuando por fin dejé de volar, casi llegado el mediodía, estaba exhausto y permanecí echado en la cama mientras todos los músculos me dolían por el esfuerzo de mantener las rodillas encogidas durante tanto tiempo. Me había olvidado de comer y estaba mareado e hipoglucémico. Pero incluso así, tumbado bajo las mantas en el sótano que poco a poco se volvía menos frío, me sentía flotar. Cerré los ojos y me dejé llevar a los infinitos confines del sueño.
A última hora de la tarde me quité la capa y subí a prepararme unos bocadillos de beicon. El teléfono sonó y lo descolgué automáticamente; era mi hermano.
– Dice mamá que no la estás ayudando arriba -dijo.
– Hola. Yo estoy bien, gracias. ¿Y tú?
– También me ha dicho que te pasas el día en el sótano viendo la televisión.
– No hago sólo eso -contesté, pareciendo más a la defensiva de lo que me habría gustado-. Y si tanto te preocupas por ella, ¿por qué no vienes a casa los fines de semana y haces de manitas en la obra?
– Cuando estás en tercero de Medicina no puedes cogerte un fin de semana cuando te apetece. Tengo que planear con antelación hasta cuándo voy al cuarto de baño. Un día de la semana pasada pasé diez horas en urgencias. Se había terminado mi turno, pero entró una mujer mayor con una fuerte hemorragia vaginal…
Al oír aquello me reí, una reacción a la que Nick respondió con un largo silencio de desaprobación. Después continuó.
– Me quedé una hora más hasta asegurarme de que estaba bien. Eso es lo que quiero para ti. Que hagas algo que te saque de tu pequeño mundo.
– Hago cosas.
– ¿Qué cosas? A ver, por ejemplo, ¿qué has hecho hoy durante todo el día?
– Hoy… bueno, no ha sido un día muy normal. No he dormido en toda la noche. He estado… digamos que flotando de un lado a otro. -Reí otra vez sin poder evitarlo.
Nick se quedó callado unos segundos y después dijo:
– Si estuvieras en caída libre, Eric, ¿crees que te darías cuenta?
Salté del borde del tejado como se lanza un nadador desde el borde de una piscina al agua. El estómago me daba vueltas y me picaba la cabeza, un picor ardiente y helado al mismo tiempo, con todo el cuerpo agarrotado y esperando que llegara la caída libre. Éste es el fin de la historia, pensé, y se me ocurrió que toda aquella mañana volando en el sótano no había sido más que una ilusión, una fantasía esquizofrénica, y que ahora me caería y me rompería en pedazos, cuando la ley de la gravedad se impusiera. Pero en lugar de eso descendí, y después me elevé con mi capa de niño ondeando a mi espalda.
Mientras esperaba a que mi madre se fuera a la cama me pinté la cara. Me encerré en el cuarto de baño del sótano y usé una de sus barras de labios para dibujarme una máscara roja y pringosa en forma de anteojos. No quería que nadie me viera mientras volaba y, si lo hacían, pensé que los círculos rojos distraerían a mis testigos potenciales de otros rasgos. Además, pintarme la cara me hacía sentirme bien, me excitaba extrañamente sentir el pintalabios deslizándose sobre la piel. Cuando terminé estuve un rato mirándome en el espejo. Me gustaba mi máscara roja. Era sencilla, pero con ella mis facciones resultaban distintas, raras. Sentía curiosidad por esta nueva persona que me miraba desde el espejo. Curiosidad por lo que quería y por lo que era capaz de hacer.
Una vez que mi madre se hubo encerrado en su habitación subí al piso de arriba y salí por el agujero de la pared de mi dormitorio, donde antes había estado una ventana, y de ahí, al tejado. Faltaban un par de tejas y otras estaban sueltas, colgando torcidas. Otra cosa que mi madre trataría de arreglar ella misma, con tal de ahorrarse unos centavos. Tendría suerte si no se caía del tejado y se partía el cuello. Allí donde el mundo se junta con el cielo cualquier cosa es posible, y nadie lo sabía mejor que yo.
El frío me hacía daño en la cara y entumecía mis manos. Había estado sentado con ellas flexionadas durante largo rato, reuniendo valor para contradecir cien mil años de evolución, gritándome que moriría si me lanzaba desde el tejado. Y al minuto siguiente lo había hecho y me encontraba suspendido en el aire frío y claro, a diez metros del césped.
El lector esperará leer ahora que el entusiasmo me invadió y rompí en gritos de felicidad ante la emoción de volar. Pero no, lo que sentí fue mucho más sutil. El pulso se me aceleró y por un instante contuve el aliento. Poco a poco se adueñó de mí una quietud similar a la que reinaba en el aire. Estaba completamente concentrado en mí mismo, en conservar el equilibrio sobre aquella burbuja incorpórea situada debajo de mí (lo que puede hacer pensar que sentía algo debajo, como un cojín invisible de apoyo; pero no era así, y por eso no paraba de retorcerme para evitar caerme). Tanto por instinto como ya por la costumbre, mantenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos alrededor de ellas.
Me deslicé hacia delante y di algunas vueltas alrededor de un arce rojo. El álamo muerto hacía tiempo que había desaparecido del jardín, después de que una ventisca lo partiera en dos y la copa hubiera caído contra la casa y una de las ramas más largas hubiera hecho pedazos una de las ventanas de mi dormitorio, como si aún me buscara para matarme. Hacía frío y éste se intensificaba conforme yo ascendía más y más, pero no me importaba. Quería llegar a lo más alto.
Nuestra ciudad había sido construida en la ladera de un valle que parecía un tosco cuenco salpicado de luces. Escuché un graznido quejumbroso junto a mi oreja izquierda y el corazón me dio un vuelco. Al escudriñar en la espesa oscuridad pude distinguir un ánade real, con cabeza negra brillante y un increíble cuello de color esmeralda, batiendo las alas y mirándome con curiosidad. No permaneció a mi lado mucho tiempo, sino que agachó la cabeza, giró en dirección sur y pronto hubo desaparecido.
Durante un rato no supe adonde me dirigía. Por un momento perdí los nervios, cuando me di cuenta de que no sabía cómo iba a bajar sin caer en picado y estrellarme en el suelo. Pero cuando tuve los dedos completamente agarrotados y la cara insensible por el frío me incliné un poco hacia delante e inicié el descenso con total suavidad, tal y como lo había practicado en el sótano.
Cuando divisé la avenida Powell supe dónde me encontraba. Floté sobre tres manzanas más, elevándome en una ocasión para evitar el cable de un semáforo, y después gané altura de nuevo y me dirigí, como en un sueño, hacia la casa de Angie. Estaría a punto de terminar su turno en el hospital.
Pero se retrasó casi una hora. Me encontraba sentado en el tejado de su garaje cuando hizo su entrada en la rampa conduciendo el viejo Civic marrón que habíamos compartido. Todavía le faltaba el parachoques y el capó estaba abollado, desperfectos que sufrió cuando choqué contra un contenedor en mi desesperado intento por huir de la policía.
Angie iba maquillada y llevaba puesta la falda color lima con estampado de flores tropicales, la que se ponía siempre para las reuniones de personal todos los finales de mes. Sólo que no era fin de mes. Seguí sentado en el tejado metálico del garaje y la observé trotar sobre sus tacones altos hasta la puerta principal de la casa y entrar.
Por lo general, se duchaba siempre al llegar a casa y yo no tenía nada más interesante que hacer.
Me deslicé por una esquina del tejado y floté como un globo negro hacia el tercer piso de la alta y estrecha casa de estilo Victoriano de sus padres. Su dormitorio estaba a oscuras. Me apoyé en el cristal escudriñando en dirección a la puerta, esperando a que se abriera. Pero Angie ya estaba dentro y encendió una lámpara situada a la izquierda de la ventana, sobre una cómoda. Miró por la ventana en mi dirección. Yo también la miré, sin moverme. No podía, estaba demasiado nervioso. Ella miraba por la ventana sin interés y sin mostrar sorpresa alguna. No me veía a mí, tan sólo su reflejo en el cristal, y me pregunté si alguna vez me había visto en realidad.
Читать дальше