– ¿Qué es esto? -preguntó.
– El muertoscopio -respondió Alinger-. Extremadamente sensible. Póntelo si quieres, oirás el último aliento de William S. Ried.
– ¿Es alguien famoso?
Alinger asintió con la cabeza.
– Fue famoso durante un tiempo… famoso como lo son ciertos criminales: objeto de escándalo y fascinación. Hace cuarenta y dos años se sentó en la silla eléctrica y yo mismo certifiqué su muerte. Ocupa un lugar de honor en mi museo; el suyo fue el primer último suspiró que capturé.
Para entonces la mujer se había sobrepuesto a su ataque de risa, aunque seguía con un pañuelo sobre la boca y parecía esforzarse por reprimir otra carcajada.
– ¿Qué fue lo que hizo? -preguntó el chico.
– Estrangular niños -contestó Alinger-. Los metía en un congelador y de vez en cuando los sacaba para mirarlos. La gente colecciona todo tipo de cosas, es lo que yo siempre digo. -Se inclinó hasta situarse a la altura del niño-. Adelante, escucha si quieres.
El niño cogió los auriculares y se los puso, con la mirada fija, sin parpadear, en el recipiente rebosante de luz. Escuchó atentamente durante unos minutos, pero después arqueó las cejas y frunció el ceño.
– No oigo nada -dijo mientras se disponía a quitarse los auriculares. Alinger lo detuvo.
– Espera. Hay diferentes clases de silencio. El silencio en una caracola marina. El silencio después de un disparo. El último suspiro de aquel hombre sigue aquí, pero tus oídos precisan tiempo para habituarse. Dentro de un rato lo oirás, su particular silencio final.
El niño agachó la cabeza y cerró los ojos mientras los adultos lo miraban. Entonces sus ojos se abrieron de par en par y levantó la vista. Su cara regordeta resplandecía de emoción.
– ¿Lo has oído? -le preguntó Alinger.
El niño se quitó los auriculares.
– Es como un hipo, sólo que al revés. ¿Sabes? Como… -Se detuvo y respiró jadeando en silencio.
Alinger le revolvió el pelo. La madre se pasó el pañuelo por los ojos.
– ¿Es usted médico?
– Retirado.
– ¿Y no le parece que esto es poco científico? Incluso si fuera usted capaz de capturar el último soplo de monóxido de carbono que exhalara alguien…
– Dióxido -dijo Alinger.
– No se oiría. No es posible embotellar el sonido del último aliento de alguien.
– No -convino Alinger-. Pero no se trata de un sonido embotellado, sólo de un silencio determinado. Todos tenemos distintos silencios. ¿Acaso su marido tiene el mismo silencio cuando está contento que cuando está enfadado con usted, señora mía? Sus oídos son capaces de discernir entre clases específicas de nada.
A la mujer no le gustó que la llamara señora mía, y entornó los ojos y abrió la boca para decir algo, pero su marido se le adelantó, proporcionando a Alinger una excusa para darle la espalda a su esposa. El marido se había acercado a un recipiente colocado sobre una mesa junto a la pared, cerca de un sillón tú y yo acolchado, de color oscuro.
– ¿Cómo consigue coleccionar estos alientos?
– Uso un aspirador, una pequeña bomba de vacío que absorbe las exhalaciones de un moribundo. Lo llevo siempre en mi maletín de médico, por si acaso. Yo mismo lo he diseñado, aunque existen aparatos similares desde principios de siglo XIX.
– Aquí dice Poe -dijo el padre mientras acariciaba una tarjeta de marfil que había en la mesa, delante del recipiente.
– Sí -dijo Alinger-. Las personas llevan coleccionando últimos alientos desde que existe la maquinaria necesaria para hacerlo. Admito que pagué doce mil dólares por éste. Me la ofreció el bisnieto del médico que lo vio morir.
La mujer rompió de nuevo a reír. Alinger, paciente, prosiguió su explicación.
– Les puede parecer una cantidad excesiva pero a mí me pareció una ganga. Hace poco, en París, Scrimm pagó el triple por el último aliento de Enrico Caruso.
El padre pasó los dedos por el muertoscopio pegado al recipiente identificado como Poe.
– Algunos silencios parecen resonar con sentimientos -dijo Alinger-. Prácticamente se puede sentir cómo tratan de articular una idea. Muchos de quienes han escuchado la última respiración de Poe tienen la sensación, al cabo de un rato, de haber oído una palabra no dicha, la expresión de un deseo muy particular. Escuche y pruebe si lo percibe usted también.
El padre se agachó y cogió los auriculares.
– Esto es ridículo -dijo la madre.
El padre escuchaba con atención y su hijo se colocó a su lado, pegando el cuerpo contra su pierna.
– ¿Puedo escuchar yo, papá? -preguntó-. ¿Puedo probar yo?
– Chss -chistó el padre.
Permanecieron todos en silencio salvo la mujer, que murmuraba para sí con expresión de agitado desconcierto.
– Whisky -dijo el padre en voz imperceptible, sólo moviendo los labios.
– Dé la vuelta a la tarjeta con el nombre -dijo Alinger.
El padre levantó la tarjeta de marfil que tenía escrito «POE» en uno de los lados. En el otro se leía «WHISKY».
Se quitó los auriculares y miró el frasco de cristal con expresión solemne.
– Claro. El alcoholismo. Pobre hombre, ya sabe… Cuando estaba en sexto curso me aprendí El cuervo de memoria -dijo el padre-. Y lo recité delante de toda la clase sin equivocarme una sola vez.
– Venga ya -dijo la mujer-. Es un truco. Seguramente hay un altavoz escondido debajo del frasco y lo que se oye es una grabación, alguien susurrando «whisky».
– Yo no he oído ningún susurro -dijo el padre-. Simplemente tuve un pensamiento, como una voz en mi cabeza que sonaba… decepcionada.
– Eso es que el volumen está muy bajo -insistió la mujer-. De manera que es todo subliminal, como en los anuncios.
El niño se colocó el auricular para ver si no-oía lo mismo que su padre.
– ¿Son todos gente famosa? -preguntó el padre. Sus rasgos eran pálidos aunque había pequeñas manchas rojas en las mejillas, como si tuviera fiebre.
– No todos -contestó Alinger-. He embotellado los últimos suspiros de licenciados universitarios, burócratas, críticos literarios… un variado repertorio de gente anónima. Uno de los silencios más exquisitos de mi colección es el de un conserje.
– Carrie Mayfield -leyó la mujer en una tarjeta delante de un frasco alto y polvoriento-. ¿Es ella uno de sus donantes anónimos? Ama de casa, seguro.
– No -contestó Alinger-. No tengo ninguna ama de casa en mi colección, todavía. Carrie Mayfield fue una joven Miss Florida, extremadamente bella, que iba camino de Nueva York con sus padres y su prometido a posar para la portada de una revista femenina, su gran debut. Sólo que su avión se estrelló en los Everglades. Hubo muchas víctimas, fue un accidente aéreo muy famoso. Carrie, sin embargo, sobrevivió… por un tiempo. Al salir del avión estrellado le salpicó combustible ardiendo y le quemó el ochenta por ciento del cuerpo. Se quedó afónica pidiendo ayuda. Estuvo en cuidados intensivos poco más de una semana. Yo entonces ejercía de profesor y llevé a mis estudiantes para que la observaran, como curiosidad. Por entonces era poco frecuente ver a alguien con semejantes quemaduras y aún con vida. Con tanta superficie de su cuerpo quemada. Había partes de su cuerpo que se habían fundido con otras. Por fortuna llevaba conmigo mi aspirador, ya que murió mientras la examinábamos.
– Ésa es la cosa más horrible que he oído en mi vida -dijo la mujer-. ¿Qué me dice de sus padres, de su prometido?
– Murieron en el accidente. Calcinados delante de ella. No estoy seguro de si se llegaron a recuperar sus cuerpos. Los caimanes…
– No me creo una sola palabra de lo que dice. No me creo nada de este sitio. Y no me importa decir que me parece una forma bastante estúpida de sacarle el dinero a la gente.
Читать дальше