Después de que te marcharas -no inmediatamente, sino cuando terminó el verano- talé el aliso bajo el que solíamos leer, sentados en la manta de picnic de tu madre; el aliso bajo el que nos quedábamos dormidos escuchando el zumbido de las abejas. Era viejo, estaba podrido e infestado de insectos, aunque cada primavera le seguían brotando nuevos retoños de las ramas. Me dije a mí mismo que no quería que el viento lo hiciera desplomarse sobre la casa, aunque ni siquiera estaba inclinado en esa dirección. Pero ahora, a veces, cuando estoy allí fuera, en el jardín, el viento crece y aúlla desgarrando mis ropas. ¿Qué será lo que grita con él, me pregunto?
Killian le cedió la manta a Gage -no la quería- y le dejó durmiendo en una loma junto a un riachuelo en algún lugar del este de Ohio. Durante el mes siguiente prácticamente no dejó de moverse, pasó gran parte del verano de 1935 en los trenes de mercancías que iban hacia el norte y hacia el este, como si todavía tuviera intención de visitar a la prima de Gage en New Hampshire. Pero no era así, y ya nunca tendría ocasión de conocerla. No tenía ni idea de adonde se dirigía.
Estuvo en New Haven un tiempo, pero tampoco se quedó allí. Una mañana, cuando apenas había amanecido, fue hasta un lugar del que había oído hablar, donde las vías trazaban una curva tan amplia que los trenes se veían obligados a circular despacio. Un muchacho con una americana sucia que no era de su talla estaba agachado a su lado, al pie del terraplén. Cuando llegó el tren que iba hacia el noreste Killian se puso en pie de un salto y echó a correr junto a él hasta subirse en uno de los vagones de carga. El chico hizo lo mismo justo detrás de él.
Viajaron un rato juntos en la oscuridad, entre las sacudidas de los vagones y el traqueteo y chirrido de las ruedas contra la vía. Killian dormitaba y se despertó cuando el chico le tiró de la hebilla del cinturón. Le dijo que le haría una por veinticinco centavos, pero Killian no los tenía y si así hubiera sido no los habría gastado en eso.
Agarró al chico por los brazos y con algo de esfuerzo consiguió quitarse sus manos de encima, clavándole las uñas en el dorso de las muñecas, haciéndole daño intencionadamente. Le dijo que le dejara en paz y lo apartó de un empujón. También le dijo que tenía cara de buen chico y le preguntó por qué hacía esas cosas. Después le pidió que le despertara cuando el tren se detuviera en Westfield. El muchacho se sentó en el otro extremo del vagón con una rodilla contra el pecho, rodeándola con los brazos y sin hablar. De vez en cuando una delgada línea de luz grisácea del amanecer se colaba por una de las rendijas de las paredes del vagón e iluminaba su cara, de ojos febriles y llenos de odio. Killian se durmió de nuevo mientras el muchacho seguía mirándolo furioso.
Cuando se despertó se había marchado. Para entonces ya era completamente de día, pero aún temprano, y hacía frío, de modo que cuando Killian entreabrió la puerta del vagón y se asomó su aliento se perdió en una nube de vapor helado. Sostenía la puerta con una mano y los dedos que quedaban fuera pronto se le enrojecieron por la gélida e intensa corriente de aire. Tenía un desgarrón en la camisa a la altura de la axila, por el cual también se colaba el aire frío. No sabía si había llegado a Westfield, pero tenía la sensación de haber dormido un buen rato, así que era probable que ya lo hubiera dejado atrás. Seguramente allí había saltado el muchacho, ya que después de Westfield no había más paradas hasta que se llegaba a la última, en Northampton, y Killian no quería ir allí. Siguió de pie en la puerta, azotado por el frío viento. En ocasiones imaginaba que también él había muerto con Gage y que vagaba desde entonces como un fantasma. Pero no era así. Había cosas que le recordaban todo el tiempo que no era así, como el dolor y la rigidez de cuello después de dormir en una mala postura o el aire frío que penetraba por los agujeros de su camisa.
En un apeadero, en Lima, un agente de ferrocarril había pillado a Killian y Gage dormitando bajo la manta que compartían escondidos en un cobertizo. Los despertó a patadas y les mandó que se largaran. Como no se dieron toda la prisa que debían, el poli golpeó a Gage en la cabeza con su porra haciéndole caer de rodillas. Durante los dos días siguientes, cuando Gage se despertaba por la mañana le decía a Killian que veía doble. Aquello le parecía divertido y se quedaba sentado moviendo la cabeza de un lado a otro y riendo mientras todo a su alrededor se multiplicaba por dos. Tenía que pestañear mucho y frotarse los ojos antes de que se le aclarara la visión. Más tarde, tres días después de lo ocurrido en Lima, Gage empezó a caerse. Iban caminando juntos y Killian se daba cuenta de pronto de que estaba solo, y al volver la vista atrás encontraba a Gage sentado en el suelo, con la cara lívida y asustada. Se detuvieron en un paraje desierto para descansar el resto del día, pero fue un error. Killian no debería haberlo permitido y en lugar de ello tendría que haber llevado a Gage a un médico. Al día siguiente Gage amaneció muerto, con los ojos abiertos y expresión sorprendida, junto al lecho del arroyo.
Más tarde, en los fuegos de campamento, Killian oyó hablar a otros hombres de un agente de ferrocarriles llamado Lima Slim. Por sus descripciones dedujo que se trataba del mismo hombre que había golpeado a Gage. Lima Slim a menudo disparaba a los intrusos y en una ocasión había obligado a unos hombres a saltar de un tren que circulaba a ochenta kilómetros por hora a punta de pistola. Lima Slim era famoso por las cosas que había hecho, al menos entre los vagabundos.
Era el mes de octubre, o noviembre tal vez -Killian lo ignoraba-, y en los bosques junto a las vías del tren había una alfombra de hojas muertas del color del óxido y de la mantequilla. Killian cojeaba entre ellas. No todas las hojas se habían caído de los árboles, aquí y allí había una ráfaga escarlata, una veta anaranjada, como brasas ardiendo. Pegado al suelo había un humo blanco y frío, entre los troncos de los abetos y las piceas. Killian se sentó un rato en un tocón y se llevó con suavidad las manos al tobillo mientras el sol se elevaba en el cielo y la neblina de la mañana se desvanecía. Los zapatos se le habían reventado y los llevaba sujetos con tiras de arpillera cubiertas de barro, y tenía los dedos de los pies tan fríos que casi no los sentía. Gage tenía mejores zapatos que él, pero Killian se los había dejado puestos, lo mismo que la manta. Había intentado rezar sobre el cadáver de Gage, pero sólo fue capaz de recordar una frase de la Biblia que decía: «María guardaba todo esto en su corazón, y lo tenía muy presente», y era sobre el nacimiento de Cristo, por lo que no servía para decirlo cuando alguien había muerto.
Sería un día caluroso, aunque cuando por fin Killian se puso en pie hacía aún frío bajo las sombras de los árboles. Siguió las vías del tren hasta que el tobillo empezó a dolerle demasiado para continuar y tuvo que sentarse en el terraplén y descansar una vez más. Para entonces lo tenía muy hinchado, y cuando se lo apretaba sentía una dolorosa sacudida que le llegaba hasta el hueso. Siempre había confiado en Gage para saber cuándo había que saltar del tren. De hecho, había confiado en él para todo.
Había una casa blanca a lo lejos, entre los árboles. Killian la miró y enseguida volvió la vista a su tobillo, pero después levantó la cabeza y volvió a mirar en dirección a los árboles. En el tronco de un pino cercano alguien había arrancado un trozo de corteza y tallado una equis, y la había coloreado con carbón para que destacara sobre la madera. Eso del lenguaje secreto de los vagabundos no existía, o al menos Killian no lo conocía y Gage tampoco, pero una señal como aquélla en ocasiones significaba que cerca de allí podría haber comida, y Killian era muy consciente de lo vacío que tenía el estómago.
Читать дальше