El tren cama volvió a ponerse en marcha.
Un mágico paisaje de dehesas y salinas, de corrientes de agua dulce y ganaderías bravas se fue revelando a la caliginosa luz de la bahía.
De regreso a su compartimento, Martina abrió la ventanilla del pasillo y aspiró el aire salado, con perfume a mar. Chumberas salvajes crecían junto a los rieles. El cielo estaba emborronado. Cuando cayeron las primeras gotas, el Atlántico se dejó divisar en oleajes de plata.
– El hombre del tiempo anunciaba temporal en el Estrecho -comentó Horacio-. Por una vez, no se ha equivocado.
Pasaban de las ocho y media cuando llegaron a la estación gaditana. El hangar condensaba una bolsa de aire envenenado por la combustión de los motores, pero afuera, una vez hubieron recorrido a buen paso el andén, el viento les golpeó en violentas rachas.
En un efecto extraño, porque el mar no se apreciaba desde allí, los mástiles del Juan Sebastián Elcano, atracado entre dos cargueros, oscilaban sobre las verjas del muelle. Cuando se acercaron al puerto, vieron el agua verdosa. Más allá, en el brazo de mar extendido hasta Rota, un práctico bandeaba las olas, no sin dificultad.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Horacio.
– ¿Qué haría usted?
– Volverme a mi casa.
– Todavía está a tiempo.
– Nada de eso, subinspectora. Si me he dejado embarcar en esta aventura no será para dejarla tirada. ¿Buscamos un hotel?
– Antes iremos a presentarnos a nuestros colegas andaluces. Pare un taxi, no estoy para muchos trotes.
El comisario Tinoco era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto y fino, con esa piel mate y lisa, aceitunada, de los meridionales con sangre árabe. Llevaba el pelo liso, castaño, peinado a un lado con una raya baja de las que alzan remolino en el cogote. En los ojos claros le bailaba una sonrisa líquida que parecía habitar en él, a despecho de las ingratitudes de su oficio. El suave metal del castellano sureño acunaba su voz.
– De modo que le envía Satrústegui -asintió, sin levantarse de su escritorio, mientras Martina y Horacio permanecían respetuosamente en pie-. Coincidí con él en Barcelona, hace ya muchos años. ¿Cómo está?
– Le envía cordiales saludos -repuso Martina, impertérrita; a su lado, el archivero rezaba para que al comisario gaditano no se le ocurriera descolgar el teléfono y hacer una comprobación.
Tinoco reparó en sus dedos vendados.
– ¿Qué le ha pasado en esa mano, subinspectora?
– Sufrí una agresión en el tren. Un hombre intentó acabar conmigo, pero fue él quien cayó a las vías. He advertido a la Guardia Civil, para que proceda a su búsqueda. Creemos que se trata de uno de los criminales.
– ¿De Feduchy? -preguntó Tinoco, interesado.
– Tal vez. En el último mes y medio, cuatro anticuarios han muerto en extrañas circunstancias. Uno en Viena, otro en el Caribe y dos en España.
– Lo sé -afirmó Tinoco-. Satrústegui me puso al corriente.
– Pensamos que los tres primeros asesinatos están relacionados entre sí -estableció Martina-. Es probable que la muerte de Feduchy no sea sino otro eslabón de la cadena. Necesitaría analizar la escena del crimen.
– Ningún problema. Le pediré al inspector Castillo que la acompañe al Callejón de los Piratas, donde apareció el cuerpo. Tengo entendido que también el anticuario de Bolsean fue asesinado con un arma blanca.
– En efecto.
– Satrústegui me dijo que andan ustedes tras la pista de una banda de expoliadores, en la certeza de que fueron ellos los autores de al menos el penúltimo de los crímenes, el correspondiente a su circunscripción. ¿Opina que los asesinos se han desplazado hasta aquí, a mil kilómetros de distancia, para cobrarse una nueva víctima?
El tono de Tinoco no ocultaba una cierta guasa. La subinspectora estimó que le convenía mostrarse prudente.
– Preferiría indagar en la escena del crimen y cambiar impresiones después.
– Como quiera.
Mientras Horacio se quedaba en comisaría, consultando a otros agentes por un hotel donde alojarse, Martina salió a la plaza de España con el inspector Castillo. Su acento era más cerrado que el de su superior; de Jaén, quizá. Bajo la curtida piel de Castillo asomaban dos generaciones de aceituneros. Tras algunas frases meramente formales, le soltó con gracejo, sin dejar de caminar:
– No sabía que en Bolsean hubiera colegas tan guapas.
Martina se echó a reír.
– ¿No se ha fijado en mis contusiones?
– Sólo sé que tengo delante a una mujer bandera.
Y Castillo se quedó tan ancho, sonriendo al viento que le alborotaba el flequillo y arremolinaba la arena de la plaza. Amenazadores nubarrones preñados de lluvia sobrevolaban las azoteas. La luz era gris. Y el mar, que se vislumbraba a trechos, según avanzaban por el paseo de Canalejas, entre buganvillas y flamboyanes rameados por las ráfagas, había adquirido el plomizo color de la panza de un tiburón.
– ¿No cogemos un coche? -sugirió Martina.
– Aquí las distancias son cortas -repuso Castillo-. ¡Pero hay que ver qué mañanita nos ha traído!
A la vista del vendaval, el inspector decidió cortar por las calles del casco antiguo. Algunas eran tan estrechas que necesariamente las antiguas carrozas de la Ilustración rozarían con las bombardas empotradas en las esquinas, sobre los adoquines de piedra, de la misma manera que los pasos de Semana Santa se las desearían para embocar sus peanas, con los Cristos y las Vírgenes bamboleándose a lomos de los costaleros.
La estatua de Emilio Castelar los saludó sin palomas en la plaza de Candelaria, con tascas en las esquinas y tanta vegetación que los balcones reflejaban una selva de hojas y flores. Martina admiró el armónico trazado de las fachadas dieciochescas, tan decadentes y modernas al mismo tiempo, las rejas, el juego de las ventanas y los fierros, del cristal y la cal.
– Me parece que me va a encantar esta ciudad.
El inspector se animó:
– Tendría que volver en verano, con las playas a reventar. Si quiere, puedo enseñarle lo más nombrado, e invitarla a cenar una caballita. -Martina no contestó, limitándose a sonreír-. ¿Cuántos días piensa quedarse? -siguió insistiendo Castillo.
– Depende.
– ¿De qué?
– De lo que don Luis Feduchy nos pueda contar.
– Ése está ya para pocos hablares.
– Ya veremos. Hay cadáveres que dictan sentencia.
Su tienda de antigüedades, El Arca de Noé, estaba en el laberíntico barrio de El Pópulo, aislado por un arco de dovelas de piedra. La amarilla cúpula de la catedral se erguía sobre el Callejón de los Piratas.
Un policía vigilaba a la puerta del establecimiento. En el interior, no muy amplio, apenas un bajo de ochenta o noventa metros cuadrados atestado de piezas y muebles de época, media docena de focos unidos por un grueso cable iluminaban el escenario con luz eléctrica.
La silueta de un cuerpo caído, con las manos juntas, como en actitud orante, y las piernas dobladas, había sido trazada con tiza sobre el suelo de baldosa. Castillo indicó a la subinspectora que el cadáver de Feduchy había sido descubierto en esa posición, con los ojos abiertos, dilatados por el terror, y una daga clavada en el pecho.
– Había mucha sangre. Tanta, que se escurría bajo los muebles.
– ¿Cuántas veces lo apuñalaron?
– El forense contó diecisiete puñaladas.
– ¿Tenía parientes?
– Un hermano.
– ¿Mujer, hijos?
– Era soltero.
– ¿Cuándo se celebrará el funeral?
– Finalizada la autopsia, supongo.
– ¿Su hermano, entonces, no ha encargado aún la esquela?
– Lo ignoro -repuso Castillo, extrañado por lo absurdo de la pregunta.
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