Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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Amandi se había levantado del taburete. La mujer pelirroja le acarició una mejilla y le arregló la pajarita.

En ese momento, las luces del teatro se encendieron de golpe. Parte del público se removió en sus asientos. La pelirroja señaló al fondo de la platea y gritó:

– ¡Horacio, allí!

En una de las filas situada detrás del archivero acababa de producirse un revuelo. Alguien, una sombra voluminosa, intentaba abandonar su asiento.

Desde el escenario, la mujer pelirroja sacó una pistola. Algunos espectadores agacharon la cabeza. Mientras el hombre se abría paso, se oyeron gritos de histeria.

Horacio fue a por él.

Cortó por el pasillo central y desembocó en el vestíbulo. Maldiciendo su pierna enferma, salió a la plaza y corrió a trompicones hasta que trastabilló y quedó tendido en el suelo, resbaladizo por la lluvia, casi aguanieve, que salpicaba la noche.

Cuando la pelirroja llegó a su lado, un centenar de metros los separaban del fugitivo.

– ¡No lo pierda! -la animó Horacio.

Martina de Santo se quitó la peluca y se precipitó tras el hombre que huía. Su ligero vestido negro pareció flotar por las estrechas calles que conducían hacia el malecón. El aguanieve le daba en la cara.

Al doblar una esquina, lo perdió. Martina atravesó la plaza de Jesús Nazareno, donde un viejo que se santiguaba al salir de su casa la miró con espanto; por pura intuición, la subinspectora siguió su carrera hasta los espigones del Campo del Sur.

Frente al furioso Atlántico, cuya marea se escuchaba como un subterráneo estruendo, el viento se había desatado en huracán. La lluvia, como una cortina oblicua, procedía del mar. Cuando estaba a punto de dejarse abatir por la frustración, Martina distinguió una sombra cerca de la catedral, en movimiento hacia el ábside. La subinspectora apretó los dientes y corrió hacia allí.

Cuando llegó al templo, sus pulmones eran como brasas ardientes. Estaba calada de cabeza a pies.

Entró a la catedral apuntando a los bancos. El silencio era como un trueno sordo, o tal vez sólo escuchaba los latidos de su corazón. Una mujer rezaba de espaldas, frente a una capilla. Otra, acaso dormida, permanecía inmóvil en un reclinatorio, junto al altar mayor.

Martina recorrió la nave y el crucero hasta que reparó en la cripta. Su oscura entrada se abría junto al baptisterio. Alguien había quitado y arrojado al suelo la cadena que la aislaba del culto. Sin pensárselo, la subinspectora se lanzó escaleras abajo.

El hombre que había huido del teatro, y antes de Bolsean, del Caribe y de la hermosa Viena parecía esperarla tranquilamente sentado en la lápida de Manuel de Falla. La lámpara de la cripta iluminaba su cuerpo, pero no su rostro. Desde cinco metros de distancia, Martina le encañonó.

– Levántese y camine hacia mí.

– ¿No va a pedirme que me presente? -No será necesario. Sé quién es usted. El fugitivo dio unos pasos hacia la luz y se quedó quieto. Su sonrisa no denotaba temor alguno.

LA GRAN PUERTA

67

Vestía un traje azul marino y una corbata granate sujeta con un alfiler de diamantes. El abrigo, chorreante, reposaba sobre la tumba del autor de La Atlántida.

Su voz, aparentemente sincera, resonó en la cripta:

– Mi enhorabuena, subinspectora. Pocos habrían sido capaces de seguir el rastro, pero usted ha descubierto mi juego.

Martina alzó la mira de la pistola, apuntándole entre los ojos.

– Al menos, señor Esmirna, tengo la suerte de estar viva. Condición de la que sus víctimas no pueden disfrutar.

– ¡Víctimas de sí mismas, más bien! -replicó Gedeón-. ¡De su insensato egoísmo! Si hubiesen colaborado desde un principio, otro gallo les habría cantado… ¿Fue usted quien puso el anuncio en los periódicos?

– Sí.

– La cuarta Swastika… ¿Un cebo, no es así?

– Pensé que sería la única manera de atraerle.

– Y lo consiguió. Me hizo cometer un error.

– No ha sido el único. ¿Porqué mató a esos hombres?

– Detentaban algo que era mío.

– ¿Las Swastikas?

– Sí.

– No le pertenecían. Usted tan sólo poseía un ejemplar de imitación. El que le cambió en su tienda a Maurizio Amandi cuando éste fue a visitarle.

– ¡Vaya necio! Lo escamoteé delante de sus narices, mientras contemplaba embelesado ese horrendo busto de Mussorgsky que hice encargar en arcilla. Cambié mi pluma falsa por su maravilloso ejemplar y me lo quité de en medio asegurándome de que la policía continuaría cerrando el círculo en torno a él. ¡Ese pavo real es tan lelo que ni siquiera se dio cuenta de que falsifiqué su letra para escribir las esquelas!

– ¿Con esa tinta que usted fabricaba en su bodega de la calle de los Apóstoles, utilizando el viejo alambique?

– ¿También ha descubierto eso? ¡Bravo! Pero no ha adivinado aún por qué usé una tinta artesanal, ¿me equivoco?

– El conde de Spallanza utilizaba esa misma fórmula, coloreando el tono escarlata con caparazones de cochinilla y con… orina. Al imitar su técnica, usted pretendía que las indagaciones policiales volvieran a reparar en la familia Amandi, y en Maurizio, que también solía utilizar el color escarlata, como principal sospechoso.

Esmirna la contempló con arrobada admiración.

– Insisto en que me parece usted una mujer extraordinaria.

Los ojos de Gedeón irradiaban astucia. Martina avanzó dos pasos.

– ¿Fue en la bodega de su tienda donde ocultó a Anselmo Terrén?

El anticuario armó una beatífica sonrisa.

– Hubo que reducirle previamente. Era vigoroso, y se resistió.

– Después, cuando Maurizio Amandi se hubo marchado de su tienda, subió a rastras a Terrén, por los escalones del pasadizo, y lo decapitó con un hacha.

– Me repele la sangre. Ese fue un trabajito para mi pequeño Manuel.

– ¿Su querida pelirroja?

– A Manuel le gusta disfrazarse, y a mí que lo haga. Es divertido viajar así, como marido y mujer.

La subinspectora asimiló ese comentario, y enseguida afirmó:

– Terrén tenía su misma envergadura.

– En efecto.

– Y coincidía también con su grupo sanguíneo.

– Ciertamente.

– ¿Cómo accedió a ese dato?

– Por determinado policía -repuso Esmirna, balanceándose sobre sus gordezuelas piernas.

– ¿No pudo imaginar una coartada más perfecta que la que iba a proporcionarle el cadáver de Terrén?

– ¿Acaso no lo era? Pensé que tardarían algún tiempo en descubrir la suplantación, como así ha ocurrido. En momentos de optimismo llegué a acariciar la hipótesis de que no lo averiguarían nunca, pero no contaba con su tenacidad.

– Ni yo con la suya, señor Esmirna. Porque, antes de despachar a Terrén, había liquidado a Teodor Moser.

– Nada más simple, aunque en Viena hacía un frío terrible, casi como el que tuve que soportar la otra noche, aquí, en Cádiz, ante la tienda de Feduchy, hasta que ese desgraciado se dignó a abrirme su puerta. A Moser me limité a estrangularle en su palco de la Ópera. Después registré su caja fuerte, hasta hacerme con la primera Swastika, y le pegué fuego a su usurero comercio.

– ¿No le gustan los judíos?

– Preferiría la compañía de un perro.

– Simpatiza con los nazis, ¿verdad?

– Uno cree que los males del mundo tienen remedio.

– ¿Qué significa la esvástica para usted? ¿Lo mismo que para John Egmont, el fabricante de plumas?

– Claro que no. Los símbolos sagrados me merecen todo el respeto.

Martina se pasó la lengua por los labios. Tenía la garganta seca. La humedad de la cripta la hacía temblar.

– Luego le tocó el turno al conde de Spallanza, en el Caribe colombiano.

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