Martina se puso sus botas, dejando colgada de una percha del baño la estropeada ropa con la que había ingresado en la clínica, que mostraba huellas de la lucha en la casa de Mercié. Abrió con sigilo la puerta de la habitación y envió por delante al archivero. Cuando éste, desde el pasillo, le hizo una seña, salió sin hacer ruido.
El corredor estaba tranquilo. Un médico despachaba en una de las consultas, pero ni él ni las enfermeras repararon en las dos figuras que se encaminaban hacia la salida.
El Escarabajo de Horacio se dirigió traqueteando a la estación de ferrocarriles. Un furgón blanco, de los que suelen utilizarse para labores de carga, les siguió a prudente distancia.
Eran las tres de la tarde. Llegaron a la estación con el tiempo justo. El tren a Madrid salía apenas un cuarto de hora después, por lo que dejaron el coche en el aparcamiento, subieron al vagón y se acomodaron en sus asientos.
Una debilitada Martina se quedó instantáneamente dormida. Todo el rato el archivero tenía el presentimiento de que, de un momento a otro, alguien, uno cualquiera de los agentes de la Jefatura Superior, subiría al convoy para disuadirles de su alocada iniciativa. Pero sus temores resultaron infundados. La locomotora arrancó a su hora y pronto, en apenas media hora, sin paradas, superó la barrera montañesa que aislaba la franja costera para enfrentarse a la soledad de los páramos castellanos, abrumados por un frío seco que decoloraba la tierra en tonos calizos.
En la estación de Atocha, Martina estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento. Horacio la metió en la cafetería y le hizo pedir un bocadillo.
– ¿Quiere café?
– Me sentaría mejor un whisky de malta.
– Nada de eso, subinspectora. Con la cantidad de fármacos que debe de llevar en el cuerpo sería como arrimar un fósforo a un polvorín.
A las nueve menos cuarto de la noche ocuparon su vagón cama, en el que previamente un mozo había armado las dos literas de la parte baja.
El tren nocturno a Andalucía, compuesto por veinte unidades, partió con un pequeño retraso. Un revisor pasó para comprobar sus billetes; el servicio de bar, les informó, se cerraba a las doce, estando prevista la llegada a Cádiz para las ocho de la mañana. Martina intentó encender un cigarrillo, pero una tos violenta le hizo apagarlo. Resignada, se metió en la cama.
– Es la primera vez que dormimos juntos -sonrió, mirando con picardía al archivero, que se había sentado en la litera. Sin saber qué hacer, Horacio mantenía las manos inertes sobre las rodillas.
– Le advierto que ronco como un corsario. Mi mujer suele chistarme. Parece que funciona.
– Lo tendré en cuenta. ¿Ha traído algo para leer?
– En el bolsillo del abrigo llevo esa novelita de Perry Masón. No la he terminado, pero ya sé quién es el asesino.
– Podría consagrar sus dotes detectivescas al caso que nos ocupa.
– Eso se lo dejo a usted, subinspectora. Para algo es la protagonista de esta novela.
Martina despertó sin tener idea de dónde se hallaba. Un piloto rojo colgaba de un techo que parecía en movimiento. Su avara claridad no la ayudó a situarse.
Poco a poco, su memoria se fue ordenando. En la penumbra del compartimento, Horacio roncaba con regularidad. Ciertamente, su mujer no exageraba un ápice.
La subinspectora encendió la lucecita de su litera. Eran las seis de la madrugada. Debía de estar a punto de amanecer.
En ese momento, el picaporte se deslizó con parsimonia. Al chocar con el pestillo, emitió un leve chasquido, y enseguida retornó a su posición habitual, desde la que volvió a descender con extrema lentitud; exactamente como si alguien, pensó la subinspectora, quisiera asegurarse de que la puerta estaba realmente cerrada.
Conteniendo el aliento, Martina esperó un minuto. La manilla no volvió a accionarse. La subinspectora saltó de la litera, se puso las botas y salió al pasillo.
El tren avanzaba en medio de una noche que parecía de tinta. Sólo alguna luz, a lo lejos, atestiguaba que atravesaban territorios habitados. Desde el desierto corredor, con las puertas de los compartimentos cerradas, el traqueteo de las ruedas se oía con claridad, como otra forma de silencio.
Martina encendió un cigarrillo y avanzó hacia la locomotora.
En un extremo de su vagón, en el interior de una minúscula cabina, el revisor dormitaba sentado en un taburete, con la boca abierta y la cabeza apoyada contra las cortinillas. Estaba descabezando su siesta con una revista en la mano, pero eso no quería decir que su sueño fuese ligero. Quien fuera que hubiese intentado penetrar en su departamento, habría podido pasar por delante de él sin alertarle.
La subinspectora recorrió el primer tramo del convoy sin tropezarse con ningún viajero, por lo que regresó a su vagón. Comprobó que Horacio seguía roncando y se encaminó hacia la cola del tren.
Forrados de láminas de madera, los pasillos eran tan estrechos que dos personas tendrían que cruzarse de perfil. Tampoco en los vagones traseros encontró a nadie.
Hacia el final del convoy tuvo que salvar, entre vagón y vagón, un módulo articulado por una especie de fuelle cuyas planchas de acero parecían machihembrarse sobre las mismas vías.
En esa plataforma, el ruido de los ejes resultaba ensordecedor. Una de las puertas, como si alguien hubiese olvidado cerrarla debidamente en la última estación, golpeaba contra sus bisagras. Martina se dispuso a asegurarla.
En ese instante, una mano le tapó la boca. Sus pulmones expulsaron el aire, sin que, debido a la presión que le aherrojaba el cuello, le fuese posible respirar. La otra mano de su agresor, mientras tanto, había terminado de abrir la puerta: un fuerte viento le dio en la cara. Un segundo después, las piernas de la subinspectora se agitaban en el aire y sus rodillas golpeaban lo que parecía el costado del tren. El puño de su atacante se aplicaba a machacar sus nudillos, intentando desprenderlos del quicio, el único punto de apoyo que había encontrado.
Pensó que estaba perdida. Alzó los ojos para ver el rostro del hombre que iba a matarla, pero lo llevaba cubierto por un pasamontañas. Las márgenes desfilaban a toda velocidad. El espacio exterior era abrupto, mortal para una caída.
Un grito resonó entonces en la plataforma y una sombra cayó por encima de su cabeza, rodando por un terraplén como un muñeco de tela.
Martina gritó, a su vez. Otras manos aferraban las suyas, pero la puerta se había encasquillado y quien estuviera tirando de sus brazos, intentando rescatarla, tuvo que asomar medio cuerpo al vacío para conseguir izarla hasta el vagón.
Al fin, Horacio lo logró. Después de una agónica lucha contra la fuerza del viento, Martina se encontró pegada a su cuerpo, respirando afanosamente por la boca, pálida y temblorosa, pero a salvo en la plataforma de unión entre los dos vagones.
Cádiz, 26 de enero de 1986, sábado
A instancias de la subinspectora, el tren se detuvo algo más de lo previsto en la siguiente estación, la de Puerto Real. Previamente, el revisor y Horacio habían limpiado y vendado un feo corte que Martina, en su forcejeo con el desconocido, se había hecho en la mano.
– Esto va a dolerle -dijo el revisor, al destapar un frasco de alcohol.
Había en el botiquín del tren una pomada específica, y algún alivio le aportó. Sin inmutarse, Martina aguantó el dolor tragando una tras otra hasta tres aspirinas.
En el andén de Puerto Real patrullaba una pareja de la Guardia Civil. La subinspectora informó a los números de lo sucedido, encomendándoles que rastreasen el tramo de vía por el que se había precipitado su agresor. Ni ella ni Horacio pudieron aportar una descripción de tal hombre. Todo lo más, que se trataba de un individuo alto y fuerte, con la cara cubierta y vestido de oscuro de la cabeza a los pies.
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