Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– Alguien lo habrá hecho por él.

– Disculpe, pero no la entiendo.

– En su lugar, inspector, yo haría una consulta en las redacciones de los periódicos, particularmente en los de menor tirada. Me apostaría esa caballa a que la esquela de Feduchy fue encargada con antelación, y con instrucciones para ser publicada tres días después de su muerte. Así sucedió con los otros anticuarios.

Apenas convencido, Castillo decidió, empero, curarse en salud, y encargó la gestión a uno de sus subalternos.

La subinspectora se dispuso a registrar la tienda. Sin tocar nada, midió la distancia que separaba el dibujo de tiza del escritorio, así como la orientación de las marcas de sangre emulsionada que habían quedado impresas en una estatua de yeso de tamaño natural que representaba a un dios mediterráneo de cabellos rizados y cuerpo canónico.

El escritorio carecía de cajones. Su superficie de vidrio señalaba los oscuros óvalos de dos tazas de café, que Martina imaginó habrían sido incorporadas al elenco de pruebas, y una pluma estilográfica, una Sheafer de oro de los años cincuenta, con el típico plumín de boca de pato, destapada sobre una cuartilla en blanco. Daba la impresión de que el anticuario se disponía a escribir algo en ella cuando lo sorprendió su asesino.

Detrás del escritorio se alzaba un armarito moderno, de un vanguardista diseño que chocaba con los restantes elementos de la tienda. Uno de los agentes se hallaba revisando los libros de contabilidad, por lo que Martina prefirió no molestarle. Recorrió con la vista las piezas ornamentales, las porcelanas, una vitrina que reproducía joyas de origen tartesio, y también los cuadros que colgaban de manera aleatoria desde el elevado techo hasta el zócalo de mosaico, estilo patio andaluz: marinas de la bahía, acuarelas de muchachas caminando por playas desiertas, retratos modernistas, pinturas religiosas del barroco sevillano, con los claroscuros de Velázquez y Zurbarán como inasequibles ejemplos… hasta un enorme lienzo de batallas coloniales, caballería y turbantes, cañones y jaimas, que le recordó a Pradilla.

En una esquina, casi arrumbado, había un viejo fonógrafo de los tiempos de La Voz de su Amo. Al verlo, Martina sintió que se le aceleraba el pulso.

La pila de vinilos descansaba debajo del plato. Cogió las fundas y las fue pasando una por una.

La última de todas, con el disco marcado en la tapa, debido a la presión de los otros, respondía a una grabación de Modest Mussorgsky. Se trataba de Cuadros para una exposición , en la interpretación solista de Maurizio Amandi.

La subinspectora experimentó una subida de adrenalina. Dejó el disco en su lugar, pidió unos guantes de látex a uno de los dos agentes que se afanaban en busca de huellas y se puso a revisar el establecimiento centímetro a centímetro.

A través de la luna del escaparate, el inspector Castillo la vio cuerpo a tierra, palpando bajo los arcones, o de rodillas ante un globo terráqueo, observando atentamente la distribución de los océanos en el siglo XVI.

La caja fuerte, de reducido tamaño, y empotrada en la pared tras una acuarela decorativa, estaba abierta y vacía; en su interior, según indicó a la subinspectora uno de los policías, apenas había aparecido nada de interés: algún dinero en efectivo, un par de cheques al portador cuya fecha de cobro no había vencido y una docena de plumas estilográficas antiguas conservadas en una lujosa caja de puros de raíz de nogal.

El mismo agente, un hombre joven, sin acento anda luz, adscrito al Grupo de Homicidios de Sevilla, desde donde se había desplazado para colaborar con sus colegas gaditanos, le proporcionó algunos datos más:

– El cuerpo fue descubierto a primera hora de la mañana de ayer por una mujer que venía a hacer la limpieza. Entró con su llave, a eso de las ocho y media, y encontró el cadáver. La puerta estaba cerrada, lo que sólo puede significar que el asesino, tras cometer el crimen, registró las ropas, la cartera de mano o el escritorio de Feduchy, hasta dar con las suyas. Cerró la puerta y huyó. No hay testigos ni, por ahora, pistas incriminatorias de ningún tipo.

– ¿Qué me dice de la carta manuscrita, redactada con tinta escarlata, que habría aparecido en algún lugar visible, encima del escritorio o entre los documentos contables?

La expresión del detective reveló un profundo estupor.

– ¿La ha puesto en antecedentes el comisario Tinoco?

– No era necesario. ¿Hallaron señales de lucha?

– El agresor no precisó forcejear con el anticuario para abatirle, lo que implicaba, por su parte, fuerza y destreza en el uso del arma blanca utilizada: una daga de las dos, similares entre sí, que Feduchy conservaba en una panoplia.

Martina salió al callejón. Castillo fumaba en un zaguán, para protegerse del viento. Ella sacó un cigarrillo y lo encendió sin esperar a que él le ofreciese fuego. Lo sostuvo con sus dedos vendados y aspiró hasta que el humo con sabor a madera se abrió paso entre sus bronquios.

– ¿Ha descubierto algo interesante? -curioseó Castillo.

– Las características de este asesinato coinciden en parte con el de Gedeón Esmirna -repuso la subinspectora-. Entre ambos crímenes, sin embargo, hay una diferencia fundamental: a Esmirna lo decapitaron y mutilaron.

– Entonces, no pudo ser el mismo picha.

– ¿Por qué no?

– No tiene lógica.

– Al contrario, inspector. Tiene toda la lógica del mundo.

CUM MORTUIS IN LINGUAMORTA

65

Aunque el cadáver de Luis Feduchy estaba siendo objeto de la preceptiva autopsia, el médico forense les autorizó a inspeccionarlo.

Castillo y Martina de Santo habían atravesado la parte antigua de la ciudad a buen paso, hasta las inmediaciones de La Caleta, donde se levantaba el Anatómico. Por el Campo del Sur, el viento y una lluvia racheada arreciaban de tal manera que, tal como antes, al dirigirse hacia el Pópulo, habían hecho, tuvieron que cortar por el dédalo del casco viejo: calles blancas, tan rectas que parecían morir contra un cielo cubierto por encabritadas nubes, como caballos de sucio algodón.

Al pasar por las inmediaciones del Teatro Falla, Martina vio un cartel de Maurizio Amandi, la misma y enorme foto publicitaria del pianista gravemente sentado ante el teclado. El músico actuaba esa tarde, a las ocho. Su programa, basado en piezas de Albéniz, incluía, en la segunda parte, Cuadros para una exposición.

– ¿Le gusta la música clásica, inspector? -preguntó Martina.

– Prefiero el flamenquito.

– A lo mejor, antes de cenar, no le importaría invitarme a ese concierto de piano.

– Será un placer -convino Castillo, dispuesto a contar ovejas con tal de regalarse con la compañía de semejante bombón. Pensaba llevarla a la venta de San Fernando donde había comenzado a desgranar sus cantes Camarón de la Isla. Sería una excusa perfecta para coger el coche y, quién sabía, detenerse tal vez, a la vuelta, bien regados de fino, en las discretas playas de Cortadura.

Feduchy, envida, debía de haber sido un hombre atractivo. Incluso ahora, pese a las múltiples señales de apuñalamiento y a las costuras de la autopsia, a los gruesos puntos quirúrgicos que, cosidos bajo su cuello, y a lo largo del tronco, recordaban un basto collar, conservaba una distinción marmórea.

– Una de las puñaladas le destrozó el corazón -indicó el forense, un hombre joven, rubio y distante, con acento madrileño, que respondía a un apellido compuesto, López de la Lama; si se lo mutilaban en su primer y más prosaico gentilicio, no solía darse por aludido-. La punta del arma salió por la espalda.

La subinspectora le pidió autorización para fotografiar el cadáver. Revisó a continuación las ropas del anticuario, un traje de raya diplomática, desgarrado a cuchilladas, y la camisa rosa, manchada de sangre, que vestía cuando fue sorprendido por su último e implacable cliente.

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