Juan Bolea
La mariposa de obsidiana
Martina de Santo II
Concédeles que disfruten de la dulzura de la muerte a filo de obsidiana, que den con regocijo su corazón al cuchillo de sacrificio, a la mariposa de obsidiana, y que deseen y codicien la muerte florida, la flor letal.
(Plegaria azteca)
Tras los cristales de la redacción, caía la nieve.
No eran aún las ocho de aquel maldito lunes (como todos los lunes, maldito), cuando José Gabarre Duval, el redactor jefe del Diario de Bolscan , más conocido entre los reporteros como el Perro, atravesó en mangas de camisa la sala de redactores y fue directo a la mesa de Jesús Belman, el periodista de sucesos. Belman lo vio venir, magro, escuálido, prieta la boca en una línea de color frambuesa. «De bujarrón viejo», decía Cacharro, el descacharrado jefe de local.
Llamándole por el apodo que él mismo le había asignado, Gabarre Duval le ordenó:
– Conmigo, Mocos. Sin chistar.
Jesús Belman se levantó y lo siguió hasta su oficina, desordenada, claustrofóbica, siempre a media luz. Los copos golpeaban contra los cristales.
– Pasa -dijo Gabarre Duval, pero él pasó delante.
El reportero de sucesos era tan alto que su coronilla rozaba el marco de la puerta. Para franquear el dintel, tuvo que agachar la cabeza.
El aspecto de Belman no era el mejor. Sumaba varios días sin afeitarse, y un par sin pasar por la ducha. Todavía andaba crudo por la curda de Nochevieja, que había empalmado con la de la madrugada siguiente, la de su último y loco domingo. Por dos insomnes veladas, había salido del Stork Club a las siete de la mañana, sin un céntimo y ciego como un piojo. Ninguna de las dos noches consiguió recordar de qué modo pudo llegar a su casa.
Belman tampoco se había cambiado de ropa. Llevaba una rozada chaqueta de pana con coderas, una camisa turquesa con huellas de carmín en la pechera, una corbata con dibujitos de Papa Noel y unos vaqueros negros que disimulaban las manchas de grasa de su moto, una antediluviana Vespa que, cuando sonaba la alerta de un suceso y había que salir zumbando, petardeaba por las calles de Bolscan para ganarle la carrera a la pasma.
Una vez en el despacho del Perro, Belman se alegró de que su jefe, Gabarre Duval, no le hubiera invitado a sentarse. Tenía un tomate en un calcetín y se habría sentido ridículo al tratar de ocultarlo. El reportero pensó que uno de esos días debería visitar el tinte y trasladar a la lavandería la pila de prendas sucias acumulada en el bidé, artilugio que sus ocasionales amantes renunciaban a utilizar antes que proceder a despejarlo de pañuelos usados y de los raídos calzoncillos de algodón que Belman adquiría en el rastro en paquetes de tres (uno negro, uno blanco, uno gris).
Aquella stripper del Stork Club, Sonia Barca, era la única que utilizaba el bidé. Realmente le gustaba usarlo, como a las putas caras. Sonia era preciosa, con un cuerpo joven y elástico y una piel etérea, de una blancura casi espiritual. Al comienzo de cada sesión íntima, la bailarina hacía gala de una exquisita higiene y de una casi burguesa pulcritud (ordenaba su ropa y sus falsas joyas con metódica aplicación), pero su posterior comportamiento en la cama distaba de cualquier convencionalismo.
Sonia no tenía nada que ver con las otras, y sólo le pedía algún dinero para ir tirando. Era única, extrema. En especial, cuando abría su bolso de flecos apaches y empuñaba el látigo. Belman le había preguntado de dónde diablos sacaba aquellos artilugios de cuero y plomo, las capuchas, las ligas y cinturones de látex, pero ella, con una sonrisa procaz, se negaba a contestarle. Y es que Sonia casi nunca era tierna. Tenía mucho carácter y, a veces, hasta se mostraba enfadada con él. Le recriminaba su zafiedad, y que las toallas, y también las del bidé, estuviesen sucias. Sonia llevaba razón: era un cerdo. Su rinitis crónica tenía la culpa de que jamás hubiese a mano pañuelos limpios, y de que los de papel se amontonasen por los rincones, confiriendo a su apartamento la imagen de una hamburguesería sin barrer. Belman hizo acto de contrición. Debería arreglar la lavadora, comprar toallas, ventilar su guariche… Una ímproba lista de tareas domésticas que iban aplazándose sin fecha.
A pesar de lo cual, y de su lúgubre trabajo como cronista del lumpen, Jesús Belman no había renunciado a pensar que la vida era una continua sorpresa. En particular, desde que había conocido a Sonia Barca y experimentado con ella revolucionarias dimensiones de la actividad sexual. El reportero hacía bien pecando de optimismo, pues, sin contar su portentosa verga, su Vespa, su audacia y su salud (excepción hecha de la maldita rinitis), era todo cuanto poseía.
El teléfono del redactor jefe acababa de sonar. Gabarre Duval manoteó el auricular y se puso a discutir otro asunto, mientras Belman aguardaba en pie a que la conversación terminara. Como se prolongaba, hizo ademán de salir del despacho, pero el Perro le ordenó que permaneciese allí.
– Quieto, Mocos -le dijo, con exactitud.
Por el tono de su redactor jefe, Belman supo que las cosas iban a complicársele antes de que pudiera despedir aquel maldito lunes, 2 de enero de 1984, con unos cuantos storkinos (ron, azúcar, limón) en la barra del Stork Club.
A las ocho de la tarde de aquel mismo lunes, cinco horas antes de que fuese salvajemente asesinada, Sonia Barca despertó en una cama revuelta, en un tercer piso sin ascensor de la calle Cuchilleros, en el barrio gótico de Bolscan. Había estado soñando con un pulpo gigante cuyos tentáculos la abrazaban hasta la asfixia, erotizándola y poseyéndola con inenarrable placer. Y había tenido un orgasmo en sueños, una descarga real.
Temblando aún de placer, Sonia se levantó y se asomó al balcón.
No había dejado de nevar. A través de la ventana de la casa de enfrente, tan próxima que, si estiraba el brazo, casi podía tocar su fachada, pudo ver una máquina de coser, un cartel de Rafael de Paula, un cactus que parecía de plástico.
Otra vivienda de pobres, angosta y húmeda, para gente que nada tenía que perder.
Como ella.
Sonia volvió a entrar a la habitación y paseó la mirada por su minúsculo espacio. El cuerpo desnudo de su macho yacía sobre el colchón. La cama ocupaba casi todo el cuarto: era como si Juan Monzón durmiese en una celda.
«Nuestra cárcel sexual», pensó Sonia, recordando, divertida, el título de una de esas películas pornográficas a las que Juan la invitaba para ponerla a punto.
Como si a ella hiciera falta estimularla.
No se había equivocado con Juan. Aunque dormía con una exhausta y casi simiesca expresión, derivada de su acusado prognatismo, Monzón -¿su hombre definitivo, tal vez?; ¡no!- era un tipo guapo. Fuerte. Tenía gónadas. Cerebro. Ojos claros, un poco brujos. Sus músculos se dibujaban contra la sábana que alguna vez debió de ser de color mandarina, pero que ahora, arrugada y manchada de sangre, parecía una muleta después de la lidia.
El símil taurino, inspirado por el cartel del torero que decoraba la salita de la casa de enfrente, le agradó. Juan había mugido como un novillo y sangrado por la nariz cuando Sonia anudó el pañuelo alrededor de su cuello, hasta que su respiración se cortó. Ella apretaba, apretaba. Juan aspó los brazos como un molino roto, eyaculó y se derrumbó en la cama con la cara púrpura. Un resuello animal, de toro herido, brotó de su asfixiada garganta, hasta que el sueño lo reclamó.
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