Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– Se portará como una buena chica y obedecerá al doctor -intervino el comisario, paternalmente-. ¿Me autoriza a hablar con ella unos minutos?

– Procure no fatigarla -accedió el médico.

Seguido por la hermana Lucía, el doctor Sauce salió de la habitación. Satrústegui se despojó de su abrigo y se acercó a la cama.

– Quiero pedirle disculpas, subinspectora. Y le traigo un cordial saludo de parte del inspector Buj.

Los ojos de Martina se humedecieron.

– Perdí los nervios, comisario, pero hay cosas que no pueden volver a ocurrir.

– Y no se repetirán. En cuanto se reponga, usted y yo mantendremos una conversación de trabajo. Pero, ahora, nos urge resolver este caso.

Esa última frase pareció reanimar el instinto deductivo de la detective De Santo. Preguntó al comisario:

– ¿Qué se sabe de Anselmo Terrén?

– Permanece en paradero desconocido. Pero no se preocupe: hay cientos de hombres buscándole, y le atraparemos.

– ¿Han analizado el hacha?

– El criminal la limpió a conciencia. La sangre que había en la hoja no era humana, sino de un roedor, probablemente, pero una minúscula muestra, en la base de la empuñadura, resultó que sí lo era y coincidió con el tipo del anticuario. -Satrústegui la miró con reconocimiento-. Se mostró usted muy perspicaz al descubrir el arma del crimen.

Martina estiró una dolorosa sonrisa de satisfacción. El comisario le cogió una mano.

– No tengo más remedio que preguntarle por Leonardo Mercié. Respóndame sólo si se encuentra en disposición de hacerlo.

Martina afirmó con vigor, pero sus escasas fuerzas la abandonaban y no podía fijar la vista.

– Lo haré, señor. Pero antes quisiera hacerle una pregunta.

– Despacio, no se apresure.

– ¿El cadáver de Mercié conservaba una pulsera en su muñeca derecha?

– No.

– ¿Está seguro?

– Vengo del Anatómico. Mercié estaba casi desnudo cuando cayó por la ventana. Sólo llevaba puesta una camisa. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque en esa pulsera había grabado un nombre masculino.

– ¿Cuál?

– Manuel.

El comisario meditó durante quince segundos.

– ¿Mendes?

– ¿Quién, si no?

– ¿Un trío? ¿Está sugiriendo que Manuel Mendes se entendía con Gedeón Esmirna y con Leonardo Mercié?

– Estoy segura de que existe una relación. ¿Qué ha sido de Mendes?

– Quedó en libertad sin fianza por disposición de la jueza. -El comisario chasqueó los dedos-. ¿Mendes y Terrén…?

– Apostaría a que uno de los dos fue mi agresor. Y quien arrojó a Mercié al vacío. Pero no pude verle. Apiñas recuerdo nada.

– Suponiendo que ambos hubiesen liquidado a Esmirna, ¿qué móvil les habría confabulado?

– Hay que interrogar de nuevo al aprendiz. En eso, Buj llevaba razón. Nos contó una de indios.

Satrústegui abrió el walkie e impartió la orden de detener a Mendes. La subinspectora le refirió su visita a la casa de Mercié, incidiendo en sus impresiones sobre su personalidad y en la más que posible relación entre el profesor de piano y Gedeón Esmirna.

– Aunque Mercié negó conocer al anticuario, uno de sus volúmenes llevaba un ex libris con el logo de Antigüedades Esmirna. También coincidía la colonia de ambos, un perfume artesanal fabricado por Gedeón, quien se dedicaba a recolectar plantas silvestres.

– ¿La misma colonia?

– Con olor a bosque -sonrió Martina, sin que el comisario pudiera captar el origen de esa metáfora-. En el caño de la tienda de antigüedades apareció un alambique. Probablemente, Esmirna lo utilizaría para destilar el perfume.

– Lo mandaré analizar.

– Aprovecho para solicitarle que los técnicos comprueben si el mismo alambique ha sido utilizado, también, para la elaboración de tintas artesanales. Y averigüen, además si Leonardo Mercié tenía una hermana.

Satrústegui iba a preguntar algo, pero el rostro de la subinspectora, demudado por otro relámpago de dolor, le aconsejó despedirse.

– Lo investigaremos -prometió-. Voy a dejarla, Martina. Vendré a verla mañana. Procure descansar.

60

Bolsean, 25 de enero de 1986, viernes

Pero al día siguiente no fue Conrado Satrústegui quien, a eso de las doce, abrió la puerta de la habitación, sino Horacio Muñoz.

Martina había pasado buena noche. Se encontraba mejor. Desayunó sentada e incluso dio algunos pasos junto a la ventana. El archivero se la encontró leyendo el periódico, recostada sobre dos almohadas.

– Buenos días, Martina.

– Me alegro de verle, Horacio.

– Se preguntará por qué no vine ayer.

– Supuse que me habrían restringido las visitas.

– Eso, por una parte…

Por el gesto de Horacio, Martina intuyó que era portador de malas noticias.

– ¿Qué ha sucedido?

– Otro muerto se ha sumado a la lista.

– ¿Amandi? -exclamó la subinspectora. Su rostro pareció afilarse sobre la sábana. Su extrema delgadez hacía que se le transparentasen las venas del cuello.

– No, no… Caramba, subinspectora. Sí que le ha sorbido el seso ese tipo.

– Por un momento, pensé…

– ¿Que se lo habían cargado? No, tampoco le ha tocado esta vez. Todo hace indicar que el último crimen tiene que ver con el nuestro. La víctima más reciente es un anticuario gaditano, Luis Feduchy. Lo asesinaron anoche, en su tienda. El cadáver apareció hace apenas unas horas, cuando la mujer de la limpieza entró para realizar sus tareas.

– ¿Cómo se ha enterado usted?

– El comisario Tinoco, al mando de la policía gaditana, se puso en contacto con Satrústegui. Oí a nuestro superior comentárselo a Villa, por eso estoy al cabo de la calle.

Incorporada sobre los almohadones, Martina parecía beber sus palabras.

– ¿Lo han decapitado?

– No. Al parecer, le clavaron una daga en el corazón.

– ¿Pruebas, testigos?

– Mi información no llega hasta ahí.

– Tendrá que alcanzar -dijo la subinspectora, con resolución-. Acérqueme el bolso, hágame el favor.

Más que acostumbrado a las extravagancias de la mujer detective, el archivero obedeció sin rechistar.

– Éstas son las llaves de mi casa -le indicó Martina-. Vaya y haga una bolsa de viaje con lo que encuentre por los cajones de mi dormitorio. Meta un vestido negro y la peluca que verá en mi tocador.

Horacio se la quedó mirando, boquiabierto.

– Perdone, ¿cómo ha dicho?

– Ya me ha oído: un vestido negro y una peluca.

– ¿Para qué?

– Se lo explicaré en el tren.

– ¿En qué tren?

– Cuando haya terminado en mi casa, diríjase a la estación y saque dos billetes para Cádiz.

– ¿A nombre de quién?

– Usted vendrá conmigo.

– ¿Yo?

– Sí, usted. Una vez que haya reservado los billetes, llame a los principales periódicos de Cádiz y ponga el siguiente anuncio: «Vendo Egmont-Swastika. Razón: Teatro Falla.»

Horacio se sentó en el filo de la cama. Cuando la confusión lo habitaba, parecía más viejo.

– Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.

– En su momento lo comprenderá. Cuando haya hecho todo eso, regrese aquí y aparque el coche frente al hospital. Saldremos sin que nadie nos vea.

– Usted no puede…

– Ya lo creo que sí -repuso Martina, deslizándose de la cama y apoyando los descalzos pies en el suelo-. ¿A qué está esperando? ¡Venga, hombre, muévase!

PROMENADE

61

Ni Horacio Muñoz ni Martina de Santo se dieron cuenta de que una furgoneta les seguía al salir de la clínica de Santa María.

Minutos antes, en el cuarto de baño de la habitación, la subinspectora se había vestido con unos vaqueros y el viejo jersey de su padre que Horacio había cogido apresuradamente de su armario ropero, con tal cargo de conciencia, y pudor, que, habiéndose introducido en su dormitorio como un ladrón, apenas acertó a empaquetar lo primero que encontró por los cajones.

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