La anciana abrió ligeramente la boca y respiró varias veces seguidas. Lucie tuvo la sensación de que sus pupilas aún se dilataban más, invocando así las luces de un tiempo abolido.
– No se preocupe. No hemos venido para denunciar nada ni para juzgar sus acciones pasadas. Simplemente tratamos de comprender qué pudo sucederles a esas niñas entre las paredes del hospital del Mont-Providence en aquellos años.
La monja inclinó la cabeza. Unos pedazos de tela blanca le ocultaron el rostro, dejando aparecer únicamente la sombra de una presencia.
– Recuerdo bien a Alice y a Lydia, ¿cómo podría haberlas olvidado? Me ocupaba de ellas, en el ala de las huérfanas de este convento, antes de tener que irme al Mont-Providence por una simple razón de «falta de efectivos». No creía que fuera a ver nunca más a las pequeñas, pero dos años más tarde llegaron allí, al Mont-Providence, con otras diez niñas de la Caridad… Unas chiquillas que creían que sólo cambiaban de institución, como se hacía a menudo en aquella época. Ya estaban acostumbradas. Llegaron en tren, radiantes, felices y despreocupadas como es propio de la edad…
Entrecortaba su monólogo con largos silencios pesados. Los recuerdos afloraban lentamente a la superficie.
– Pero una vez en el interior del hospital del Mont-Providence, comprendieron rápidamente a qué se enfrentaban. A los llantos y gritos de los locos se superponían los cantos religiosos. Los rostros claros de las recién llegadas se mezclaban con los rostros devastados de los retrasados mentales. Aquellas chiquillas adivinaron de inmediato que entraban allí para no salir nunca. Unas huérfanas mentalmente sanas adquirían, gracias a la firma de unos médicos que trabajaban para el Estado, el estatuto de retrasadas mentales. Y todo ello por razones financieras, porque una retrasada mental permitía al gobierno ingresar más dinero que una hija ilegítima. Y nosotras, las monjas, teníamos la obligación de tratarlas como tales. Teníamos que… cumplir nuestro deber.
La voz se le entrecortaba. Los dedos de Sharko se aferraron con fuerza a la madera vieja. Alrededor de ellos no había más que muros desconchados, los efluvios de las maderas desgastadas del suelo.
– ¿A qué se refiere?
– Disciplina, novatadas, castigos, tratamientos… Las desventuradas que se rebelaban pasaban de una sala a otra, la severidad aumentaba y las puertas de la libertad se cerraban cada vez más. Sala de las Monjas, sala de los Oficios, sala de los Muros Grises… Las niñas no tenían derecho a comunicarse con las chiquillas de las otras salas, so pena de sufrir sanciones severas. Era como si las compartimentaran, como si las alejaran de la normalidad para conducirlas a la locura. La locura, hijos míos… ¿Saben siquiera a qué huele la locura? Huele a muerte y a podredumbre.
La monja respiró trabajosamente. Una larga, muy larga inspiración.
– La última sala, a la que me habían destinado a mi llegada al Mont-Providence, era la de los Mártires, un lugar abominable que albergaba a más de sesenta enfermos mentales profundos de todas las edades. Histéricos, retrasados, esquizofrénicos… Allí se guardaban las reservas de medicinas, instrumentos quirúrgicos, también vaselina…
– ¿Para qué era la vaselina?
– Para untar las sienes de los enfermos antes de los electrochoques.
Entrelazó sus dedos de uñas amarillentas. Lucie imaginó sin dificultad el calvario de los días pasados en un lugar semejante. Los alaridos, la claustrofobia, el sufrimiento, las torturas mentales y físicas. Internos y celadores se alojaban bajo el mismo techo.
– Nosotras, con la ayuda de las chiquillas sanas, nos ocupábamos de los enfermos. Limpiar las celdas, darles de comer, ayudar a las enfermeras en las curas. Las peleas y los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Allí había todo tipo de locos, desde los más inofensivos a los más peligrosos. Y de todas las edades. A veces, las huérfanas remisas o que se habían portado mal pasaban una semana en una celda de aislamiento, atadas a un somier, y las medicaban con Lagarctil, la droga preferida de los médicos.
Alzó el brazo. A cada uno de sus gestos, la tela negra de su hábito crujía como si fuera de papel pinocho. Parecía habitada por otra forma de locura. No había salido indemne del Mont-Providence.
– Las chiquillas cuerdas que aterrizaban en aquella sala, las más violentas, las refractarias y por supuesto las más inteligentes, no tenían escapatoria. Las enfermeras las trataban igual que a los enfermos mentales, sin distinción alguna. Y lo que pudiéramos decir nosotras, que nos ocupábamos de ellas cada día, tenía poco peso. Nos sometíamos y obedecíamos las órdenes, ¿me entienden?
– ¿Qué órdenes?
– Las de la madre superiora, las de la Iglesia.
– ¿Alice y Lydia fueron a parar a la sala de los Mártires?
– Sí, como todas las niñas procedentes del hospital de la Caridad. Tal afluencia a la sala de los Mártires era excepcional e incomprensible.
– ¿Por qué motivo?
– Por lo general, las nuevas se quedaban en las otras salas. Sólo algunas acababan en la de los Mártires, a veces después de varios años, porque se comportaban mal y se rebelaban sin cesar. O sencillamente porque se volvían locas.
– ¿Qué fue de esas huérfanas, de Alice y las demás?
Los dedos de la monja se aferraron a la cruz.
– Enseguida se hizo cargo de ellas el médico responsable de la sala de los Mártires. Le llamábamos Señor Superintendente. No tenía aún treinta años, un fino bigote rubio y una mirada que le helaba a una la sangre. Era él quien, regularmente, conducía a algunas niñas a otras salas a las que nadie más tenía acceso. Pero las niñas me lo explicaban a mí. Las reunían en salas, las dejaban esperando de pie, horas y horas. Había televisores y también altavoces, que emitían golpes y ruidos para sobresaltarlas. Y había también un hombre que las filmaba, siempre en compañía del doctor… Alice le tenía afecto al cineasta, le llamaba Jacques. Se entendían bien y a veces ella lograba ver la luz del día gracias a él. La llevaba al columpio del parque, fuera del convento, jugaba con ella, le enseñaba animales y la filmaba. Creo que él fue su pequeña luz de esperanza.
Sharko apretó las mandíbulas. Imaginaba perfectamente cómo podía ser una luz de esperanza en manos de un tiparraco como Lacombe. Preguntó:
– En esas salas, ¿las niñas no hacían más que esperar, ver películas y sobresaltarse? ¿O había otros experimentos más… violentos?
– No, pero no hay que creer que aquella pasividad fuera baladí. Las huérfanas salían de allí nerviosas y agresivas, y eso no hacía más que aumentar los castigos que se les infligían en la sala de los Mártires. Un círculo vicioso. No hay escapatoria ante la locura, está por todas partes. Dentro y fuera.
– ¿Le hablaron de un experimento con unos conejos?
– Por lo que me explicaban, a veces había conejos en la sala, apelotonados en un rincón. Pero… eso es todo… Nunca comprendí el objeto de aquellas maniobras.
– ¿Cómo acabó aquello?
La monja sacudió la cabeza, con una mueca en los labios.
– No lo sé. No podía soportarlo más. He consagrado mi vida entera al servicio de Dios y de Sus criaturas, y me hallé en un infierno en la tierra, asaltada por la locura. Di como pretexto un problema de salud y huí del Mont-Providence. Las abandoné. Abandoné a las niñas que yo misma había criado aquí.
Se santiguó y besó compulsivamente su crucifijo. El silencio posterior fue atroz. Lucie sintió de repente mucho frío.
– Volví a mi antigua orden, la de las monjas grises. La madre Santa Margarita tuvo la bondad infinita de ocultarme y protegerme. Me buscaron, créanme, y no sé lo que hubiera sido de mí si me hubieran encontrado. Pero mis viejos huesos han franqueado el cambio de siglo y mi memoria nunca ha olvidado los horrores que sucedieron allí, en lo más profundo del manicomio del Mont-Providence… ¿Quién podrá olvidar tantas tinieblas?
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