Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Lucie se puso en pie y fue a servirse un vaso de agua. La noche de ebriedad y placer ya quedaba lejos. Los demonios volvían al ataque. Sharko aguardó a que regresara y le acarició la nuca con ternura.

– ¿Estás bien?

– Sigamos…

Le dio a reproducir. « Brainwash01.avi »

El film de Lacombe proyectado a los pacientes de Sanders era de una rareza pasmosa. Se trataba de una mezcla de cuadros blancos y negros, líneas, curvas ondulantes como olas. Daba la impresión de sumergirle a uno en un mundo psicodélico, zen, en el que la mente ya no sabía a qué asirse. En la pantalla, los cuadrados se desplazaban lentamente, rápidamente, las olas crecían antes de desaparecer. Sharko hizo desfilar el vídeo fotograma a fotograma, y así aparecieron los planos ocultos.

Lucie arrugó la nariz. Se veían una especie de dedos retorcidos que se replegaban en torno a unos cráneos sobre una mesa. Arañas filmadas en primer plano, momificando a insectos con sus hilos de seda. Una enorme nube negra en un cielo absolutamente puro. Un coágulo negruzco en medio de un charco de sangre. El horror, aberraciones, todo cuanto hacía las delicias de Jacques Lacombe.

Sharko se frotó las sienes. Estaba aturdido.

– Debían de proyectarlo en bucle a los pacientes. Mezclado con el sonido de los altavoces, debía de ser una verdadera lavadora de mentes. Ese Lacombe estaba tan chalado como Sanders.

– Ésa es sin duda la imagen que el cineasta tenía de las enfermedades mentales: escenas que representan la influencia, el encarcelamiento, la invasión del organismo por cuerpos extraños. Y todo ello para crear una especie de choque cerebral. Al igual que Sanders, quería erradicar la enfermedad golpeando directamente en el inconsciente. Bombardearlo como hoy se bombardean las células cancerígenas con un láser.

Sharko soltó el ratón y se mesó los cabellos.

– Vaya bárbaros… Hemos ido a parar al universo de la carrera de los descubrimientos. El de la guerra fría, la lucha entre el Este y Occidente, en el que existen personas dispuestas a cualquier sacrificio para conseguir sus fines.

Lucie suspiró y miró fijamente a los ojos del comisario.

– Y decir que son esos horrores lo que nos ha unido a los dos… Sin todas estas monstruosidades, nunca nos hubiéramos conocido.

– Sólo una relación fruto del sufrimiento puede unir a dos polis como nosotros, ¿no crees?

Lucie se mordisqueó los labios. La dureza y la locura del mundo la entristecían más que cualquier otra cosa.

– ¿Y cuál es la lógica de todo ello?

– No hay lógica. Nunca la ha habido.

Señaló la pantalla con un gesto de su cabeza.

– La otra carpeta. Ha llegado el momento de ver los descubrimientos de Szpilman, quizá así desvelemos sus secretos y acabamos de una vez por todas.

Sharko asintió con seriedad. Alrededor de ellos dos, la atmósfera de la habitación se había vuelto húmeda y pesada. El policía clicó y desveló el contenido informático de la carpeta titulada « Szpilman’s discovery » . Se trataba de un único archivo de Powerpoint con el nombre « Mental contamination.ppt » . Lucie notó cómo se le formaba un nudo en la garganta.

– Espera un segundo. Rotenberg me habló de contaminación mental justo antes de que le dispararan. Con todo lo que sucedió después, los disparos y las llamas, se me había ido de la cabeza. Abre el archivo.

– Parece una sucesión de fotos…

La presentación se abrió y desveló la ponzoña contenida en sus píxeles. Aparecieron las fotos del soldado alemán encañonando a las mujeres judías que los policías ya habían visto en la reunión en las oficinas de Nanterre. La mirada del soldado en primer plano estaba contorneada con un marcador.

– Los ojos… Szpilman quería llamar la atención sobre la mirada.

La siguiente serie de fotos: fosas comunes.

Cadáveres de africanos apilados, embrochalados, recogidos por el ejército. La expresión inhumana de una matanza vergonzosa.

– Ruanda… -murmuró con voz queda el comisario-. 1994. El genocidio.

Una foto particularmente desgarradora mostraba a unos hutus en plena acción, armados con sus machetes. El odio desfiguraba los rostros de los agresores, las bocas espumeaban saliva, los nervios del cuello y de las extremidades se dibujaban en relieve sobre la piel.

Una vez más, las miradas de los asesinos estaban rodeadas con un círculo. Lucie se aproximó cuanto pudo a la pantalla.

– Siempre la misma mirada, siempre… El alemán, el hutu, la niña con los conejos. Es un… rasgo común de la locura, que concierne a todos los pueblos y a todas las épocas.

– Diferentes formas de histeria colectiva. Estamos en el meollo de la cuestión.

El fotógrafo de guerra se había aventurado luego entre los cuerpos, capturando detalles de los cadáveres, sin ahorrarse los primeros planos macabros.

La fotografía siguiente dejó estupefactos a Lucie y Sharko.

Era un tutsi enucleado, con el cráneo cortado en dos.

La foto tenía una leyenda: «Más que una masacre… La prueba de la locura de los hutus».

Lucie se hundió en su silla y se llevó una mano a la frente. El fotógrafo de guerra había creído que se trataba de una barbaridad perpetrada por los propios hutus, pero la verdad era muy diferente.

– No lo puedo creer…

Sharko se tiró de las mejillas, como si quisiera evitar que sus ojos se le salieran de las órbitas.

– También estuvo allí. El tarado que roba cerebros. Egipto, Ruanda, Gravenchon… ¿Y en cuántos otros lugares habrá estado?

Se sucedieron nuevos documentos: fotos de archivos, artículos o páginas de libros de historia escaneados.

Siempre se trataba de genocidios o de matanzas. Birmania, 1988. Sudán, 1989. Bosnia-Herzegovina, 1992. Fotografías inmundas, tomadas en un momento de rabia. Allí estaba, frente a ellos, lo más nauseabundo de la historia. Y las miradas rodeadas con un círculo. Sharko rebuscaba los cráneos cortados entre las montañas de cadáveres, sin hallarlos. Pero seguro que estaban allí, entre los muertos. Simplemente no los habían fotografiado.

– ¡Basta! -exclamó el policía.

Se puso en pie, se llevó las manos a la cabeza y anduvo de un lado a otro de la habitación. Lucie estaba estupefacta.

– La contaminación mental… -repitió ella maquinalmente.

Hizo desfilar las últimas imágenes y la presentación se terminó.

Calma en la habitación. Un discreto ronroneo del aire acondicionado. Lucie se fue hasta la ventana para abrirla.

Aire, necesitaba aire.

57

Sharko apretaba su cabeza entre sus manos.

– Seguro que el asesino estaba allí… Presente tras cada matanza para robar los cerebros.

Pálida, Lucie había vuelto a sentarse sobre la cama. Miraba a la pantalla, con la mirada perdida.

– A Szpilman le importaban una mierda las razones políticas, étnicas o existenciales de los genocidios. Iba tras alguna cosa en esas matanzas en las que padres o hijos perfectamente normales se ponen a matar de repente. Poco antes de morir, Philip Rotenberg me habló de las investigaciones en curso del belga sobre esa contaminación mental. Me dijo que tal vez existía un fenómeno que, por su violencia, modificaba la estructura cerebral.

– ¿Un virus?

– Sí, salvo que no habría nada físico ni orgánico. Sólo… algo que a través del ojo podría modificar el comportamiento humano y liberar la violencia.

– Una forma de histeria colectiva criminal.

– Algo así. Desde que vi el film con las niñas en la sala blanca, sólo tengo una imagen en la cabeza: la de una escuadrilla de aviones de guerra. El primer avión, el elemento desencadenante, comienza a virar hacia el suelo y los otros hacen exactamente lo mismo, uno tras otro, como si los uniera un hilo invisible. ¿Y si el síndrome E fuera eso? ¿Un individuo desencadenante, ultraviolento, que actúa y hace que, casi instantáneamente y gracias a la contaminación mental, esa violencia se propague de individuo en individuo? ¿Y si fuera ése el objetivo de los experimentos ocultos en el film de Lacombe? ¿Tratar, a cualquier precio, de crear ese fenómeno frente a una cámara? ¿Demostrar su existencia con una prueba concreta?

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