Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Lucie miró a la monja, a lo más profundo de sus pupilas vidriosas. Nadie podía olvidar las tinieblas. Nadie.

La verdad comenzaba a aflorar, allí, en aquel momento, de aquellos viejos labios. A pesar de sentirse removida en lo más profundo de sus entrañas, Lucie conservaba sus reflejos de policía.

– Necesitaríamos conocer la identidad de ese «superintendente».

– Por supuesto… Se llamaba doctor James Peterson. Bueno, ése era el nombre que oíamos, porque siempre firmaba como doctor Peter Jameson. James Peterson, Peter Jameson… No sé cuál era su verdadera identidad. Lo que sí es seguro es que vivía en Montréal.

Sharko y Lucie intercambiaron una breve mirada. Tenían el último eslabón. La monja se puso en pie, se dirigió hacia su biblioteca y se arrodilló, con lágrimas en los ojos.

– Cada día rezo al Señor por esas pobres niñas a las que abandoné allí. Eran mis hijitas. Las había visto crecer, entre estas paredes, antes de que todas fuéramos a parar a aquel manicomio.

Lucie sintió compasión por aquella pobre mujer, que moriría sola, en el dolor.

– Usted no podía hacer nada por ellas. Usted era víctima del sistema y de sus creencias. Dios no tiene nada que ver con todo ello.

Con sus manos temblorosas, sor María del Calvario sostuvo su Biblia y se puso a leer en voz baja. Lucie y Sharko comprendieron que ya no podían hacer nada más en aquella celda y se marcharon en silencio.

55

Los dos policías fueron a pie desde el convento a la estación central de Montréal, que se hallaba cerca. Caminaban en silencio, sumergidos ambos en sus pensamientos más sombríos. Veían las salas cerradas del hospital, donde gemía la locura, niñas atemorizadas mezcladas con los más terribles enfermos mentales. Incluso podían oír el crepitar de los electrochoques en las salas acolchadas. ¿Cómo era posible que hubiera podido existir aquello? ¿Una democracia no debe proteger a sus ciudadanos de las derivas bárbaras? A punto de vomitar, Lucie sintió la necesidad de romper el silencio. Se arrimó a Sharko y le pasó el brazo alrededor de la cintura.

– No hablas mucho. Me gustaría saber qué sientes.

Sharko sacudió la cabeza y apretó los labios.

– Asco. Sólo un profundo asco. No hay palabras para describir esas cosas.

Lucie apoyó su cabeza contra el sólido hombro de Sharko y así avanzaron hasta la estación. Una vez en la explanada, y ya sin abrazarse, se dirigieron hacia uno de los vestíbulos del gigantesco edificio que, como siempre en verano, estaba a rebosar de viajeros. Gentes despreocupadas, felices o apresuradas…

El gendarme Pierre Monette y uno de sus colegas les esperaban y tomaban un café. Los agentes del orden se saludaron con respeto e intercambiaron unas palabras amables.

Los casilleros de la consigna, dispuestos en dos largas hileras, se extendían frente al cajero automático, bajo la hoja de arce roja de la bandera canadiense. A Lucie le sorprendió que un tipo del carácter de Rotenberg hubiera escogido aquel lugar tan accesible y frecuentado, pero se dijo que el abogado debía de haber duplicado su información en más sitios, en otros lugares, al igual que Lacombe había hecho probablemente con las copias de su film antes de morir carbonizado.

Pierre Monette señaló el casillero 211, que se encontraba al final de la hilera izquierda.

– Ya lo hemos abierto, y esto es lo que hemos encontrado.

Sacó un objeto de su bolsillo.

– Un pen drive USB.

Se lo tendió a Sharko, que se lo llevó a la altura de sus ojos.

– ¿Puede hacerme una copia?

– Ya está hecha. Puede quedárselo.

– ¿Qué hay dentro?

– No hemos entendido nada. Cuento con usted para que nos lo explique. Su historia ha acabado por despertar mi curiosidad.

Sharko asintió.

– Cuente conmigo. Aún tenemos que pedirles su ayuda. ¿Podrían lanzar una búsqueda prioritaria de un hombre llamado James Peterson o Peter Jameson? Era médico en el hospital psiquiátrico del Mont-Providence en los años cincuenta y vivía en Montréal. Hoy debe de tener unos ochenta años.

Monette tomó nota en un cuaderno.

– Perfecto. Le llamaré probablemente a última hora del día.

Mientras Lucie y Sharko se dirigían hacia el hotel, el comisario se volvió discretamente y buscó a Eugénie entre el gentío. Estiró el cuello, se inclinó para ver por encima de una pareja que tenía enfrente.

No estaba allí.

56

En el hotel, ya habían limpiado la habitación de Sharko. Sábanas limpias, cama hecha, productos de higiene repuestos. El policía sacó su vieja maleta de debajo de la cama. La abrió y de ella extrajo un ordenador portátil.

Lucie inclinó discretamente la cabeza, con el ceño fruncido.

– ¿Eso que tienes en la maleta es un bote de salsa?

Sharko cerró la maleta rápidamente, cerró la cremallera y encendió el ordenador.

– Siempre he tenido problemas con los regímenes.

– Entre eso y las castañas confitadas… En vista del color, me temo que no ha soportado bien el viaje.

Sharko hizo oídos sordos e introdujo el pen drive en el puerto USB de su PC, y se abrió una ventana con dos carpetas, con los nombres « Szpilman's discovery » y « Barley Brain Washing » .

– Es la misma estructura arborescente que en el ordenador de Rotenberg. Era prudente y guardó copia de sus datos.

– ¿Cuál quieres primero, Barley o Szpilman?

– Barley. El abogado me mostró fotos sobre el condicionamiento de los pacientes, pero había también un fichero de un vídeo. Un film que Sanders proyectaba a sus pacientes para lavarles el cerebro.

Sharko obedeció. Clicó sobre el archivo « Brain wash01.avi » .

– 01… Eso debe de querer decir que hubo otros muchos.

Ya desde la primera imagen, ambos policías comprendieron inmediatamente. Sharko le dio al botón de pausa y señaló con el índice la parte superior derecha de la imagen. Se volvió hacia Lucie con aspecto muy serio.

– El círculo blanco… El mismo que en la bobina maldita.

– El mismo también de los crash films. La marca de fábrica de Jacques Lacombe.

Un silencio grave y tras éste la voz de Lucie, cristalina.

– Trabajaba para la CIA. Jacques Lacombe trabajaba para la CIA.

Lucie tuvo la impresión de que encajaba otra parte del puzzle. Las piezas se imbricaban de manera lógica, implacable.

– Eso explica que se instalara en Washington en 1951, allí donde tiene su sede la agencia de inteligencia. Y luego su traslado a Canadá, cuando el Mkultra se desarrollaba allí. Le reclutarían igual que reclutaron a Sanders… Primero se interesarían por sus films, sus técnicas de manipulador del inconsciente. Luego se pondrían en contacto con él y, como en el caso del psiquiatra, le proporcionarían una tapadera, el trabajo como proyeccionista, y a buen seguro una buena cuenta en el banco.

– Reclutaron a los mejores, en el mundo entero. Científicos, médicos, ingenieros e incluso un cineasta. Necesitaban a alguien que realizara esos vídeos que proyectaban a los pacientes.

Lucie asintió. En pleno fragor de la investigación ya no se hallaba frente al hombre con quien acababa de acostarse, sino con un colega con el que compartía el mismo sufrimiento: una persecución peligrosa e imposible.

– Rotenberg me dijo que el proyecto de las niñas y de los conejos no era el Mkultra, y que el médico al que nunca se veía en el plano no era Sanders. Así que…

– Jacques Lacombe trabajó en ambos proyectos. En el Mkultra con Sanders en Barley y en el relacionado con las niñas, con ese tal Peterson o Jameson, en el Mont-Providence. La CIA sabía que podía confiar en él y sin duda necesitaban a alguien de plena confianza para filmar lo que ocurría en esas salas blancas.

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